»Continuábamos encontrándonos en las reuniones familiares, a veces por suerte acudía él sólo con Oriol, otras con Alicia. A mí ese roce me dolía, pero lo soportaba, quizá porque no me resignaba a perder su amistad del todo, quizá porque a pesar de amar a Daddy, aún sentía algo por él. Pero no me habitué y con los años, aquello fue haciéndose insoportable. Yo aguantaba, pero surgió una razón mucho más poderosa para abandonar Barcelona y no volver jamás.
– ¿Cuál?
Se me quedó mirando a los ojos, en silencio, antes de responder:
– Tú.
– ¿Yo? -pregunté asombrada.
– Sí.
Callé. Esperé a que hablara. Sabía que había venido de Nueva York para hacerlo.
– Eran los primeros días de septiembre. Tú eras aún casi una niña, y yo, junto a la chica, recogía la casa de verano para regresar a Barcelona y la tarde era bochornosa. De repente una ráfaga de aire hizo batir los toldos de las ventanas y vi nubes plomizas que venían veloces del mar anunciando tormenta. Sabía que estabas en la playa y tomando un par de toallas y un paraguas fui a buscarte. Al llegar cerca de la orilla empezó a descargar un diluvio y vi cómo la muchacha que os vigilaba y tus amigos corrían al pueblo en busca de refugio. No te encontraba y al preguntar por ti no sabían dónde estabas. Me asusté, adentrándome en la playa. El chaparrón no me permitía ver bien pero continué buscando y al fin descubrí, escondida en un abrigo entre las rocas, a una pareja besándose. Os pude reconocer; erais Oriol y tú.
Hizo una pausa, yo debía de estar boquiabierta. No me podía creer que aquel recuerdo tan íntimo fuera compartido de alguna forma por mi madre. ¡De haberlo sabido entonces me hubiera muerto de miedo!
– Me quedé tan sorprendida que no supe reaccionar de otra forma que volviendo a toda prisa a casa. Llegué empapada. Sentía pánico, terror.
– ¿Pero por qué?
– Había observado cómo crecía Oriol. Los ojos son de su madre. ¡Dios mío, cómo la odio! Pero casi todo el resto es de su padre. ¡Aún me duele pensarlo!
Se detuvo y su mirada se perdió por el fondo del local. Una lágrima resbaló por su mejilla. Avergonzada escondió la cara entre sus manos.
Acaricié su brazo en un intento por consolarla. Y pensé que sí, que quizá hacía treinta años ella era como yo. Pero que yo no quería llegar a ser como ella era ahora.
– Oriol te recordaba tu fracaso -dije con suavidad.
No respondió por unos minutos y respeté su silencio.
– Sí. Pero ya estaba habituada a esa derrota -me miró de nuevo a los ojos-. Era tu fracaso lo que me aterrorizaba. ¿Crees que antes de que os viera en la playa no había notado que te gustaba?
– ¿Pero qué tenía de malo que nos gustáramos?
– He dicho que había notado que él te gustaba, no que os gustarais.
– ¿Qué insinúas?
– Oriol no era un chico de esos que corren dando patadas tras el balón y te dije que me recordaba mucho a su padre… -hizo una pausa y añadió con intención-: En eso.
– ¿En qué? -temía la respuesta.
– En su tendencia sexual.
– Ésa es una afirmación tuya totalmente gratuita -me defendí.
– No, no lo es -repuso con firmeza-. Es como su padre, como su madre. Son de la misma calaña. ¿No se lo notas? Es amable, te querrá como amiga, como hermana. Quizá si lo violas se dejará por no ofenderte. Pero al fin, se irá y cuando se vaya te quedarás con el corazón hecho pedazos en las manos. Es su naturaleza. Aunque quisiera, no podría hacer otra cosa.
– Te equivocas.
– No, no me equivoco. No me equivocaba. Vi con terror que se iba a repetir en ti lo que me había ocurrido a mí. Me di cuenta de que durante años, sin saberlo, había temido que eso sucediera. Al descubrir lo tuyo con Oriol empecé a presionar a tu padre para que solicitara el traslado a Nueva York. O a Latinoamérica. Quería ir lejos. Quería apartarte. Que no sufrieras como yo sufrí. Y por eso nos fuimos para no regresar nunca más.
– Pero tú no tenías derecho…
– Y las cartas -ella continuaba excitada-, y las cartas que tú le escribías. Y las que él escribía. Las hice desaparecer…
– ¡Qué! -casi salté en mi silla.
– Sí -me miraba desafiante-. Las hice desaparecer, una tras otra… hasta que dejaron de salir y dejaron de llegar.
– Pero ¡cómo te atreviste! -esta vez el asombro se unía a la indignación-. No tenías ningún derecho a intervenir en mi vida así.
– ¡Claro que tenía derecho! ¡Todo! Soy tu madre, había vivido aquello antes y era mi obligación protegerte… De la misma forma que tenía derecho a mudarme a América, a llevarte conmigo y que eso cambiara de forma radical tu vida y tu destino. Era mi responsabilidad evitar que sufrieras, lo es aún.
Entonces fue cuando volvió de nuevo a la carga; que me olvidara de Oriol, de esas historias fantásticas de tesoros y que regresara con ella. Ya bastaba de aventuras, Mike era mi futuro y mi tesoro, no podía estropear aquello por las sandeces de mi padrino. Y así habló y habló repitiéndose. No sé en qué momento dejé de escucharla simulando prestar atención.
Me vi otra vez en ella dentro de treinta años, tratando de evitar que mi hija cometiera mis mismos errores. Su relato me admiró. ¿Cómo pudo atreverse mi madre a forzar una relación sexual con Enric? Era la misma determinación con la que ahora pretendía rescatarme a mí de ese supuesto error. No podía perdonarle que me robara las cartas, estaba indignada, pero un repentino alborozo llenaba mi corazón. Era cierto, no le había creído cuando me lo dijo, pero era cierto. Oriol me estuvo escribiendo.
Y me pregunté si el abandono de Barcelona por mamá, el dejar atrás su pasado, fue realmente por mí o por no ver a Enric junto a Alicia. Terminamos el vino y nos quedamos con licores de sobremesa hasta que empezaron a cerrar el restaurante. Luego nos fuimos de copas. De repente empecé a sentir una extraña camaradería.
– Cuéntamelo de nuevo -le decía cuando ya el alcohol me trababa la lengua-. Explícamelo, ¿cómo te lo montaste con Enric?
Ella, que había bebido tanto como yo, reía, hacía muecas modosas, y se excusaba diciendo que en aquellos momentos estuvo muy nerviosa y yo, malvada, la requería de nuevo, insistía jocosa en detalles. Después se puso a llorar y abrazándola me dio a mí también por llorar. En el llanto la maldije en voz alta por robarme las cartas de Oriol. Ella reaccionó diciéndome entre hipos que me las volvería a robar mil veces, que no permitiría que yo sufriera como ella lo hizo, y que me apartara de un hombre de la calaña del proverbial perro del hortelano que ni deja comer ni es él capaz de hacerlo.
– ¿De verdad te lo llevaste a la cama? -volvía a inquirir yo.
No me podía hacer a la idea. No de mi madre. Para mí no era una mujer, era mi mamá, y las mamás no hacen esas cosas. Pero ella ni me respondía, regresaba a su rollo de lo fabuloso que era Mike. Y así, nos hubiéramos pasado toda la noche con el alcohol moderando nuestra charla o mejor, nuestra pareja de monólogos, si yo no le hubiera visto allí.
Estaba en un rincón, vaso en mano, solitario como la muerte. El hombre del pelo blanco, ojos azul desvaído e indumento oscuro. El viejo de la daga. Allí. Y cuando le descubrí mirándome me estremecí.
– ¡Cuervo! -le dije con valor etílico, apuntándole con el dedo. Pero dudo que con el ruido del lugar me oyera-. No me sigas más.
Se limitó a mirarme. Por un momento creí que iba a sonreír pero no lo hizo.
– ¡Vete! -le increpé de nuevo.
Mi madre quiso saber qué pasaba y cuando se lo iba a contar el hombre ya se había ido. Pedí un taxi en la barra y hasta que no vi parar el vehículo enfrente del bar, no me atreví a salir a la calle.