¿Por qué no escuchar el consejo de Ramón, mejor conocedor de los cruzados? ¿Por qué no esperar los refuerzos? ¿Por qué no fortificarse?
Pedro conocía bien la respuesta. Había llegado a marchas forzadas de días enteros de camino hasta esta húmeda llanura en busca de su destino. Y se enfrentaría a él con la gallardía de un rey, en el campo de batalla, al frente de sus tropas y con sus armas de caballero.
Su destino, opaco y misterioso, le esperaba en la oscuridad de la noche lluviosa, en algún lugar entre su tienda de combate y las murallas de Muret. Cumpliría su pacto con Dios.
No podía seguir con su duda; debía saber, y con urgencia, si Dios censuraba su apoyo a los cátaros y su desobediencia al Papa o si estaba con él, el rey de Aragón.
Hoy y aquí, Dios juzgaría al rey Pedro.
Jaime despertó sobresaltado de su ensueño. Lo recordaba todo, tal y como si hubiera ocurrido sólo un momento antes. El pasado y el presente volvían a cruzarse. Y sentía el peligro. Un peligro sólido y palpable más allá del pasado.
Jaime olía el peligro del futuro. De un futuro muy, muy cercano.