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»Es un muchacho estupendo -continuó sin esperar mi respuesta-. Y por si aún tienes dudas, él es hetero . En fin -suspiró resignada-, nadie es perfecto -volvía a sonreír.

»Enric y yo nos contábamos muchas de nuestras cosas y él hizo que la orden templaria que fundaron su abuelo y tu bisabuelo, que también fueron masones, cambiara de estatutos para que yo pudiera ser admitida. Pero cuando apareció Arnau con la historia de las tablas y el tesoro, se complicó todo. Enric era un romántico y resucitar la tradición templaria, una de sus pasiones. Imagínate cuando supo lo del tesoro. Pasó a ser su obsesión. Y entonces fue cuando se inició la disputa con los Boix. También hizo admitir como caballero en nuestra orden templaria a su amigo Manuel, su pareja entonces, al cual amaba locamente. Se habían unido por el juramento templario, el de los griegos tebanos de Epaminondas -me miraba como para adivinar si yo sabía sobre eso y al hacerle yo un signo de comprensión continuó su relato.

– Cuando le asesinaron se desesperó. Le recuerdo llorando desconsolado, aquí mismo, en el sillón en que tú te sientas. Supe que algo trágico iba a suceder y le pedí tranquilidad. Me sorprendió cuando días después me dijo que había matado a cuatro hombres y que Manuel estaba vengado. Tu padrino no era un pistolero. Debió de tener suerte -no le dije nada, pero pensé que nadie mejor que yo conocía esa parte.

»Pero la policía empezó a estrechar el cerco a su alrededor. Mucha gente sabía que estaba enemistado con sus competidores y antiguos cofrades templarios, los Boix. También era conocida su relación con Manuel y la muerte violenta de éste.

»Hubo un tiempo en que dejé de tener noticias suyas y la policía estuvo llamando e incluso vinieron aquí en su busca para interrogarle. No tenían orden de arresto, pero era obvio que sospechaban de él. Nunca me contó lo que hizo esos días, pero creo que buscó el tesoro sin éxito. Una noche vino a casa; estuvo cenando con nosotros, habló un rato con Oriol y, cuando éste se acostó, subimos aquí a tomar un coñac. Quiso que le echara las cartas. Yo accedí, era algo que en aquella época hacía por divertimiento. Pero esa noche, justo en los primeros naipes se dibujó una combinación de muerte. Allí estaba el esqueleto con su guadaña mirándole a él. El mensaje estaba muy claro, pero yo dije que los signos eran contradictorios. Él me miró sin añadir nada. Barajé, hice que él barajara y cortó. Me estremecí cuando de inmediato sucedió algo parecido. La calavera le sonreía. Yo estaba angustiada, deshice el juego y a la tercera vez rezaba para que saliera cualquier otra cosa. La misma combinación. ¡Qué obstinadas son las cartas cuando se empeñan en contarte algo! No soy persona que llore pero recogí aquella maldita baraja con lágrimas en los ojos. No sabía qué decir y nos quedamos en silencio. Enric tomó un trago de coñac, me sonrió y dijo que no me preocupara, que mis cartas tenían razón y que muy pronto él iba a morir. Parecía muy tranquilo. Me dijo que hacía un tiempo le habían diagnosticado sida y que empezaba a sentir síntomas de decadencia. En aquellos años no había remedio para la enfermedad y la ciencia no podía ni siquiera ofrecer calidad de vida. Dijo que la policía le seguía los pasos y también lo hacía la mafia de contrabando de arte a la que pertenecían los Boix, que incluso le amenazaban con secuestrar o herir a Oriol. Me aseguró que él no moriría en la cárcel ni pensaba vivir durmiendo por la noche con un revólver bajo la almohada. Y que si no tenían a quien chantajear Oriol no correría ya peligro. Imagino que fue entonces cuando planeó y puso en marcha ese último juego del tesoro para vosotros -quedó en silencio, pensativa, y mirándome a los ojos dijo:

– Enric era una persona de opiniones y actitudes muy firmes. Vivió y murió según sus propias reglas y su propio estilo. Creo que quedó en paz consigo mismo.

Alicia calló y contemplando con nostalgia la ciudad, bebió de su coñac. Yo hice lo mismo y al paladear su sabor pensé en lo ocurrido momentos antes.

– Alicia.

– ¿Qué?

– ¿Es mi habitación la que usaba Enric cuando dormía aquí? -Sí.

– ¿Fuiste tú quien dejó esos vinilos en mi mesilla de noche? -Sí, lo hice.

– Buscabas que me ocurriera eso -no creo que mi voz reflejara enfado ni otra cosa más que curiosidad.

Ella no dijo nada y sorbiendo su coñac volvió a contemplar la ciudad. Al rato puso su mirada de ojos rasgados, de ese azul que sólo ella y Oriol poseen, en los míos y preguntó:

– Murió en paz. ¿Verdad? -había una súplica en el tono.

– Sí -mentí, después de una pausa pensativa.

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