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Nos convertimos, a la fuerza, en invitados de Artur hasta que sus hombres regresaron del interior de la cueva después de registrarla piedra a piedra. Eso llevó hasta media mañana del día siguiente.

No fue un tiempo desaprovechado. Oriol ahora sí estaba dispuesto a negociar, y se mostró muy persuasivo frente a un desanimado Artur. Dijo reconocer que había una deuda impagable entre las familias Boix y Bonaplata, pero que esa deuda se debía dejar a los muertos. A ellos les tocaba responder ante Dios. Quienes sí podían saldar cuentas materiales eran los vivos, y él, Oriol Bonaplata, reconocía que su padre había robado las dos tablas laterales del tríptico. Estaba dispuesto a comprarlas, como recuerdo, por un valor que incluyera la deuda que su primo tenía con el anticuario. La tabla central había sido propiedad siempre de Enric, ahora era mía y sobre ese punto no iba a aceptar polémica alguna. A mí no se me escapaba que en la cifra que discutían había un sobreprecio importante para que Artur renunciara a cualquier venganza. Fue una negociación dura que no se concluyó hasta la mañana siguiente. Me impresionó, una vez plasmaron el acuerdo en un documento privado, la poca importancia que Oriol parecía dar al dinero y la generosidad que demostró con su primo.

Durante el viaje de regreso, no sabía qué hacer y cómo actuar con Oriol; ambos nos comportamos como si nada hubiera ocurrido dentro de esa gruta. Hasta llegué a dudar por un momento si aquello fue sueño o realidad, y sólo el dolor en mi espalda y los moratones que las piedras le infligieron eran testigos de que lo que allí pasó.

Comenté de forma casual que al llegar a Barcelona tendría que empezar a empacar maletas para mi regreso a Nueva York. Y observé la reacción de Oriol. Él no dijo nada, parecía distraído, como si tuviera cosas más importantes en que pensar. Yo esperaba de él al menos una sugerencia amable, una invitación a que me quedara algunos días más. No lo hizo y eso hirió mi vanidad. O algo más. Llegué a la conclusión de que lo sucedido entre nosotros le tenía sin cuidado, más aún, que él deseaba olvidar el incidente.

En cuanto a Luis, Oriol no quiso escuchar excusas. Dijo que estaban en paz. Ahora la tabla de Sant Jordi también era suya y no importaba si el precio había sido alto o altísimo; para eso estaba la otra herencia que le dejó su padre. Y le dio un abrazo.

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