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DOMINGO

20

Los dedos cliquearon en el ordenador en busca del mensaje de la noche.

– «Arkángel.»

Puntual como un centinela, esperaba el informe de Samael.

«Logramos poner al inspector Ramsey sobre una línea de investigación equivocada; no sospecha la presencia de nuestros hermanos en Jericó.

»Continuamos tomando posiciones decisivas a la espera de la caída del muro interior. Dos nuevos ejecutivos claves han sido contactados por nuestros hermanos. Uno ofrece grandes posibilidades de que se una a nuestro pueblo. Samael.»

Arkángel respondió: «Dios nos bendice, hermanos, con estos pequeños triunfos. Mantened la fe en nuestra victoria en el asalto final. Arkángel.»

Con movimientos precisos, Arkángel eliminó cualquier rastro de ambos textos.

21

– ¡No! -gritó Karen-. ¡No! -Se agitaba con angustia intentando escapar de aquella visión y, al fin, cuando pudo abrir los ojos, se dio cuenta de que soñaba.

Se incorporó en la cama jadeando; un sudor frío le cubría la trente y el cuerpo. Lentamente los contornos familiares del dormitorio suavizaron su tensión.

– ¡No! ¡Dios mío! ¡Otra vez no! -exclamó a media voz.

Jaime se había despertado sobresaltado por el primer gritó y le acariciaba las manos.

– Tranquila, mi amor, no es nada. Ya pasó todo. Estás aquí, conmigo.

Abrazando sus hombros, la acunó como a una niña pequeña. Ella se hizo un ovillo acurrucándose contra él.

– ¿Qué ha pasado Karen? ¿Qué era?

– Nada, otra vez ese mal sueño. Me ocurre a veces. La misma pesadilla -murmuró. Pero ella sabía que no se trataba de un sueño.

– Cuéntamelo. ¿Qué pasaba?

– No puedo recordarlo con claridad, pero ahora ya estoy bien. Gracias, cariño.

Karen sí recordaba lo soñado. Demasiado bien. Recordaba a la perfección lo de esa noche y lo recordaba también de antes. Miró el despertador.

– Son sólo las cinco. Duerme.

Pero ella no pudo dormir. La pesadilla se repetía siempre igual, y las imágenes continuaban frescas en su memoria. Incluso la fecha: 1 de marzo del año del Señor de 1244.

Karen se revolvió en su camastro de pieles dispuesto en el suelo. No había dormido mucho. A pesar de su agotamiento, no podía dormir.

¿Era el hambre? No. La sed y el frío lacerante eran mucho peores.

La única luz de la estancia venía de las estrellas y entraba por un ventanuco del que colgaban los carámbanos de hielo. Un tenue arco de luz indicaba a sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, la abertura donde había estado la puerta de la estancia.

Dos días antes arrancaron puerta y ventana para quemar su madera. No para calentar cuerpos y manos, sino para fundir nieve y poder beber agua. El agua tibia era uno de los pocos placeres que les quedaban.

Se estremeció cuando una nueva ráfaga de aire helado cruzó el cuarto. A pesar de la capucha de piel que cubría su cabeza y casi todo su rostro, sintió que éste se cortaba un poco más.

Alguien se revolvió y gimió cerca. ¿Sería su querida Esclaramonda?

No. Lo peor no era la sed o el frío, sino el miedo. El Dios bueno le enviaba el sufrimiento físico para que éste le aliviara el temor penetrante que le encogía las entrañas. ¿O sería el hambre?

El viento traía también los quejidos de los heridos y el llanto de alguno de los pocos niños que sobrevivían. Cuando los lamentos cesaban por un instante, el silencio se hacía absoluto en la helada noche. Luego el aullido del viento iniciaba de nuevo el triste coro del sufrimiento humano. Y otra vez el miedo venía con el viento. Su cuerpo tembló. ¿Miedo o frío?

Sabía que ella, la señora de Montsegur, tenía privilegios. Descansaba sobre un suelo de madera, quizá el último grupo de vigas que quedaban y que no habían sido destinadas aún a la defensa o al fuego. Se levantó a tientas y tocó la pared helada. El frío traspasó su guante de piel.

Allí, a los pies del muro, había estado su último baúl. Ya sólo quedaba un pobre montón de objetos metálicos, su espejo y el vestido del rey.

Habían quemado los baúles y también las ropas más viejas en busca de la vida que daba el calor. Y antes quemaron los muebles. Sus joyas hacía tiempo que habían sido cambiadas por suministros e incluso para el pago de tropas. De nada sirvieron los mercenarios o los aventureros que acudieron para sostener el pueblo fortificado, tocado su corazón por las canciones de gesta del trovador Montahagol y sus amigos. Finalmente unos huyeron y otros murieron.

La cima de la montaña era como el lomo de un dragón gigante dormido y que se extendía de este a oeste, con su parte más baja en el Roc de la Torre y la más alta en el pueblo fortificado de Montsegur.

Dominando la parte alta de la cima de la montaña, el pueblo era inexpugnable, ya que no existía ninguna máquina de guerra que pudiera, desde la base del monte, lanzar piedras ni a una cuarta parte de la altura de donde ellos se encontraban.

Sin embargo, en octubre unos escaladores vascos a sueldo de los franceses lograron subir por la noche los sesenta metros de pared vertical y cogieron por sorpresa a los defensores del Roc.

Y una vez perdido el Roc, el muy superior ejército católico subió y fue conquistando, combate a combate, toda la parte este de la cima de aquel monte situado a mil doscientos metros de altura. Allí montaron sus catapultas y piedra tras piedra machacaban las casas y a sus habitantes encerrados en la fortificación.

Con la cima, se perdieron los caminos secretos que permitían la comunicación del monte asediado con el exterior. Y con ellos se perdieron los refuerzos, los suministros; la esperanza.

Luego, justo en Navidades, el enemigo logró tomar la barbacana este y los edificios exteriores al recinto central amurallado que contenían casi toda la reserva de leña; vital para sobrevivir al crudo invierno en las montañas.

De su joyero, un tiempo envidiado por todas las damas de Occitania y Provenza, sólo conservó su anillo de marquesa, regalo de su esposo, y el collar de oro con rubíes rojos como la sangre, regalo del rey.

Quitándose un guante tanteó en busca de esas dulces joyas cargadas de recuerdos. Notó el frío del espejo y pensó en su belleza, que antaño los trovadores se complacían en cantar.

El espejo era su amigo íntimo, que le devolvía una seductora sonrisa, por la que los caballeros occitanos competían. Su íntima amistad con el espejo había terminado hacía poco, al perder varios de aquellos dientes perfectos.

Las canciones sobrevivían a la belleza, y en ellas siempre sería bella. Pero la belleza del cuerpo se iba con el tiempo, como todas las ilusiones físicas que el Dios malo y el diablo habían creado. Pero, más que con el tiempo, la belleza se iba con las penas. No usaría nunca más el espejo.

Encontró las dos joyas y se las puso.

Luego bajó la capucha y, quitándose su abrigo de piel de oso, lo dejó caer. Se desnudó rápidamente, sintiendo cómo su cuerpo tiritaba de frío. Vestida sólo con las heladas joyas, tan cálidas en otro tiempo, encontró a tientas el vestido del rey y se lo puso.

A pesar de los treinta años pasados y de haber parido a cinco hijos, el vestido le sentaba bien.

Se arropó con el abrigo y, calzándose los guantes, empezó a andar a tientas hacia la ligera iluminación de la puerta. El suelo de madera crujía con sus pasos.

Llegando al dintel lanzó un beso con su mano a los que dormían en la oscuridad y sintió que las ráfagas de aire eran más fuertes y frías.

Con decisión inició el descenso de las escaleras de piedra, que bajaban desde lo alto del segundo piso del caserón fortificado hasta el nivel de la calle.

Un cielo cubierto de estrellas rutilantes se extendía sobre su cabeza, y abajo el pueblo herido, amortajado por la nieve, se alargaba hacia el este, rodeado aún de sus maltrechos muros.

En la oscuridad, a su derecha, estaba la cordillera pirenaica, con el macizo de San Barthelemy y Pic Soularac, de más de dos mil metros de altura, y que impedían a los cálidos vientos del sur llegar hasta allí.

Abajo, en el valle, también a la derecha, se distinguían las fogatas de los franceses que, mandados por el senescal de Carcasona, sitiaban la Cabeza del Dragón o la Sinagoga de Satanás, como ellos llamaban a su querida aldea de Montsegur. Allí estaban el arzobispo de Carcasona con sus temidos inquisidores y el obispo Durand, reputado como el mejor experto en máquinas de asalto que existía. Bien que probaba su fama, lanzando a sus cabezas bolas de fuego que prendían hasta en la roca y hundiendo paredes y murallas con las grandes piedras de sus catapultas.

Por la noche Durand detenía sus máquinas y dejaba que la naturaleza aplicara un arma más temible: el frío y la falta de leña.

Al fondo, en la muralla este, se distinguía el gran resplandor de la hoguera que los sitiadores habían encendido bajo el peñón rocoso sobre el que se levantaba, aún fuerte, una de las torres de defensa. Era peor que las máquinas de guerra del obispo.

– ¡Aquí os quemaréis todos, herejes! -gritaba la soldadesca.

Sin embargo, ahora el mayor deseo de los sitiados era acercarse al resplandor de aquel fuego para aliviar el dolor lacerante del viento frío.

Pero sería un suicidio. Poco le duraría el placer del calor a quien asomara la cabeza por el muro este de la fortificación; los hábiles arqueros franceses, emboscados en la oscuridad de la noche, ensartarían al infeliz, como a una paloma, en sólo unos instantes.

Karen bajó por la escalera poco a poco, tanteando los escalones con sus pies enfundados en gruesas botas de cuero y piel. El suelo resbalaba con el hielo, y a su derecha estaba el negro vacío sin barandilla que protegiese.

Cuando logró alcanzar las losas de la calleja, avanzó hacia la plazoleta de casas apiñadas. El resplandor débil del único fuego que ardía dentro del pueblo salía de la casa que cobijaba a los heridos, enfermos y niños. Cruzó la plaza hacia el extremo opuesto con paso resuelto pero cauteloso; la tenue luz del caserón y de las estrellas guiaba sus pasos.

De repente se detuvo sobresaltada. En el centro de la plazuela, insinuada por el resplandor del caserón, había una figura, de pie, inmóvil en medio de su camino.

Sintió un vuelco en su corazón y el miedo le apretó el estómago. Un contorno blanco, casi luminoso, le daba un aire de ultratumba. ¿Será un aparecido? ¡Buen Dios! ¡Habían muerto tantos!

Permaneció quieta, con el vientre encogido, oyendo los murmullos del caserón y sintiendo el viento. Notó la ansiedad crecer en su interior al ver aquello avanzando hacia ella. Su corazón saltaba aterrorizado ante la presencia desconocida y trató de huir, pero no pudo. ¡Sus piernas no se movieron, no le obedecían! Angustiada, quería gritar.

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