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– ¿Vienes? -dijo.

Nunca me había expuesto antes desnuda en público, y pocas veces en top less, pero no esperé una segunda invitación. Tiré la toalla a un lado, puse sin demasiado cuidado mi ropa encima de ella, y con dos anillos como únicas prendas corrí al mar de la mano de Oriol.

El agua, en contraste con la temperatura de la noche, estaba tibia y se podía andar metros y metros sin que, fuera de algún bache inesperado, cubriera. Todo el mundo se sumergió en cueros, chapoteando y riendo.

Terminado el baño, muchos se quedaban a dormir en la playa, aunque nosotros decidimos volver a Barcelona. Pero al vestirme no encontré mis zapatos. Estaba en su búsqueda cuando oí a mi espalda:

– Y tú, rubita, ¿qué has quemado en la hoguera?

Me volví comprobando que era esa Inés de las incrustaciones metálicas. Se estaba secando con una toalla y un simple vistazo confirmó mis sospechas del inicio de la noche. Llevaba pendientes en pezones, ombligo y seguro que mantenía otros más ocultos.

«Ésa la ha tomado conmigo», me dije decidiendo si contestarle o no. Estaba cansada de la noche y no de muy buen humor. Quise ser amable y respondí:

– Nada.

– Te equivocas -repuso sonriendo-. Has quemado unos zapatos de lujo.

– ¿Qué? -pensé que me estaba gastando una broma.

– Que la lección de esta noche es que se puede andar por el mundo sin unos zapatos de doscientos euros -la muy cabrona se mostraba triunfante-. Los eché al fuego cuando te metiste en el agua.

– Me estás tomando el pelo.

– No, rubita. Ya verás cómo descalza se anda mejor.

Estaba segura de que bromeaba. Pero me acerqué a la hoguera, que aún ardía en algún punto, y por el lado donde había dejado mi ropa, allí estaban mis zapatos, entre brasas, uno chamuscado y el otro hecho carbón, oliendo a cuerno quemado. Incluso viéndolo me costaba creerlo.

La tipa esa se reía, supongo que comentando su hazaña con los de su pandilla. Debo reconocer que ella estaba en lo cierto. Sin zapatos se puede andar. Y también correr. No recuerdo los detalles, sólo que mi cabreo me quitó cualquier limitación, convención social, cansancio, prudencia. Ella no se esperaba eso de la «rubita», estaba de espaldas hablando con sus colegas, aún por vestir, y del tirón que pegué a sus trenzas la tumbé en el suelo. Agarrándola bien del pelo y llamándola hija puta, la arrastré con todas mis fuerzas por la arena mientras la otra intentaba reaccionar. No sé qué hubiera ocurrido después si Oriol no me sujeta a mí y varios a ella. Me apetecía echarla al fuego, junto a mis zapatos, o al menos arrancarle de un tirón los pendientes de los pezones, pero pasado el primer arrebato dejé que Oriol me apartara de la trifulca. La metálica se había recuperado y gritaba improperios, mirándome con ganas locas de partirme la cara pero, afortunadamente, de momento, la tenían controlada.

Oriol pasó el viaje a Barcelona riendo. Yo palpaba con los dedos de mis pies la goma del suelo del coche haciendo balance de la situación. Troglodita. Me había comportado peor que los trogloditas.

– ¿Vas a poder andar por la vida sin zapatos de doscientos euros? -me increpó divertido.

Me uní a sus risas. La aventura valía mucho más. Carpe diem .

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