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– Quién nos va a pescar? Aquí no hay nadie.

– Tampoco hay ginebra -dijo Ferruccio-. Traen un porrón el viernes por la noche y se lo llevan el domingo por la mañana. Desde que estoy acá el porrón ha sido siempre el mismo. Entra y sale intacto.

– Mañana, entonces -le gritó el Coronel al boxeador-. Mañana a esta hora. Pida que le dejen varios porrones. Con uno no hacemos nada. -Se volvió hacia Ferruccio. -Su esposa me dijo que me habían mandado un radiograma.

– Ah, sí. Malas noticias. El capitán Galarza tuvo un accidente.

Tomó el papel arrugado que le extendía Ferruccio. El mensaje estaba escrito en largas franjas pegadas con engrudo y ni siquiera habían tomado la precaución de cifrarlo. Leyó que Galarza había trasladado a EM Equipos de Radio en el furgón de la SIE. Tenía orden de darle «cristiana sepultura» en el cementerio de Monte Grande. Al doblar por Pavón hacia Llavallol el vehículo mordió la banquina y volcó. Un tajo de treinta y tres puntos atravesaba la mejilla izquierda de Galarza. Se había salvado por milagro pero iba a quedar desfigurado. La jefatura del Servicio estaba otra vez vacante y Fesquet había tenido que hacerse cargo. No daba un paso sin aprobación de la superioridad. Ilesa, EM Equipos de Radio yacía de regreso en el nicho al que ya estaba habituándose, bajo el combinado Gründig. De un momento a otro el ministro de ejército iba a nombrar al nuevo jefe del SIE y a decidir de una buena vez el destino final de EM. Se hablaba de quemarla en la Chacarita o de enterrarla en la fosa común de la isla de Martín García. Se mencionaba con insistencia al Coronel Tulio Ricardo Corominas como futuro responsable. El radiograma estaba firmado por Fesquet, Gustavo Adolfo, Teniente Primero de Infantería.

El Coronel repasó el texto, incrédulo. No estaba cifrado: lo podía leer cualquiera. Durante meses, había cuidado hasta el último detalle de un operativo secreto en el que se jugaba la paz de la nación y ahora un oficial subalterno, un chapucero, desmadejaba el tejido tan hábilmente tramado. así que Plumeti había quedado al frente del Servicio. Era el cuarto en la línea de mando y el único a quien la maldición de Persona no había alcanzado todavía. ¿El único? Tal vez llevaba ya desde hacia mucho la maldición encima. Un puto despreciable: una fatalidad en los cuadros inmaculados del ejército. ¿Cuánto tiempo lo dejarían allí? ¿Una semana, dos? Si Corominas era el hombre elegido por el ministro, no estaba en condiciones de asumir el cargo. Lo acababan de operar de una hernia de disco y aún caminaba con un corsé de yeso. Galarza había quedado fuera de combate quién sabe por cuánto tiempo: treinta y tres puntos en la cara. Un punto por cada año de vida de Evita: era la maldición, clavada. Arancibia, entre tanto, se pudría en la prisión de Magdalena, aislado, con prohibición de hablar o ver a nadie. Tanta locura encima, ¿adónde lo habría llevado? ¿Y si el Loco fuera el único cuerdo? ¿Si el Loco, para evitar que lo alcanzara la maldición, había preferido alcanzarla él primero? Otra vez lo atormentaron los sudores, la sequedad en la garganta, la sensación de que la realidad se iba y él no podía seguirla.

– A Galarza le cayó la maldición -dijo-. La Yegua.

– Un accidente terrible-confirmó Ferruccio.

– No es para tanto. Tiene la cara partida en dos, pero va a salir.

– La Yegua -repitió Parientini, como un eco tardío.

– Debimos quemarla con ácido. Yo era partidario de que la quemaran -dijo Ferruccio-. Al principio la querían traer acá. Nos negamos. Yo me puse firme. Donde esté Ferruccio esa mujer no entra, les dije.

El Coronel quedó atónito. Nadie le había contado esos detalles pero sin duda eran verdaderos. En la Argentina no había secreto mejor guardado que el destino de la Difunta y sin embargo esos tres muertos de hambre lo conocían. Lo que acababa de decir Ferruccio era más de lo que casi ningún general de la nación sabía en ese momento.

– ¿Quién la quiso traer? -preguntó, fingiendo naturalidad.

– El ministro, Ara, todos ellos -dijo Ferruccio-. Acá estamos lejos pero nos enteramos de todo.

– Usted cuídese, Coronel -gritó Ersilia desde la cocina-. No sabe la suerte que tiene de estar con nosotros. Si estuviera con Ella, ya estaría muerto.

– A esa yegua nadie la quiere acá -repitió el boxeador.

– Yo la quiero -dijo Ersilia-. Yo quería que la trajeran. Ella y yo nos hubiéramos llevado bien. Con las mujeres, Evita no tenía problemas. Yo la habría cuidado. Habría tenido con quien conversar. No me sentiría tan sola.

– No sé por qué todas las mujeres siempre se sienten solas -dijo Ferruccio.

– Acá esa yegua no corre -insistió Parientini-. Ya le dimos la oportunidad cuando estaba viva y no quiso. La invitamos a venir, le rogamos, y nunca se dejó ver. Ahora que se joda.

– Eso fue en 1951. Estaba enferma -dijo Ferruccio.

– Qué iba a estar. A usted no le importó porque no vivía acá.

– Da lo mismo. A mí me importa todo. Yo sé todo. No vino porque estaba recién operada de cáncer. Era piel y huesos. Apenas se podía tener en pie. Imagináte vos, con este viento. Habría salido volando.

– En esa época viajaba a todas partes -dijo Parientini-. Regalaba plata hasta en el último tugurio pero a nosotros nos hizo a un lado. Yo no se lo perdono.

Ersilia entró con una olla en la que flotaban hojas de laurel, carne de oveja, papas y rodajas de choclo. Llevaba el pelo envuelto en una redecilla y estaba casi hermosa. Aunque era asombrosamente pequeña, tenía un cuerpo armonioso, en el que sólo desentonaban los pechos. La miniatura de sus piececitos, sus graciosos muslos de pájaro, la cara sonriente y acalorada, hacían pensar en un que rubín de Tintoretto. El peso de la olla la doblegaba. Nadie hizo ademán de ayudarla.

– Yo quería que trajeran el cuerpo de Evita -le dijo al Coronel, al tiempo que le servía un cucharón de guiso-. Me hubiera gustado lavarlo y cuidarlo. La bronca de Ella no era con las mujeres sino con los hombres, que la maltrataron tanto.

– Si la hubieran traído yo me iba -dijo Parientini-. A esa mujer nunca la pude tragar. Era una resentida. Se daba corte con la plata de los otros. ¿De quién era la plata que repartía, a ver? Era la misma plata de la gente, ¿no? La sacaba de un bolsillo y la metía en otro. Se moría por figurar.

Miren de dónde venía. No era nadie, no sabía hacer nada. Sacó patente de artista, se le coló a Perón en la cama, y después se convirtió en la gran benefactora. Así cualquiera.

– Ella no tenía ninguna obligación de hacer lo que hizo -dijo Ersilia, sentándose a la mesa-. Pudo vivir a lo grande y andar de fiesta, como las otras primeras damas. Y no. Se rompió el alma por los pobres. Se mató. Vos mejor te callás, Caín. Vos fuiste peronista hasta el año pasado.

– No me siento bien -dijo el Coronel. Dejó los cubiertos sobre el plato, se quitó la servilleta atrapada entre dos botones de la chaqueta militar y amagó levantarse. Estaba cansado, perdido, como si hubiera demasiados lugares en aquel lugar sin nadie.

– Quédese -le pidió Ferruccio-. Vamos a comer callados.

– Me estoy enfermando -dijo el Coronel-. Necesito un trago de ginebra. La tomo como remedio. Me sube la presión.

– Es una lástima. No tenemos -dijo Ferruccio-. Qué le va a hacer.

Comieron un rato en silencio mientras el Coronel seguía resignado en su silla, sin fuerzas ni ánimo para levantarse. ¿Qué sentido tenía volver a la soledad? Le quedaban seis meses para estar solo. En un lugar con tan poca vida, ¿por qué no aprovechar la que le daban? Parientini meneaba incómodo la cabeza y a intervalos mascullaba, como una letanía: «Esa yegua, esa yegua». Ferruccio comía con la boca abierta, escupiendo los nervios y astillas óseas de la oveja. La única que parecía incómoda era la enana. Estiraba el cuello y observaba a los demás con curiosidad. Todos avanzaban por el silencio como por una meseta hasta que ella no pudo más y se dirigió al Coronel.

– No se imagina cuánto me ha impresionado la letra de Evita -dijo. Tenía una voz serena y sin matices: la voz de alguien que nunca se ha movido de la inocencia-. A quién se le iba a ocurrir que una mujer de tantas agallas escribiera como una criatura de seis años.

El Coronel se puso rígido. Las sorpresas de aquella noche eran tantas que ni siquiera le dejaban espacio para el desconcierto. Lo que esos idiotas no sabían lo averiguaban y lo que no podían averiguar lo adivinaban.

– La letra -preguntó el Coronel-, ¿dónde la ha visto?

– En los cuadernos -contestó Ersilia con naturalidad-. No los abrí, ¿eh? No se le habrá ocurrido que los abrí. Sólo leí lo que tienen escrito en las tapas: No hagás ruido al tomar la sopa. Una raya de rimmel abajo y sombra marrón en los párpados es lo mejor para los ojos castaños . Así era Evita. Esas frases no podían ser de nadie más.

– No eran de Ella -se oyó decir el Coronel. Hablaba a su pesar. Tenía el entendimiento lleno de fuegos y de espacios en blanco. Cuando no los podía apagar con ginebra se le llenaban de palabras. -Las copió de alguna parte. O alguien se las dictó, quién sabe. Esos cuadernos son muy viejos. Han de tener veinte años.

– Diecisiete -corrigió Ferruccio-. No pueden tener más de diecisiete. Comenzaron a venderse en 1939.

– Acá estamos muy enterados -dijo Parientini-. Nada se nos escapa.

– Calláte de una vez, Caín -le ordenó Ersilia. Tenía una voz ronca e imperiosa, que hacía recordar la voz de Evita.

– Algo sabemos -dijo Ferruccio-. Pero nunca sabemos todo lo que quisiéramos. Antes de que usted viniera, me ordenaron que descifrara este papel. Me lleva seis, siete horas todos los días. No puedo.

Dejó de comer y sacó del bolsillo de la camisa un botón y una hoja arrugada, con membrete del ejército. El botón era la insignia roja de los oficiales de estado mayor. El Coronel trató de hacer memoria: Ferruccio, Ferruccio. No conseguía recordar su nombre ni la promoción a la que pertenecía. Tampoco el arma: ¿artillería, ingenieros? Esos detalles sin resolver lo incomodaban como una astilla en el ojo.

– Yo adiviné una palabra -dijo Ersilia-. Si está en mayúsculas y tiene cinco letras, no hay cómo equivocarse. CPHVB es Evita.

El Coronel se sobresaltó.

– Me leyeron las fichas -dijo, esforzándose por parecer sereno. Le temblaban las manos. En verdad, llevaban días temblándole.

– Nosotros no -aclaró Ferruccio-. Para qué. En el ministerio sacaron copias de todos sus papeles y me los mandaron. Yo sólo tengo que descifrarlos. Pero no he podido avanzar ni el paso de una coma. Mire la pregunta que hay en esa hoja: ¿Se fugó de Junín con el cantante Agustín Magaldi? Y fíjese en el trabalenguas de la respuesta. Si las cinco letras en mayúsculas significan Evita, como cree Ersilia, la C es una E y la P es una V. Supongamos que el mensaje está al revés. Entonces, la C es una A y la P es una T Pero con eso no hago nada. No he podido entender ninguna de las otras palabras.

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