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MIÉRCOLES

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«¡Qué sorpresa, Pedro! ¿Es tu mensaje sólo un manifiesto de intenciones o se trata de una declaración formal de amor? "Creer" no basta, hay que estar seguro. Mejor será que lo especifiques con claridad. Estás tratando con una abogado. Imprimí tu nota y la tendrás que firmar en cuanto llegues. Ven pronto. Muchos besos. Corba.»

La comunicación de Karen llegó otra vez justo cuando Jaime iba a salir del hotel hacia la oficina. ¡La había esperado tanto! Su vida se había convertido en un angustioso continuo teclear en el ordenador en busca de mensajes de ella.

Leyó varias veces la escueta respuesta, típica de Karen. Se comprometía sin comprometerse; aprovechaba la situación de ventaja obtenida gracias a la inusual declaración de amor de Jaime y no contestaba claramente. Jugaba con él usando su habitual sentido del humor. Pero el tono era muy cariñoso, y Jaime pensó que no tenía mal aspecto. Llegaría de nuevo tarde a la primera cita del día en la oficina, pero le importaba un comino. Redactó su respuesta. «Es una declaración formal de amor, señorita abogado, pero no firmo nada hasta leer la letra pequeña. Ahora te toca hablar a ti. Te quiero y quiero una respuesta precisa de tu parte. Ve con cautela, cuídate. Pedro.»

Leyó el par de líneas varias veces e hizo una corrección. Ahora ella debía definirse. Se sentía optimista.

La mañana estaba funcionando bien, y Jaime conservaba el buen humor. Le era mucho más fácil concentrarse en su trabajo que el día anterior.

Sobre las once consultó rutinariamente Internet. ¡Tenía un mensaje de respuesta! Extraño, habría sido enviado lo más pronto a la una de la madrugada de Los Angeles. ¿Se habría quedado Karen junto al PC despierta en la noche esperando a que él le contestara? Jaime se sintió feliz y permaneció mirando el aviso de mensaje sin abrirlo. Unos momentos de agradable suspense. ¿Le diría ella que también lo amaba? Abrió el mensaje.

«Peligro. Un creyente agente doble, nuestro infiltrado entre los Guardianes, desapareció hace dos días. Ha aparecido su cadáver torturado. Le hicieron hablar. Sospecho que habló de nuestro plan en la Corporación. Y de mí. No puedo escribirte más. Ni tú a mí. Hay que proteger tu identidad. Éste es mi último mensaje. Bórralo. Tengo miedo. Muchos besos. Cuídate. Corba.»

Sintió un escalofrío; Karen no hacía referencia a su misiva de la mañana, no la habría leído. Jaime se esforzaba en reconstruir mentalmente lo que había pasado: Karen había leído su comunicación del día anterior, contestándola; serían las once y media o doce de la noche hora de L.A. Después se acostó. Alguna llamada o aviso urgente la tuvo que despertar en plena noche. Ella, sin leer o quizá sin darse cuenta de que el mensaje de Jaime estaba allí esperando, le envió el aviso. Seguramente Karen pasó el resto de la noche avisando a otros creyentes cátaros.

Esperaba que ella leyera su declaración de amor antes de borrar los mensajes comprometedores de la memoria de su PC. ¡Era vital que lo viera!

Seguro que ese pobre desgraciado había hablado, como también lo hizo Linda, y de conocer a Karen la delataría. Karen estaba ahora en un verdadero peligro. Esa gente no se detenía ante nada y menos si sabían que estaban a punto de ser descubiertos y denunciados en la Corporación. Si la localizaban, estaría perdida. Y era muy fácil localizarla. Muchos de los guardas de seguridad del edificio de la Corporación eran de la secta y consultando el directorio oficial de la compañía sabrían su dirección en un par de minutos.

¡Dios, por favor, ayúdala!

Le costó una fracción de segundo tomar su decisión. No dejaría a Karen sola. Sólo le importaba la seguridad de ella. No le pasaría lo que a Linda. No importaba lo buenos que pudieran ser los pistoleros hijos de puta que torturaron a Linda; si se cruzaba con uno de ellos en su camino en busca de Karen, no dudaría en matarlo. Sería un placer. Cogió el teléfono interior de la sala de conferencias donde tenía instalada su oficina entre reunión y reunión v llamó al director europeo de Auditoría.

__Tom, cancela todas mis reuniones. Me acaban de avisar de un problema serio en mi familia, en L.A. Me voy de inmediato. Pídele a tu secretaria que vea alternativas de vuelos y combinaciones para Los Ángeles; ya mismo. La llamaré desde el hotel.

Todo parecía moverse a cámara lenta. El recepcionista al buscar la llave, el ascensor al llegar e incluso él mismo al introducir la llave en la cerradura.

Llamó a la oficina y le habían reservado plaza en el vuelo que salía a las cuatro, llegando a las siete de la tarde, hora de California, del mismo día a Los Ángeles. Debía apresurarse. Llamó a recepción pidiendo que prepararan la cuenta. Empezó a recoger su neceser y las cosas del baño. Karen estaba en peligro. Y tenía miedo.

Había dejado el revólver de Ricardo bajo el asiento de su coche, en los aparcamientos de estancias prolongadas del aeropuerto de Los Angeles.

Cuando llegara localizaría a Karen de inmediato. Pero ¿dónde? Cogió el teléfono para llamarla. No; no debía. El horario de Ricardo era nocturno, a él sí le llamó. La voz de Ricardo sonó mecánica y formal desde el teléfono; era el contestador.

– Ricardo, el baile ha empezado. Mi amiga está en problemas. Y yo estaré con ella. Llego a LA. a las siete de la tarde, deja recado en Ricardo's de dónde encontrarte. Un abrazo hermano.

Asumía que Ricardo le ayudaría cualquiera que fuera el problema. Así había sido siempre. También ahora.

El embarque se produjo una hora más tarde de lo inicialmente previsto. Recuperarían parte del tiempo durante el vuelo si los vientos eran favorables, dijo el capitán al pedir disculpas y culpar a la saturación del aeropuerto.

Jaime había consumido tres horas de interminable espera paseando su angustia, junto con su equipaje, por los pasillos de la terminal. Cogió un carrito y anduvo por la zona de duty free. No podía sentarse. De pronto vio un teléfono. Tenía aún alguna moneda. Las suficientes. Si no, usaría la tarjeta de crédito. Sabía que no debía llamar. Pero necesitaba saber que Karen estaba bien Consultó su reloj. Eran las seis y media de la mañana pasadas en California. ¿Estaría Karen dormida? No; no debía llamar.

Continuó dando vueltas por los pasillos y mirando los escaparates distraídamente. Y esquivando a la multitud. Una joyería tenía una hermosa colección de anillos. Recordó que hacía solo horas le había declarado su amor a Karen. ¿Aceptaría ella comprometerse con él? ¿Llegaría a hacerla su mujer? ¡Dios, cómo deseaba tenerla! Abrazarla. Besarla. La amaba. Como nunca había amado antes. Estaba dispuesto a darlo todo por su amor. A sacrificar cualquier cosa. Por sólo una sonrisa de ella. Por saber que estaba bien. Por estar a su lado. ¡El tiempo pasaba tan lentamente! Volvió su vista a los anillos. Había un par de hermosas piezas de compromiso. ¿Cuál le gustaría a Karen? Uno con un enorme diamante; de eso estaba seguro. Volvió a empujar su carrito y a pasear su ansiedad por los pasillos de aquel aeropuerto. Era como una condena a prisión. Al rato volvió a pasar por delante de los teléfonos. No lo pudo evitar, puso unas monedas, escuchó el tono y marcó el número. La voz de Karen confirmaba que había llamado a su número de teléfono e indicaba que podía dejar un mensaje. Se sintió desilusionado. Por unos segundos la esperanza de que Karen descolgara el aparato había crecido en su interior. Quería decirle que pronto estaría con ella y que él la protegería. Jaime sabía que aquello era una estupidez. Quizá estuviera durmiendo. O con insomnio. O fuera de casa. Pero aun estando en casa, jamás cometería la imprudencia de contestar. Lo más probable era que los Guardianes la hubieran identificado y tuvieran su dirección y número de teléfono. Quizá intervenido. Y deberían actuar pronto para evitar que se descubriera su trama en la Corporación. Además, aquella gente no se andaba con contemplaciones. Jaime estaba seguro de que sólo un tiro en la frente podría frenar a los de la secta. No dejó mensaje.

Cuando empezaron a servir la cena en el avión, se dio cuenta de que no había comido desde el desayuno. La tarde, la noche, el cambio horario de ocho horas; el vuelo sería interminable.

Acabados la cena y el coñac, Jaime cerró la persianilla de la ventana y también las luces de su zona. Cubriéndose con una manta empujó el apoyapiés de su asiento y el respaldo hacia atrás para intentar dormir. Cerró los ojos respirando hondo. En el viaje de ida había penetrado en su interior profundo y revivido un peligro pasado, interpretándolo como una advertencia de un peligro en el presente. Algo pasaría. Y pronto. ¡Vaya si ocurrió! No debiera haber abandonado Los Angeles, debía haber permanecido junto a Karen, debía haber mandado a White a la mierda. Volvió a respirar hondo tratando de soltar la tensión acumulada; notaba los miembros rígidos. Estiró brazos y piernas tensando los músculos para luego destensarlos del todo. Hizo un esfuerzo de voluntad para relajar su cuerpo al ritmo de su respiración y trató de recordar las imágenes de la ida. Poco a poco se calmó, y allí estaban: las recordaba. Volvían las imágenes. Otra vez. Sólo que distintas. ¡Era otro momento! ¡Regresaba al pasado!

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Pedro, de pie, apoyado en su espada, portaba cota de malla, casco de hierro y vestía encima su túnica de combate, decorada con barras rojas sobre fondo amarillo. Era el antiguo símbolo del conde de Barcelona y ahora el escudo de la corona catalano-aragonesa. A su derecha estaban el conde de Tolosa, Ramón VI, y su hijo, con sus escudos de la cruz tolosana en gualda sobre fondo rojo y terminada en tres puntas, redondeadas en borla, en cada extremo de la cruz. A su izquierda el conde de Foix, con su divisa también en barras rojas y amarillas, y el de Cominges, con sus tres toros. Detrás un gran grupo de nobles y caballeros, todos preparados para el combate. En su gran mayoría eran occitanos, casi todos de Tolosa, y algunos de Foix y Cominges. También había un buen numero de aragoneses con Miguel de Luisián, el alférez del rey al frente, y muchos catalanes, entre ellos Hug de Mataplana, el mujeriego trovador de sonrisa irónica. Completaban el grupo de caballeros, los faidits, nobles occitanos despojados de sus tierras y castillos por los cruzados, muchos de los cuales vendieron sus últimos bienes para conseguir un caballo y equipo de combate para enfrentarse a los que todo les habían arrebatado.

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