– ¡Buenos días, Laura! -saludó Jaime, jovial, al llegar a su nuevo despacho.
– Buenos días -contestó ella sin sonreír, continuando con su tarea de ordenar el correo; parecía haber madrugado.
– ¿Qué tal anoche? ¿Lo pasaste bien?
– Sí. Gracias -respondió, cortante, sin detener su actividad.
Jaime se extrañó de su falta de entusiasmo. Debe de ser el cansancio o quizá un problema con Ricardo, se dijo.
– ¿Alguna llamada?
– Sólo la de un tal John Beck, del FBI.
– ¡Ah! Sí. El viejo dijo ayer que debo atenderle.
– Pidió cita para hoy a las cuatro y media.
– De acuerdo.
Jaime entró para tomar posesión de su despacho y empezó a abrir cajones y armarios. Había que limpiar papeles, pero antes debería identificar cuáles podían ser valiosos para su misión. Encontró una agenda de White; haría fotocopias antes de devolvérsela.
Al final de la mañana llamó Ricardo.
– ¡Chin, Jaime! Jamás me dijiste que tenías tal preciosidad de secretaria. ¡Qué bribón! ¿Así tratas a los amigos?
– ¡Qué honor, Ricardo! Tú nunca llamas a la oficina. ¿Quieres saber cómo me encuentro, o quizá te interesa la salud de otra persona?
– No te quieras hacer el gracioso, Jaime. Tú sabes por qué llamo.
– ¿Será por Laura? Vaya, eso no acostumbra funcionar así; habitualmente son ellas las que te llaman a ti. ¿Qué pasó?
– Mano, es una chica estupenda y muy especial; lo pasé muy bien ayer noche. Y esta mañana me he levantado pensando en ella. Quiero verla cuanto antes.
– Pues no creo que Laura piense hoy en ti. Habrá dormido pocas horas y parece de mal humor. ¿Hiciste o dijiste algo que la molestara?
– Bueno, nada que deba molestar. La invité a que pasara la noche conmigo. Pero eso es un halago y a ellas les gusta.
– ¡Ah! ¿Crees que le gustó? ¡Serás vanidoso! -dijo Jaime riendo y sintiéndose satisfecho al intuir que Laura había resistido a los legendarios encantos de Ricardo-. Y ella debió de aceptar entusiasmada, ¿verdad?
– Pues dijo que no. Además, no dejó que la besara. Y hasta parece que se molestó. ¿No creerás que se ofendió?
– No lo sé, Ricardo. Yo sólo la conozco profesionalmente y no sé cómo reacciona cuando la invitan a sexo. Ése es tu problema.
– Bueno. Gracias por tu ayuda, amigo. -Sonaba irónico pero de buen humor-. Al menos haz algo por mí. Pásame con ella.
– Que tengas suerte. -Jaime pulsó el botón de transferencia de llamada y marcó el teléfono de Laura.
– Sí. Dime. -Laura había dejado sonar el teléfono varias veces antes de cogerlo.
– Tengo a Ricardo en la línea. Dice que le encantó conocerte ayer y que quiere hablar contigo.
Laura guardó silencio unos segundos; parecía pensar. Luego repuso cortante:
– Dile que tengo mucho trabajo y que ahora no puedo hablar con él.
Jaime recuperó la línea con Ricardo.
– Dice que tiene mucho trabajo y que no puede hablar contigo.
– ¡Maldita sea! -exclamó Ricardo-. ¿Tú crees que estará enojada conmigo?
– Será eso. O que no le gustas.
– ¡Eres un chingado mal amigo! Podrías ayudar en lugar de joder. ¡Pregúntale qué le pasa!
– Será mejor que llames mañana. Laura no parece de buen humor hoy. Mañana veré qué puedo hacer por ti. ¿OK?
– Bueno; pero si averiguas algo hoy, me llamas. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, Ricardo. Hasta luego.
Jaime sonrió; no podía evitarlo. Parecía que Ricardo tomaba hoy un poco de su propia medicina. Lo tenía merecido. Y no le daba pena alguna.
– El señor Beck -anunció Laura a través del teléfono.
Al consultar su reloj Jaime vio que eran ya las cuatro y media de la tarde; el agente del FBI llegaba puntual.
– Gracias, Laura; dile que pase.
Beck entraba al cabo de unos momentos dejando junto a la puerta una gran bolsa de deporte. Tendió la mano y una sonrisa hacia Jaime, saludándole:
– Hola, Berenguer, ¿qué tal está?
– Bien, gracias, Beck. -Se estrecharon la mano-. Siéntese, por favor -invitó señalando una pequeña mesa de conferencias situada en un extremo del despacho-. Usted dirá.
– Gracias por recibirme tan rápido. -El tono de Beck se había tornado oficial, y sacando una pequeña libreta y un lápiz se dispuso a tomar notas-. La situación ha cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. Ahora Ramsey está con Davis interrogando a White en la planta de arriba, y acordamos que, mientras tanto, yo avanzaría con usted. Para empezar, ¿me puede explicar de dónde obtuvo la información sobre el fraude que White orquestó?
Un tipo incisivo, rápido, pensó Jaime antes de responder:
– No digo que White fuera el cerebro del fraude, sino que era parte de él. Hay un extenso grupo organizado detrás de ese asunto y del asesinato de Kurth.
– Interesante. Dígame, ¿de qué grupo se trata?
– Es una secta radical, denominada los Guardianes del Templo, que pretende controlar la David Communications; el fraude y el asesinato son simples pasos hacia dicho control.
– Bien, pero no ha respondido a mi pregunta. -La sonrisa en la cara del agente mitigaba la presión-. ¿De dónde obtuvo la información?
– Una amiga mía la recopiló, pasándomela antes de morir.
– ¿Se refiere usted a Linda Americo?
– Sí. ¿Cómo lo sabe?
– Sé mucho sobre el caso, Berenguer, llevo tiempo estudiándolo. Y también sé que usted, Linda y otros más pertenecen a otra secta; se autodenominan «buenos cristianos», aunque histórica y popularmente se les conoce como cátaros. Está claro que en nuestra anterior entrevista no nos dijo usted toda la verdad. -Ahora su semblante era serio y lo miraba escudriñándolo con sus ojos azules.
– No es una secta -protestó Jaime-. Es sólo un movimiento filosófico y religioso.
– ¿Ah, sí? -Los ojos de Beck brillaban-. Entonces ¿cómo es que se han tomado el trabajo de probar que existe un fraude dentro de la Corporación y que hay otra secta implicada en ello? Parece que su movimiento filosófico no se contenta sólo con lo espiritual, también se mezcla en las intrigas de este mundo.
– ¿Qué hay de malo en denunciar el delito?
– Denunciar delitos no es la misión de un grupo solamente religioso. Mi especialidad en el FBI es el seguimiento de las actividades de las sectas. Como puede imaginar, es un trabajo muy confidencial; mientras no cometan delitos, nuestra Constitución no sólo protege a cualquier grupo de lunáticos, sino también la identidad de sus integrantes. -Beck, apoyado en el respaldo de su silla, observaba a Jaime y sonreía con suficiencia-. Usted no se da cuenta, pero ha sido captado por una secta que lo utiliza y cuyos fines no son sólo espirituales; también persiguen el poder terrenal.
Jaime empezaba a inquietarse. Aquel hombre resucitaba sus peores temores.
– Usted ha dicho que, de no cometer delito, cualquier creencia religiosa está protegida por nuestra Constitución. Los cátaros no han cometido delito alguno.
– Pero lo utilizan a usted. ¿Cómo lo captaron? ¿Alguna bella mujer lo sedujo? ¿Qué tal esa Karen Jansen? A su compañero Daniel Douglas le ocurrió lo mismo con Linda Americo. ¿Lo recuerda?
Jaime sintió la boca seca y una punzada en las tripas. Esas dudas ya las había sufrido con anterioridad, logrando acallarlas; pero ahora que ese hombre abría la herida de nuevo, el maldito dolor regresaba.
– ¿O quizá usaron su sistema de hipnosis para hacerle creer que usted fue un cátaro antiguo? -continuó Beck después de una pausa durante la cual estudió las reacciones de Jaime-. ¿No es asombroso cómo logran hacerle creer que se ha reencarnado? Tienen un sofisticado sistema de implantación de vivencias inventadas. ¡Qué bonito artilugio de control sobre los demás! Y lo usaron con usted, ¿no es cierto, Berenguer?
Jaime no contestó, sentía la sangre subiéndole a la cabeza. ¿Le habrían engañado en todo como sugería ese hombre?
Al cabo de unos momentos de silencio, viendo que Jaime no hablaba, Beck continuó:
– Lo están usando para sus fines y luego intentarán engañar a muchos más. Pero la justicia los detendrá. Nosotros los detendremos. Necesito su colaboración.
– ¿Qué quiere de mí?
– Quiero que me dé las llaves, las claves secretas y la ubicación de la entrada escondida del lugar que llaman Montsegur. El FBI precisa de su ayuda para encontrar pruebas que demuestren que los cátaros son una secta peligrosa; que actúan ilegalmente y que le engañaron a usted y a muchos más.
– ¿Que le dé las claves secretas? -Jaime estaba asombrado por lo mucho que el FBI sabía sobre los cátaros-. ¿Quién le ha dicho que yo conozco tal lugar? Y si existe, ¿por qué no le pide a un juez una orden de registro?
– Sabemos que usted ha estado allí. Y usted sabe que ha sido utilizado por los cátaros para que les ayudara a lograr sus propósitos. -El tono del hombre era amistoso-. Ayúdenos. Se trata de una operación encubierta; no podemos ir aún a un juez. Necesitamos pruebas y las obtendremos en Montsegur. Usted no debe ninguna fidelidad a esa gente. Le han engañado. Esa Karen es la amante de un tal Kevin Kepler; a usted lo ha seducido para utilizarlo y luego lo abandonará. Ayúdenos a probar que usan métodos ilegales y los meteremos en la cárcel.
Jaime sintió que su triunfo del día anterior se desvanecía de repente; Beck había hecho al fin diana y lo hería en sus dudas más profundas. Sentía un sufrimiento hondo e insoportable. ¿Lo utilizaba Karen?
Un odio rencoroso hacia aquel individuo, que destrozaba sus ilusiones, creció en él. No podía ser; él no renunciaría a su felicidad tan fácilmente. Intentó pensar. No todo encajaba aún en la historia.
– ¿Cómo sabe eso, Beck? ¿De dónde ha sacado la información?
– No importa ahora. En el FBI tenemos muchas fuentes. Ya le he dicho que soy especialista en el estudio de sectas y llevo tiempo detrás de los cátaros. Es muy probable que fueran ellos los de la bomba contra Kurth. Déme lo que le pido, Jaime. Karen se está acostando con Kevin a sus espaldas. Le hará bien saber toda la verdad y ver que los que se han burlado de usted, utilizándolo como a un muñeco, se llevan su merecido.
– No sé de qué me habla, Beck. -Jaime sentía la punzada en el estómago convertirse en dolor-. Vaya usted al juez y que le dé una orden de registro. Lo que usted propone es ilegal.
– No es ilegal si usted nos acompaña. Ayúdeme y se alegrará de hacerlo.