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– Deja que lo diga ella por sí misma. Yo también tengo sentimientos encontrados en este asunto. Pienso que a veces hay cosas que no se debieran remover. No hay que resucitar a los muertos.

Había un tono triste en su voz que me conmovió.

– ¿Qué quieres decir con eso? -Luis se estaba enfadando-. ¿Otra vez con ésas, Oriol? ¡Por Dios! ¡Estamos hablando de la última voluntad de tu padre!

– Yo estoy por buscar ese tesoro -dije, en un impulso, cortando la polémica que se iniciaba, y a sabiendas del lío que mi decisión causaría en Nueva York.

– Yo también -dijo Luis y ambos quedamos pendientes de Oriol.

Él miró al techo y pareció pensar. Luego su cara se iluminó con esa sonrisa, la de cuando era niño, la que me enamoraba. Parecía como si el sol saliera de entre nubarrones.

– No voy a dejar que os divirtáis solos -y levantó la barbilla con arrogancia traviesa-. Además, nunca lo conseguiríais sin mí. Yo también juego.

Yo casi salto de alegría, miré a Luis, se le había pasado el enfado y también sonreía. Era como regresar a la infancia, jugar de nuevo con Enric. Sólo que él ya no estaba con nosotros. ¿O quizá sí?

– ¡Bravo! -exclamó Luis levantando su mano para palmear las nuestras-. ¡A por esa fortuna!

De pronto la expresión de Oriol se ensombreció cuando dijo:

– No sé, pero siento algo extraño -tragó saliva-. Quizá no sea tan buena idea.

Hizo que desaparecieran las sonrisas y yo pensé que quizá supiera algo que los demás ignorábamos. ¿Qué razones tendría para esa reserva? ¿Qué le habría dicho su padre en esa carta póstuma?

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