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Más atrás estaban los escuderos, los capitanes y sargentos de las tropas de a pie, también arqueros, ballesteros, honderos, tropas de espada corta y lanceros. Provenían tanto de las mesnadas reales y condales como de tropas voluntarias reclutadas en Tolosa, Foix y Cominges. Había también muchos mercenarios, que se contrataban por cierto tiempo por una paga estipulada y que a veces luchaban en la campaña siguiente a favor del enemigo de la temporada anterior. Eran los primeros en huir cuando el signo de la batalla se tornaba desfavorable para su bando.

Las luces del alba habían empezado a iluminar el cielo unos momentos antes, y el ejército asistía a la misa católica de antes del combate. Ya no llovía, y cuando el sacerdote empezó el Evangelio de entre las nubes se escapaba un rojizo rayo de sol. Los hombres mantenían un completo silencio, sólo roto por el sordo ruido de hierros, y miraban el amanecer sabiendo que sería el último para muchos.

Como venidos de otro mundo, los trinos de los pájaros daban el contrapunto a la oración que en latín y en voz potente el sacerdote recitaba.

Un beso, un abrazo y un «te quiero» fue su despedida para Corba, que encomendándole a su Dios bueno se había quedado rezando en la tienda.

Pedro pasó gran parte de la noche velando sus armas en oración, pero al fin le venció el cansancio y había dormido una hora, quizá menos, cuando Corba y su escudero le despertaron.

Ahora se sentía cansado, muy cansado, y seguía rezando. Luego de la noche de oración, esperaba encontrar la paz interior que durante tantos meses Dios le había negado, e ir a la batalla y hacia su destino con el espíritu tranquilo. Pero no era así.

Mi Señor Dios y Jesucristo vuestro hijo, empezaba de nuevo a rezar en su interior. De repente sintió que las palabras del oficiante sonaban lejos, que su casco era pesadísimo y que se desplomaba. ¡Caía al suelo! Apretó con toda la fuerza de su mano derecha la espada, que se hundió más en la tierra y buscó apoyo con la izquierda.

Notaba cómo el conde de Foix le sujetaba por el brazo y el de Cominges la espalda. Respiró con fuerza y la sangre pareció agolparse en su cabeza. Había estado a punto de desmayarse allí, delante de su ejército. El cansancio de los días de largas galopadas, el desesperado amor con Corba y el resto de la noche velando sus armas a Dios. Quizá había sobrestimado sus fuerzas. Al poco, la presión de la sangre en las sienes cedió, recuperándose. El sacerdote había detenido su rezo y la tropa soltaba un murmullo.

– Continuad -ordenó el rey Pedro con su poderosa voz habitual. Luego se sacudió de los brazos a los condes-. Gracias, señores -les dijo en voz baja.

Percibió que el conde de Tolosa, a su derecha, no había hecho movimiento alguno de ayuda sino que, al contrario, se había apartado de él con rechazo.

La ceremonia estaba llegando a su fin. El sacerdote empezó a rezar el Pater noster, formándose un murmullo que se convirtió en un grito descompasado de súplica conforme se incorporaban en distintos momentos los hombres al rezo. Unos en latín, muchos en su lengua materna y un buen grupo dándole al rezo pocas pero significativas variaciones. Un inquisidor reconocería de inmediato las variaciones como las del padrenuestro de los herejes. El padre nuestro cátaro.

Con el clamor, el ruido de galope de un caballo pasó inadvertido. Dándole las riendas del corcel a uno de los escuderos, un jinete se adelantó hacia Pedro e, hincando una rodilla en el suelo, dio la noticia:

– Mi señor don Pedro, los franceses acaban de salir de Muret y avanzan hacia nosotros.

– ¿Con qué tropas?

– La caballería, mi señor. Han formado dos grupos de caballeros y saliendo por la puerta este están bordeando el río Garona por detrás de las murallas. Les siguen algunos infantes con lanzas. Van a cruzar el puente sobre el río Loja para atacar a los tolosanos que con sus máquinas de guerra sitian Muret.

– ¿Cuántos son?

– Unos mil caballeros, mi señor, más unos pocos infantes con lanzas.

– Bien, saldremos a su encuentro, también sólo con nuestros caballeros. -Decidió que no quería tener ventaja en el juicio de Dios y que habría paridad en el campo de batalla.

– Don Pedro. -El conde de Tolosa alzó su voz-. Debemos hacernos fuertes en el campamento y esperar allí su ataque como os dije; salir a su encuentro es una locura.

– Tonterías -contestó Pedro-. Lucharemos en igualdad de condiciones y en campo abierto.

– No sería en igualdad de condiciones, don Pedro. Sus caballeros casi nos igualan en número, pero los nuestros están más cansados por la marcha de ayer. Creedme, señor, ellos son veteranos de años de batallas, muy duchos en las cargas y disciplinados. Los conozco bien, son la mejor caballería del mundo. Además, sus tropas han luchado juntas muchas veces, aquí, en Occitania, y las nuestras se juntaron ayer, son de distintas procedencias y hablan lenguas distintas. Lo más probable es que se comporten en desorden en un campo de batalla abierto.

– No, mis caballeros son más valientes y mucho mejores que ellos. ¡Somos mejores que los cruzados! ¡Vamos a destrozarlos!

– ¡A por ellos! -gritó el conde de Foix, y los caballeros y la tropa de atrás levantaron las espadas con gran griterío.

– Esperad un momento, señor -insistió Ramón VI cogiendo a Pedro por el brazo-. Escuchadme, organicemos la defensa aquí. Estamos en terreno elevado y ellos tendrán que cargar cuesta arriba. Una primera línea de arqueros, ballestas y honderos con bolas de plomo; luego los lanceros a pie, y atrás la tropa a espada y otra línea de arqueros y honderos. La línea adelantada dispara y tendrá tiempo de correr tras los lanceros y prepararse. Cuando ellos carguen contra las lanzas, la segunda de arqueros dispara. Luego los primeros arqueros, colocados atrás, disparan de nuevo y, mientras, con las máquinas de guerra, los machacamos con grandes piedras.

»Un grupo de caballeros en retaguardia con mi hijo al frente acabará con los enemigos que consigan romper las líneas. Y el grueso de la caballería en tres columnas: el conde de Cominges y yo cargamos por la derecha; el conde de Foix con los suyos y algunos caballeros vuestros por la izquierda. Nosotros los cercaremos, y entonces vos y los vuestros, que estaréis en la retaguardia, atacáis y los destrozaremos aquí mismo. Los que escapen y se refugien en Muret se rendirán junto con la ciudad sitiada.

– No, conde Ramón. El rey de Aragón no se quedará en la retaguardia. ¡Luchará el primero!

– ¿Vos en primera fila? Pero, Pedro, ¿estáis loco? -clamó Ramón-. No sois joven, tenéis ya casi cuarenta años. Y si vos caéis, la moral de los caballeros se hundirá, las tropas de a pie huirán, seremos derrotados y los supervivientes perseguidos y asesinados. Aragón perderá Occitania, y los franceses se la quedaran para siempre.

– Será lo que Dios quiera. Y Dios estará con nosotros.

– Dios estará con el más inteligente, el que mantenga la cabeza más fría y use la mejor táctica. Pedro, no metáis a Dios en vuestra equivocaciones -dijo Ramón alterado.

– ¿Cómo os atrevéis Ramón? -dijo Pedro sintiendo las mejillas rojas de indignación-. ¿A qué llamáis táctica y cabeza fría? ¿A huir? ¿Inteligencia? ¿A esconderos y que otro luche por vos? Me dan tentaciones de cortaros el pescuezo aquí mismo.

– Calmaos señor, pero ¿qué queréis? ¿Suicidaros? ¿Llevarnos a la muerte? -insistió Ramón-. Forzasteis una marcha infernal para la tropa anteayer, y los vuestros no descansaron. Os negasteis a fortificar este campamento como os pedí, no quisisteis formalizar el sitio de Muret y dejamos que las tropas de Montfort entraran ayer en la ciudad. Los obispos cruzados vinieron a parlamentar, a proponeros tregua y quizá a rendir la ciudad, y los echasteis sin miramientos, sin hablar con ellos.

»No queréis esperar a vuestras tropas de Provenza, las de Bearn y a los demás nobles catalanes y aragoneses que las acompañan con sus mesnadas. ¿Y ahora queréis luchar vos personalmente en primera línea contra la caballería de los cruzados? ¡Es un suicidio, Pedro!

– Dejaos de tonterías, Ramón. Es momento de luchar, no de hablar o pelearnos. Venid conmigo y luchad a mi derecha. Como el marido de mi hermana que sois. Como caballero valiente y de honor. Vamos a liberar Occitania de esos franceses. Vamos a terminar con las hogueras que queman a buenas gentes sólo porque piensan distinto o critican al Papa. Daremos libertad a los cristianos para comerciar como lo hacen los judíos. Las mujeres no serán violadas, y los niños tendrán comida. Tu pueblo será más libre, próspero y feliz.

– O causaréis todo lo contrario con vuestra temeridad -repuso Ramón-. No me puedo unir a esta insensatez. Conozco bien al enemigo desde hace muchos años. Es audaz, disciplinado, hábil y cruel. Muy cruel. Queréis suicidaros. Y si vos morís aquí, atraeréis todos los males a mis tierras y a mis vasallos.

– Vuestras tierras y vasallos ya tienen el peor mal que pueden tener -intervino, rugiendo cual león, Miguel de Luisián, que hasta el momento había escuchado en silencio-. ¡Tienen un conde cobarde!

– ¿Cómo os atrevéis? -dijo Ramón, haciendo gesto de llevar su mano a la empuñadura de la espada.

Miguel, que parecía esperarlo, fue más rápido y en un segundo sacó con su mano izquierda la daga del cinto y se la puso a Ramón en la garganta. Hug de Mataplana repitió la acción con el hijo del conde. Ambos estaban inmovilizados, y los caballeros del rey vigilaban a los del conde.

– ¡Soltadlo Miguel! -ordenó Pedro, que también había llevado, instintivamente, su mano a la espada-. Vos también, Hug ¡De inmediato! Fuimos enemigos en el pasado pero ahora estamos en el mismo bando.

Hug y Miguel guardaron sus dagas de mala gana.

– Id a esconderos a vuestra tienda y lamentaros como una vieja sin dientes, si tenéis miedo -espetó Miguel a Ramón casi escupiendo en su cara-. Si por el contrario sois valiente, en el campo de batalla os espero y allí rectificaré mis palabras y os he de devolver vuestro honor.

– ¿Qué tenéis que decir a eso, don Pedro? -le interrogó Ramón con semblante pálido-. Os pido que hagáis que Miguel de Luisián retire sus palabras y se disculpe ahora.

– En tiempo de batalla el rey cede su estandarte y su palabra al alférez del reino. No desautorizaré a Miguel. Venid conmigo y él retirará sus palabras.

– Loco -masculló Ramón-. Si así lo queréis, haceos matar, junto a esos bravucones aragoneses. Vamos hijo. -El conde de Tolosa y su hijo abandonaron el grupo y se dirigieron a sus tiendas. Los caballeros de Tolosa les siguieron.

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