Ya era de noche cuando Jaime llegó el día siguiente a Ricardo's. Al ver el coche de su amigo en el aparcamiento Jaime sintió el calor reconfortante del que vuelve al hogar luego de una larga ausencia. Su amigo estaba allí. Lejos de los cátaros. Lejos de la Corporación. Estaba allí y él sabía que siempre encontraría a Ricardo cuando lo necesitara.
Se quedó unos minutos sentado en el coche, escuchando la música de la radio, anticipando el placer de estrecharle la mano, de tomar una copa juntos y de hablar. Ya había advertido por teléfono a Ricardo que tenía un problema serio y que quizá necesitara su ayuda.
«Como antes y como siempre -le contestó-. Para eso están los hermanos.»
Su amistad venía de muy lejos, de cuando eran chiquillos y vecinos de la misma área residencial. Ellos no crecieron en ningún barrio, lo suyo era un desarrollo de casas unifamiliares, de clase media, de los años sesenta. Población blanca con algún oriental o afroamericano de clases sociales emergentes. El padre de Ricardo era de origen mejicano y ocupaba una posición importante en la policía de Los Ángeles.
Los padres de Jaime habían establecido una distribución comercial siguiendo los conocimientos en ventas adquiridos en Nueva York y la experiencia de los negocios en Cuba. Funcionaba bien, pero no permitía excesos económicos.
Vecinos, los padres de ambos chicos tenían muchos puntos en común y establecieron una buena amistad.
Los hijos se convirtieron en inseparables, y en la adolescencia su raíz cultural fue para los muchachos un hecho diferencial frente a los demás. A Ricardo le atraían las gangs hispanas del barrio y las frecuentaron un tiempo. Y como Jaime no iba a ser ni menos hombre ni menos hispano, siempre estaba con su amigo para lo bueno y para lo malo.
La capacidad de Ricardo para meterse en líos era asombrosa, y también su habilidad para salir bien de ellos. Precisamente por ello Ricardo disfrutaba con las situaciones truculentas y de peligro, mientras que Jaime no lo pasaba tan bien. Pero estaba fielmente allí donde Ricardo le necesitaba. Así que con frecuencia era Ricardo el que se metía en problemas, Jaime el que acudía en su ayuda y, al final, Ricardo el que sacaba a Jaime del feo asunto en el cual el propio Ricardo se había metido.
Su tiempo con los de la raza del barrio terminó tan pronto como la policía local identificó al hijo de Frank Ramos metido en un asunto de guerra entre bandas.
Francisco logró con su hijo lo que las bandas no habían logrado: intimidarlo. Y Jaime y Ricardo decidieron que había sido divertido mientras duró, pero que era el momento de cambiar de actividad. Guardaron la navaja y tomaron la guitarra para alivio inicial de sus padres. La guitarra duró mucho tiempo, pero el alivio de los padres duró poco. Música folk, Bob Dylan y Leonard Cohen, combinada con country. Y, desde luego, para una mejor mezcla no faltaban las rancheras y algún bolero o un poquito de salsa. Tocaban y componían bastante bien. A los veinte años decidieron hacerse profesionales para desesperación de sus familias, que consiguieron pactar con ellos que actuaran en verano a condición de volver a la universidad en otoño. Trabajaron en un buen número de tugurios de música Uve en la costa, desde San Diego a San Francisco.
Jaime disfrutaba de la libertad de correr de lugar en lugar con su guitarra, con poco más que lo puesto. Sí, era libre, pero a veces no tenían ni un dólar para cervezas ni lugar donde dormir, y concluyó que no se era muy libre con los bolsillos vacíos.
Ricardo y Jaime eran hippies en la época de decadencia de los chicos de las flores. Claro que eran unos hippies un poco particulares, en especial Ricardo. Estaba bien lo de la paz y el amor, sobre todo con las chicas; pero si se trataba de defender su territorio o lo que él creía sus derechos personales, no dudaba en recurrir la violencia.
– Quien da primero da dos veces -decía y practicaba.
En muchas ocasiones sus conciertos terminaban a bofetones si la audiencia no se mostraba lo suficientemente amable, y actuaban casi siempre en lugares donde la concurrencia no era amable. Mucha cerveza y licor. Y mucho pendenciero.
– ¡Hey! ¡Cantáis que dais pena! -gritaba alguien al que el alcohol le había hecho perder su apreciación por la buena música.
Jaime y Ricardo continuaban con lo suyo, ya que el encargado del orden era el dueño del local. Pero a veces el orden no llegaba.
– ¡Hippies d e mierda! Estáis pasados. -Unos cuantos reían-. ¡Lo de la paz y las flores ya no se lleva!
– ¿Que la paz está pasada, cabrón? -Y así empezaba la acción, cuando Ricardo consideraba que su límite había llegado.
– ¡Todo eso de los hippies y del amor es para maricas! -contestaba el provocador para entusiasmo de la audiencia y resignación de Jaime, que dejaba de tocar y se preparaba para lo que vendría después.
– Mira, ¿ves ese vaso? -acostumbraba decir Ricardo, para luego apurar su contenido disfrutando de la pausa y del casi silencio que se hacía en el local-. ¡Pues te lo voy a meter por el culo, para que aprendas a respetar el amor!
Y sin más lanzaba el vaso a la cabeza del valentón. Y con rapidez se dirigía hacia el individuo, que de no reaccionar aprisa recibía un par de puñetazos bien dirigidos, que lo dejaban fuera de combate, terminando así la discusión.
– Para que aprendas a meterte con los que defendemos la paz -sentenciaba Ricardo.
Jaime seguía de cerca a su amigo agarrando su botellín de cerveza. Intentaba separarlo de sus víctimas, pero a veces ellos se convertían en víctimas y recibían más de lo que daban. En esos casos el botellín era una buena arma. Muchas veces terminaron con la cara ensangrentada, llenos de moretones, detenidos por la policía y deseando que Frank Ramos no se enterara del asunto. Pero el Padre de Ricardo siempre se enteraba.
El verano terminó y Jaime vio en los estudios un mejor porvenir que en el show business, mientras que Ricardo decidió exactamente lo contrario. Pero la excesiva competencia y su temperamento no le ayudaron a hacer carrera en la música.
El local actual, Ricardo's, era el segundo club que había abierto, y su vocación final.
Abrió el primero en una zona conflictiva de la ciudad y, cuando el representante de la gang local le visitó para ofrecerle la «protección» necesaria para trabajar, el tipo se encontró con el cañón de un revólver dentro de la boca antes de que pudiera terminar de hablar. Ricardo lo echó del establecimiento sin contemplaciones.
Frank Ramos llevaba, de pequeños, a su hijo y a su amigo Jaime a practicar tiro, así que Ricardo era un buen tirador y, si la ocasión lo requería, no dudaba en sacar el revólver.
En la segunda visita del «representante», Ricardo y sus empleados (y amigos) lo echaron a patadas, y al poco el local se convirtió en un lugar de follones y problemas. Ricardo daba más que recibía y, siendo hijo de un alto oficial de policía, salía con bien de sus visitas a comisaría. Pero los otros eran profesionales, y el negocio, a pesar del don que Ricardo tenía para tratar con la gente, naufragaba.
Cuando Ricardo decidió que «zapatero a tus zapatos» y que su trabajo era «hacer que la gente se divierta y servir copas cobrando, no repartir hostias gratis», ya era demasiado tarde. Su local no atraía el tipo de gente adecuada y en la cantidad necesaria. Pero a Ricardo las mujeres le sonreían. Y la Fortuna debe de ser mujer, así que consiguió vender el local y empezar de nuevo con Ricardo's en una ubicación más conveniente.
Ahora Ricardo pagaba protección. Pero debido a su historial, y a que los otros eran «hombres de negocios» a los que tampoco les interesaba un conflicto gratuito con alguien como Ricardo, éste llegó a un acuerdo muy beneficioso. El lugar se convirtió en un remanso de paz, donde los clientes se sentían seguros. Nadie que perteneciera a la pequeña hampa local se hubiera atrevido a molestar a alguien que saliera de Ricardo's.
A los amigos y clientes de Ricardo (que eran lo mismo) se les respetaba. Si alguien se hubiera atrevido a romper la norma, la gang que protegía a Ricardo, o el propio Ricardo, se lo hubiera hecho pagar caro.
– Dime, Jaime, ¿en qué lío te has metido? -le interrogó después de servirle una copa.
Le contó con detalle la conspiración de los Guardianes y lo ocurrido a Linda, omitiendo las sesiones de recuerdos de vidas pasadas y de espiritualidad cátara, que pensó provocarían el escepticismo de su amigo y que éste se preocupara más por su salud mental que por su seguridad física.
– ¿Por qué no van a la policía? -preguntó.
A Jaime le pareció irónico que Ricardo, tan aficionado a resolver sus asuntos por sí mismo, propusiera esa opción.
– No tenemos pruebas de que ellos hayan cometido los asesinatos. Y además bien pudiera considerar la policía a nuestro grupo sospechoso de lo mismo.
– Pero ha habido dos asesinatos. Y los asesinos parecen profesionales -dijo pensativo Ricardo.
– Sí, y lo que a mí me preocupa es que esa gente, los cátaros, sean eliminados antes de que puedan aportar las pruebas definitivas sobre el fraude. Son un grupo de beatos inofensivos jugando con tipos muy peligrosos.
– ¿En qué te puedo ayudar?
– Puedo necesitaros a ti y a alguno de tus amigos si veo que las cosas se complican.
– Seguro que estaré allí donde me necesites -repuso Ricardo sin vacilar. Los ojos le brillaban con entusiasmo al anticipar un buen lío-. Además, desde que llegué a un acuerdo con los mafiosillos locales nuestras relaciones han mejorado mucho. Somos amigos. Y me deben algunos favores. Si es necesario te puedo conseguir un pequeño ejército.
– Gracias, Ricardo, sabía que estarías conmigo.
– ¿Tienes pistola?
– Desde la última vez que salimos una noche a divertirnos tú y yo, no he vuelto a sentir ninguna necesidad de tener una.
– ¡Qué chingado! -le increpó Ricardo con una sonrisa-. Bueno, te puedo prestar una. ¿La quieres sin marcas?
– La prefiero legal.