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Jaime rió y dijo:

– Hug, habéis luchado con bravura por mi causa, pero bien que os lo cobráis con ese tipo de privilegios pero, ya que os voy a necesitar pronto para nuevas batallas, a vos y a vuestro caballo, y ambos en buena salud, os lo concedo; pero sólo por el bien de vuestro caballo.

Los tres estallaron en una carcajada y empezaron a tomar el té mientras Hug hacía sentar a la bailarina de ojos azules a su lado. La otra muchacha se sentó junto a Jaime.

– Señor -continuó Hug después de unos instantes de silencio-, os habéis distinguido como príncipe tolerante y compasivo con vuestros súbditos y con los refugiados de otros lugares. Permitisteis a sarracenos y judíos permanecer en las nuevas tierras conquistadas manteniendo su religión. Al Papa no le gusta eso, como tampoco le gustó que no actuarais con fiereza y crueldad contra los cátaros en Occitania. Yo no veo delito en que cada uno vea a Dios como Dios le da a entender, y sospecho que vos tampoco veis delito en ello. ¿Quién es el Papa para privar al hombre de tal libertad?

»¿Os acordáis de la polémica teológica que presidisteis en Carcasona en 1204? El obispo cátaro de Carcassès, Bernard de Simorre, demostró con todo tipo de pruebas y textos del Antiguo y Nuevo Testamento que la Iglesia católica ha acomodado a su conveniencia la palabra de Dios.

»Lo único que el Papa pretende es eliminar a su competencia cátara para mantener el poder terrenal que ostenta sobre gentes y riquezas. Fomenta los ataques contra vos porque os tiene miedo. Pactad con él, pero sólo para ganar tiempo, porque va a continuar apoyando a Simón de Montfort y a los que os despojan.

»Lleguemos a Barcelona y luego a Huesca; crucemos los Pirineos por Andorra y Foix, y ataquemos a los cruzados. Mientras, vuestro tío Sancho, con las tropas del norte de Cataluña y Provenza, entrará por el este, y vuestro cuñado Ramón, desde Tolosa, hará el resto. Una vez que derrotéis a los cruzados, el Papa negociará con mayor generosidad, ya que vuestros dominios llegan hasta Niza, que no está tan lejos de Roma. Si hace falta se le podría presionar hasta con las armas.

– Estáis loco, Hug -terció Miguel-. El demonio de la lujuria os tiene comido el seso. Lo que le aconsejáis a don Pedro nos llevaría a la ruina a todos. El Papa es el único representante de la única religión válida, pues es línea directa del apóstol Pedro, a quien Nuestro Señor Jesucristo confió su Iglesia, y los enviados del Papa lo demostraron en la polémica de Carcasona. Además así lo reconocen todos los grandes príncipes cristianos.

»En nuestro siglo la religión es política, y un príncipe debe apoyar su autoridad en la gracia que Dios le ha concedido y tener el apoyo de los eclesiásticos que, predicando en las iglesias, comunican las ideas al pueblo. -Ahora Miguel se dirigía a Jaime-. Vos apoyáis a la Iglesia católica, y el Papa y la Iglesia reciben bienes y poder. La Iglesia os ofrece el mejor apoyo publicitario posible, el perdón de los pecados y el cielo cuando muráis. Es un buen trato.»Fue una gran idea presentar vuestro vasallaje al Papa y que se os llame El Católico. Es una imagen necesaria para un rey que tiene en sus dominios a vasallos de cuatro religiones y cuyo catolicismo puede ser cuestionado en cualquier momento. Esa diversidad religiosa es un peligro, necesitáis vuestros estados unidos políticamente, y no lo conseguiréis si tenéis grupos de distintas religiones.

»¿Creéis que sarracenos, judíos y cátaros os juran sinceramente lealtad? ¿Por qué Dios juran?

– ¿Y qué más da el Dios? -intervino Hug-. Lo importante es que crean lo que juren. Actuemos según nuestra conciencia; no podemos consentir que se masacre a nuestros hermanos occitanos, hablamos casi la misma lengua, cantamos las mismas canciones, pensamos las mismas ideas. Señor don Pedro, no sólo les despojan a ellos. Os despojan a vos, os roban lo que es vuestro y asesinan a los que defienden vuestros derechos. Tomemos las armas y destrocemos a esos malditos asesinos que se hacen llamar cruzados. Jaime se debatía entre ambas alternativas, que él mismo había repasado mil veces. Su impulso y su corazón iban con Hug, pero Miguel de Luisián -que ostentaba el título de alférez real no sólo por su valor en el combate, sino por su buen criterio político- articulaba lo que su razón decía. Ninguna alternativa era buena.

Pero había mucho más. Detrás de la decisión estaba su propio debate religioso interno.

Dios y la verdad. ¿Cuál era el camino correcto? ¿Qué era lo que el buen Dios quería que él hiciera? ¿Con qué finalidad le había dado Dios a él la gracia de ser rey? ¡Qué tortura la incertidumbre!

La bailarina cercana a Jaime le besó la mano derecha, luego la mejilla y finalmente se acurrucó contra él. Era una bella mujer de pelo negro y ojos almendrados, que olía a jazmín. Habían pasado las noches anteriores juntos, era una dulce amante, y él agradeció el contacto cálido, que relajaba un poco su angustia.

– Olvidaros de Occitania, señor -continuó Miguel-. Si el Papa no quiere que sea vuestra, dejadla a los franceses. Tenéis muchas glorias que obtener haciendo cristianas y vuestras las tierras de Hispania. Echemos de las islas Baleares y de Valencia a los sarracenos y hagamos el comercio marítimo de nuestra parte del Mediterráneo seguro.

»Podemos negociar con el Papa para que, a cambio de no participar en contra de la Cruzada, favorezca nuestros intereses marítimos frente a los de Génova.

– No podemos abandonar Occitania -dijo Hug-. ¡El derecho de nuestro rey es ultrajado, y sus vasallos, torturados y asesinados!

– Bien -continuó Miguel-, si queréis conservar Occitania, llevemos nuestro ejército a Tolosa. El conde Ramón VI creerá que vais en su ayuda y seremos bien recibidos. Tomemos el control de la ciudad y entreguemos al conde, a su hijo y a unos cuantos cientos de cátaros a los frailes del Císter. Que los quemen o hagan lo que quieran con ellos.

»Seremos cruzados en igualdad de derechos con los franceses y les obligaremos por pacto o por las armas a que devuelvan Carcasona, Béziers y las demás ciudades. Estableceréis la unidad religiosa en el norte de vuestros estados y obtendréis el favor del Papa.

– ¡Pero qué infamia, Miguel! -Hug se indignó-. ¿Dónde está vuestro honor de caballero? ¿Cómo podemos acudir en ayuda de los occitanos y luego traicionarles? ¡Pero si el propio Ramón VI está casado con la hermana de nuestro rey!

– ¿Qué os ocurre, Hug? -repuso rápido Miguel-. ¿Es que os habéis creído las canciones caballerescas que escribís en serio? El ideal caballeresco es para estúpidos que mueren en el primer envite de la batalla, y no para príncipes que gobiernan grandes estados.

– Dejad por esta noche vuestras canciones, que hoy ya no las necesitáis. Ya tenéis quien os caliente la cama.

– ¡Ya basta, señores! -interrumpió Jaime. Sabía que ahora la discusión se tornaría violenta-. Gracias, Miguel, y gracias, Hug, por vuestra opinión y consejos; dejad que los medite. Buenas noches, señores.

Miguel se levantó y Hug dijo a Jaime:

– Solicito un momento en privado, señor.

– Concedido, Hug.

Miguel se inclinó y tras despedirse con un «buenas noches», salió de la tienda.

– Huggonet trae un mensaje personal para vos de Tolosa -le dijo Hug-. ¿Lo queréis oír?

El corazón le dio un vuelco a Jaime al adivinar quién enviaba la misiva. Disimuló su emoción respondiendo escueto:

– Sí.

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– Era una decisión difícil, y yo me debatía entre dos opciones. -Jaime se expresaba lentamente, hablando consigo mismo. Movía las manos como si cada una de ellas representara la opción opuesta-. Ambas alternativas eran malas, pero debía tomar una. Sentía angustia. Mucha. El tiempo se acababa. Debía decidirme pronto.

Sentado frente a una mesa de hierro forjado pintada de blanco, Jaime dejó que su mirada recorriera su entorno. El día era hermoso, brillante. El sol empujaba a las sombras de los árboles sobre el césped del jardín y a través de los caminos de arena. En la mesa había tres vasos con refrescos; Karen y Kevin le escuchaban con atención.

– Déjame que te ayude. -Kevin interrumpió el silencio pensativo en el que se había encerrado Jaime-. Debías decidir entre la opción representada por el Papa y sus cruzados, apoyados por París; ésta era la opción de las fuerzas integristas e intolerantes.

»La otra alternativa era la de una revolución pacífica que se extendía por el sur de lo que hoy es Francia y el norte de España e Italia. Era la cultura de la tolerancia, la música, la poesía, los trovadores y los juglares. Desarrolló su propio estilo de amor; el amor cortés entre caballeros y sus damas. Incluso se formaban tribunales en los que, con el consentimiento y gentil participación de los acusados, se juzgaban los pecados amorosos. El propio Ricardo Corazón de León y el rey Alfonso, el padre del rey Pedro II se sometieron a juicio ante el tribunal de la apasionante y seductora noble occitana Adelaida de Tolosa.

»Con su oposición a la Iglesia católica, los cátaros eran un elemento clave de esa revolución.

»Los cátaros iban muy por delante de su tiempo en algunos asuntos; por ejemplo, para ellos hombre y mujer eran iguales ante Dios y ante los hombres. Las mujeres podían alcanzar el mismo rango en la Iglesia cátara que los hombres y existían Buenas Mujeres o Perfectas, como las llamaba la Inquisición; eso era revolucionario hace ochocientos años y aún lo es hoy para la mayor parte de las religiones de nuestro tiempo.

»Era toda una civilización nueva, que crecía con fuerza, pero que amenazaba con destruir la sociedad feudal y católica de aquel tiempo. Y ésta, más dura y más fanática, declaró la guerra a la cultura naciente.

»Es la eterna lucha entre la democracia y el absolutismo, entre la tolerancia y la intolerancia religiosa. Ocurrió entonces y ocurre ahora. La lucha entre el bien y el mal.

– Sí. Ésas eran las opciones -dijo Jaime, sorprendido por toda la información adicional que Kevin le proporcionaba-. Se nota que lo has estudiado bien.

– He leído sobre la época, pero sé más por lo vivido que por lo estudiado.

– ¿Viviste también entonces? ¿Te conocí?

– Nos conocimos brevemente y quizá algún día me reconozcas, pero aún no es el tiempo.

– ¿Y tú, Jaime, has identificado a alguien que conozcas en tu vida actual? -preguntó Karen.

– He reconocido a un amigo de la infancia. Más que por su apariencia física, siento una certeza interior. Es la forma en que se mueve, el estilo de hablar, de pensar, de actuar. Es él, estoy seguro.

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