»Y así fue transcurriendo el asedio con intentos infructuosos de negociación, con traiciones, menguando los víveres y creciendo día a día la presión real sobre nosotros. De nada sirvió recordar al monarca los servicios prestados a él y a sus ancestros, reconquistando sus reinos, y que nos mantuviéramos fieles a su padre cuando el papa excomulgó a éste enviando una cruzada en su contra. En octubre logramos que nuestros sitiadores aceptaran la salida, sin daños y con respeto, de los caballeros jóvenes y otros novicios que aún no habían hecho sus votos eclesiásticos. Pudieron regresar libremente con sus familias.
»Fray Saguardia desconfiaba del rey pero aún creía en el papa. Nuestra comunidad rezaba y rezaba para que el pontífice viera la luz de nuestra inocencia y nos devolviera su favor. Con el apoyo de Clemente V, aquel bravo templario, se veía capaz de vencer al propio rey de Aragón. Fray Sant Just y los demás comendadores pensaban que el mal venía del propio papa y querían que aceptáramos las condiciones negociadas con el monarca.
»Al fin, la opinión mayoritaria se impuso y, muy a pesar suyo, el lugarteniente Saguardia, después de más de un año de resistencia, tuvo que rendir Miravet y Ascó el 12 de diciembre. Por entonces aún resistían Monzón y Chalamera, que aguantaron unos meses más.
»En un principio nuestra prisión fue leve, yo estaba recluido junto a otros cuatro frailes: un caballero, un capellán y dos sargentos en la encomienda de Peñíscola que yo solicité como destino de reclusión para poder ver el mar. Na Santa Coloma ya no estaba allí, se la habían llevado a Barcelona.
»Dos meses después llegó mi turno para ser interrogado por la Inquisición. Tenían un cuestionario con preguntas tales como si yo había escupido a la cruz, si renegué de Cristo Nuestro Señor, si había besado a mis hermanos en la rabadilla y otros lugares pudendos, si había cometido actos impuros con otros frailes e indecencias parecidas.
»¿Qué os puedo contar? A pesar de que ya tenía noticias de tales preguntas no pude evitar indignarme. Yo que había visto morir a mis compañeros en abordajes a naves sarracenas, presenciado cómo los egipcios hundían los muros de Acre; que conocía a cientos de hermanos templarios muertos en defensa de la fe verdadera y que en mi cuerpo tenía las cicatrices que probaban mi sangre derramada por Nuestro Señor Jesucristo; yo tenía que responder a las preguntas inmundas de esos dominicos, esos clérigos que nunca habían visto su propia sangre sino cuando por accidente se herían con los instrumentos usados para atormentar a otros cristianos.
»Los frailes que resistimos al rey negociamos con éste el respeto a nuestras personas. Pues bien, ese monarca traidor faltó de nuevo a su palabra, no sólo estábamos más vigilados que los que se entregaron voluntariamente sino que el verano siguiente nos hizo encadenar a todos.
»¿Qué os diré? Si no se ha vivido, no se puede saber qué se siente meses y meses cargado de hierros sin poder moverte, con la piel rota por el metal y tus miembros hinchándose. Hay que sufrirlo. Los obispos se reunieron en Tarragona y pidieron al rey que nos liberara de los grillos, pero los inquisidores dominicos demandaron, al contrario, aún más rigor para con nosotros.
»Nos llevaron a Tarragona para un nuevo concilio donde los obispos solicitaron de nuevo al rey que relajara el rigor con que se nos trataba, pero al poco llegó una carta del papa pidiendo que se nos aplicara tormento.
»Se nos llevó a Lleida y fui sometido al potro una mañana de niebla intensa del mes de noviembre».
Esta vez no interrumpí la lectura de Luis. Desde la vez anterior estaba segura de que la vivencia de la tortura aparecería en el relato de Arnau. Me limité a cerrar los ojos, respirar hondo y, dominando mi azoramiento, escuchar con atención.
– «Sabíamos que había que resistir, y no ceder al dolor tal como algunos de nuestros hermanos franceses hicieron» -Luis continuaba con su relato sin darse cuenta de mi agobio.
«Fueron horas interminables donde los verdugos tomaban dos descansos en su jornada de forma que cada fraile recibía tres sesiones de tormento. Los inquisidores me preguntaron las mismas obscenidades de la primera vez, sólo que ahora también estaban allí los oficiales del rey que querían saber dónde habíamos escondido los tesoros que no encontraban. ¡Monarca mentiroso, ladrón y asesino! Ninguno de nosotros confesó haber faltado a la regla, renegado de Cristo Nuestro Señor, haber adorado al "Bracoforte" o fornicado con nuestros hermanos. Tampoco reconocimos haber escondido tesoro alguno. Antes hubiera muerto que permitir que ese rey indigno, ese papa cobarde y cruel y esos inquisidores despreciables se apoderaran de lo nuestro.
»Ninguno de los frailes catalán, aragonés o valenciano cedió en su suplicio y todos mantuvimos nuestra inocencia. Algunos murieron después de tales rigores, otros quedaron tullidos, y Jaime II, monarca hipócrita, para congraciarse con los que nos apoyaban, envió entonces médicos y medicinas. Farsante.
»Casi un año después nos reagruparon a todos en Barberá y el concilio de Tarragona nos declaró inocentes.
»Pero el Temple ya no existía, meses antes Clemente V había promulgado la bula Vox in excelso suprimiendo para siempre nuestra orden, que tantas glorias trajo a la cristiandad. Además prohibió, so pena de excomunión, que "nadie se hiciera pasar por templario". ¡Ni templarios podíamos llamarnos!
»El rey nos asignó una pensión según nuestro cargo, a mí, como sargento, me correspondían catorce dineros. Debíamos vivir en casas administradas por clérigos que no hubieran sido templarios y mantener nuestros votos de castidad, pobreza y obediencia. Podíamos renunciar al cuarto voto, el de luchar contra el infiel. De hecho no teníamos ya medios con qué hacerlo.
«Cinco años hacía desde que pisé las tablas de Na Santa Coloma por última vez y durante todo ese tiempo de terrible penitencia cerraba los ojos y veía las velas hinchadas de mi nave, con su cruz roja en el centro, iluminadas con el sol de la mañana, camino de Almería, Granada, Túnez o Tremacén para abordar o hundir sarracenos. Esa visión me asaltaba rezando maitines, comiendo, paseando, en cualquier momento. Al recuperar la libertad me rondó por la cabeza huir con algunos de los frailes, conseguir una galera y volver a luchar contra el infiel; soñaba con eso y pasaba el tiempo haciendo planes junto a otros hermanos. Alguno jamás antes se había embarcado. Pero todos deseábamos volver a ser útiles, recobrar nuestro decoro. Era la libertad. Pero al fin no hicimos nada. Eran quimeras de viejos. Había superado ya los cuarenta y cinco años y tenía el cuerpo mermado por la tortura y la prisión. Me sentía cobarde y la idea de rezar hasta terminar mis días se hacía cada vez más dulce. Un fraile me enseñó los rudimentos del arte de pintar y mi pensión me daba para madera, estuco, cola y pintura. Pensaba que así, mi humilde y desgarbada obra podía servir mejor al Señor, dibujando a sus santos para que el pueblo les pueda rezar.
»Mientras, nos llegaban las noticias de que el papa y el rey Jaime II peleaban, cual buitres, sobre los despojos de nuestro patrimonio. El rey había conseguido que en la bula Adprovidam Christi de aquel año, en la que el pontífice otorgaba los bienes de la orden a los frailes hospitalarios, se excluyera expresamente a los reinos hispanos. Y luego obtuvo del papa la creación de la orden de Montesa que le sería fiel a él y que heredaba las propiedades templarias en el reino de Valencia. Al fin aceptó la entrega del resto de bienes de Cataluña y Aragón a los frailes del Hospital pero quedándose él con todo lo que pudo con la excusa de los gastos que le habíamos ocasionado. Se apropió de dinero y joyas, hasta el punto de que en algunas iglesias no se podía celebrar culto por falta de objetos litúrgicos. También pasaron a su peculio las rentas de nuestras propiedades, que él administró durante los diez años de su disputa con el papa, amén de algunos castillos estratégicos. Y al fin, hizo que fueran los frailes de San Juan del Hospital los que pagaran nuestras pensiones hasta que nos muriésemos.
»No pudimos usar en público el nombre del Temple, pero ninguno de nosotros se avino a unirse a otra orden.
»Casi dos años después de nuestra liberación llegó la noticia de Francia. Ese rey miserable, Felipe llamado el Hermoso, había conducido, a toda prisa, a la hoguera al maestre del Temple, Jacques de Molay, y a dos de sus dignatarios. El viejo recobró al fin su decoro perdido, entre cárcel y torturas, y proclamó la pureza e integridad de la orden, acusando al rey y al papa. Murió entre llamas gritando su inocencia y la nuestra. Dicen que allí, en su suplicio, emplazó al rey francés y al pontífice ante el tribunal de Dios. Y ambos perecieron de forma extraña aquel mismo año.
»El rey Jaime vivió mucho más y fue a morir hace un año en el monasterio de Santes Creus, cerca de éste de Poblet. Cuentan que entregó su alma cuando llegaba la noche y se encendían los candiles. En su registro mortuorio dice Circa horam pulsacionis cimbali latronis . No entiendo bien latín, pero ésa es la hora de la penumbra. La que llaman hora del ladrón.
»Y así con la justicia final, la justicia de Dios, termina mi relato. Yo también espero comparecer ante Él dentro de poco y rezo por su piedad. También le suplico que permita que en el futuro la orden del Temple regrese de alguna forma a luchar por la luz, por el bien.
»¿Y qué os diré? Al final de mi camino, después de orgullos, soberbias, victorias y derrotas, sufrimientos y pasiones he descubierto que el secreto de lo que guardé se encuentra en Dios. Está escondido en la tierra que los santos pisaron y en la divinidad de la Virgen. Que Dios Nuestro Señor perdone mis pecados y se apiade de mi alma».