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– ¿Qué tal la búsqueda del tesoro en Tabarca? -esa pregunta inesperada me alarmó. Mi galán tenía interés pecuniario.

– ¿Cómo sabes que estuve en Tabarca?

– Lo sé -sonreía-. Velo por mis negocios. Parte de ese tesoro me pertenece.

– ¿Nos has estado vigilando?

Artur se encogió de hombros y me envió una de sus fascinantes sonrisas. Como un niño al que le descubren una pillería de poca monta.

– Entonces ya sabrás que no encontramos ni una miserable pista -mentí.

– Eso parece. Pero me decepciona, yo tenía puestas mis esperanzas en ti.

– ¿En mí?

– Sí, claro. Somos socios -volvió a tomar mi mano-. Y podemos ser más, si tú quieres. A mí me corresponden dos tercios del tesoro, como heredero legítimo de las dos tablas que Enric le robó a mi familia. El otro tercio es vuestro, pero ese terco de Oriol jamás ha querido negociar conmigo. Es igual que su padre.

Le observé por si afirmaba eso con mala intención, pero ni en su tono ni en su gesto percibí ironía.

– Lleguemos tú y yo a un acuerdo -dijo-. Estoy dispuesto a cederte parte de lo mío si hacemos equipo. También les daría algo a los otros dos con tal de tener paz.

– Eso está muy bien -repuse-. Pero no hay nada para negociar. No hay tesoro -tomé la decisión de mentirle, Artur me gustaba, pero no quería traicionar a Oriol. Quizá el anticuario tuviera razón, quizá debiéramos llegar a un acuerdo. Tendríamos que hablar de eso.

– ¿Y ahora qué vas a hacer? -me preguntó.

– Aprovecharé para visitar la Costa Brava unos días. Marcho mañana.

– ¿Sola?

– Sí.

– Te acompaño.

Volví a observarle. ¿Quería seducirme o sospechaba que ése no era mi verdadero destino?

– No, Artur. Ya te veré a mi regreso.

Al salir del restaurante me invitó a ir a su casa. Confieso que dudé unos segundos antes de negarme. Tenía dos buenas razones. Los otros dos hombres. Pero estaba hecha un lío.

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