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DOMINGO

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El alba apareció en algún lugar entre las nubes por encima del océano Atlántico y poco después empezaron a servir el desayuno. Jaime no había conseguido dormir después de su ensoñación; los pensamientos cruzando su mente, descontrolados, no le dejaron.

Una mezcla de sorpresa excitada y confusión lo invadía; ¡el proceso de recuerdo funcionaba solo! Había vuelto a su vida del siglo xiii por sí mismo, sin necesidad de Montsegur ni del singular cáliz, ni del tapiz, ni de Dubois. Sabía que lo mismo ocurrió con Karen, pero le maravillaba que le pasara a él.

Con el desayuno, su mente fue abandonando la sorpresa en favor de la intrigante historia.

Sentía un deseo irrefrenable de saber si la batalla aconteció, su desenlace y cuál fue el destino de Corba y Pedro. ¿Habrían continuado amándose hasta el fin de sus días?

Pedro, el rey. Pedro, el hombre. Quizá sólo un juguete en las manos de una seductora dama occitana. Roto entre dos fidelidades. Entre dos dioses. Lleno de dudas, acudía al combate dejando al Dios verdadero o quizá al azar la misión de juzgar si estaba en lo cierto o equivocado. Temiendo perder su alma para la eternidad y, a pesar de su miedo, arriesgando perderla con tal de salvar a su amor. Sintió una gran ternura por Pedro.

El caballero heroico que acudía a su dama, dispuesto a darlo todo por ella, enfrentándose a los mayores poderes de su tiempo: el Papa y los cruzados.

La imagen de la tienda de campaña iluminada por el candelabro de siete bujías continuaba en su retina. Quizá fuera el rey más poderoso de su tiempo, pero en la soledad de la noche, rezando arrodillado frente a la cruz de su espada clavada en el suelo, era un hombre más. El hombre eterno. El que había vivido una y otra vez durante miles de años. Sintiéndose solo en la oscura noche, con sus dudas y sus miedos como únicos compañeros y con el peligro acechándole fuera, en las tinieblas, como lobo hambriento. Pero jamás huiría.

Podría cabalgar en el corcel más rápido, llegar a la costa y embarcarse en el bajel más marinero. Podría arribar a la isla de los dragones y de los unicornios y esconderse allí en la gruta más profunda. Pero no escaparía jamás de sí mismo, ni del deseo febril de ser amado por su amada. Y por ello, a pesar del peligro y de su temor, no huiría, y el día siguiente saldría a buscar su destino y se enfrentaría a él, cualquiera que éste fuera. Como tantos y tantos hombres lo habían hecho a través de los siglos. Y tantos hombres y mujeres lo hacían cada día de sus vidas. Vidas anónimas de héroes anónimos que cabalgando en autobuses o automóviles luchaban contra el miedo, enfrentándose a su destino, defendiendo su pequeña libertad, su dignidad, su amor.

Jaime contemplaba las nubes algodonosas por debajo del aparato y sorbía su café. Consultó su reloj. Eran las tres de la madrugada en Los Angeles. Cerró los ojos y no se resistió a sus pensamientos. ¿Hacia dónde le conduciría esta aventura? La actual, la del tiempo presente. Pero ¿cuál era el tiempo presente? El presente para él era el futuro para Pedro. El futuro para Pedro era el pasado para Jaime. ¿Cuántas reencarnaciones habría vivido?;En cuántas estaba Karen con él? ¿Cuántas más tendría? Demasiadas preguntas. Ninguna respuesta.

Se sintió angustiado. Pequeño. Confuso. Y deseó algo que hacía tiempo no deseaba. Rezar.

Al Dios católico. Al Dios bueno de los cátaros. Al mismo Dios. O a ninguno.

Empezó a murmurar:

– Padre nuestro, que estás…

«He llegado bien. Un beso. Pedro.»

Se aseguró de que el mensaje salía y borró toda referencia a el en su PC. Era lo acordado. Nada de llamadas telefónicas ni a la Corporación ni a los teléfonos de Karen; comunicarse a través de internet era mucho más seguro. El PC de Karen estaba protegido con doble clave secreta de acceso, y ella borraría de inmediato el mensaje de Jaime tan pronto lo recibiera.

Conectar el ordenador fue lo primero que hizo al entrar en su habitación; era su ritual de llegada a un nuevo hotel. Buscó en su correo. Un par de mensajes. Ninguno de Karen.

Luego miró alrededor, fue consciente de que aquella habitación de muebles Victorianos sería su hogar durante una semana y deshizo su equipaje.

Se sentía muy cansado. La cama lo atraía como un imán pero no iba a caer en la tentación. Se lavó la cara y se puso la gabardina. Un paseo de un par de horas por las calles de Londres o por el melancólico Hyde Park era lo más conveniente. Luego de una ducha y una cena ligera y temprana, sus posibilidades de dormir bien aumentarían. Con suerte quizá hasta no sufriera el jet lag.

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