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– ¿Cómo nos va a buscar? Se la llevaron los militares -repitió el de las muletas.

– Pero Ella nos conoce -explicó otro de los hombres-. Anduvo muchas veces por el barrio.

El embalsamador sudaba a chorros. Tenía en la mano un pañuelo perfumado y cada dos por tres se lo pasaba por la calva.

– No comprendéis -dijo-. Si no hay quien cuide su cuerpo, mi trabajo se podría dañar Es un trabajo magistral. Ya os he dicho que el general me la confió.

– Ella siempre se supo cuidar sola -insistió la vieja de las verrugas.

– Ya no la van a traer -dijo el de las muletas. Se paró sobre unas tablas y alzó la voz: -A Evita se la llevaron lejos de acá. Va a ser mejor que nos vayamos.

La vieja de las verrugas también gritó:

– Yo me voy. Da lo mismo estar acá o al otro lado del río.

Se abrió paso entre la hojarasca de mujeres que empezaban a crisparse y tomó asiento en uno de los botes, con sus planetas a cuestas. Un lento río de gente la siguió hasta la orilla. Hasta las chicas de labios incandescentes formaron fila en el muelle, cantando: Por eso es bueno / tu nombre pleno / tu nombre bueno / Eva Perón.

– ¿Por qué no váis a buscarla? -insistió Ara.

Pero la dispersión ya no tenía freno. Los que habían estado jugando a las cartas apagaron las fogatas y cuando el embalsamador repitió «Traédmela, por favor, traédmela», uno de los hombres se detuvo en mitad de la marcha y le dejó caer una mano de hierro sobre el hombro.

– No vamos a buscarla porque nos quieren matar a todos -dijo-. Pero si usted se pone adelante, doctor Arce, a lo mejor lo seguimos.

– Ara -corrigió-. Doctor Ara. Yo no puedo ir con vosotros. No soy de aquí.

– Si no es de acá es de allá. Si no está con nosotros está con ellos -exclamó el hombre-. ¿Qué tiene ahí, bajo el brazo?

El embalsamador se puso pálido. Llevaba una bata blanca, almidonada. La apretó contra el pecho. No sabía qué hacer con ella.

A lo lejos se oyó el ronroneo de los camiones del ejército, el trote de los soldados, el traqueteo de los fusiles, mientras el primero de los botes se alejaba, corriente arriba.

– Esta fue la mortaja de Evita -murmuró el embalsamador. Se le enredaban las palabras. Vaciló un instante y desdobló la bata. Era sencilla, de mangas cortas. Tenia el escote en ve. -¿Os dáis cuenta? Es la mortaja de Evita. Si marcháis hacia la plaza y pedís que me devuelvan el cuerpo, podéis llevaros la mortaja y hacer con Ella lo que os parezca.

El hombre de las muletas se quitó los anteojos y acercándose al embalsamador, le dijo secamente:

– Déme eso.

Abrumado por la desesperación y por la impotencia, el médico entregó el vestido y se derrumbó.

– Perdón -dijo. Nadie Sabía por qué pedía perdón. -Quisiera irme.

– Rápido, suban a los botes -ordenó el de las muletas. Se dejó caer en una balandra y quitó las amarras.

Ataron la mortaja junto a una de las velas y alzaron los remos. Hinchada por la brisa, la tela flameaba de un lado a otro.

oyeron el aliento de los camiones, cada vez más cerca.

Los rezagados desbarataron los refugios y apilaron los tablones sobre las cubiertas de los botes. No tardaron casi. Eran muchos y se repartían el trabajo sin estorbarse, como en una colmena. Cuando estaban yéndose, alguien cantó: Eva Perón / tu corazón / nos acompaña sin cesar. Los que desaparecían entre los juncos y se alejaban en las otras barcazas también cantaron: Te prometemos nuestro amor / con juramento de lealtad. Las voces se apagaron pero el embalsamador siguió en la orilla, mirando la oscuridad.

Esta historia ha sido contada muchas veces, y nunca de una sola manera. En algunas versiones, el embalsamador llega con la bata puesta a los refugios del puerto y se la quita al bajar del auto; en otras, los camiones del ejército atacan y el hombre de las muletas muere. A veces la mortaja es amarilla y ha sido ajada por la muerte; otras veces no es siquiera una mortaja sino una ilusión de la memoria, la estela que dejó Evita en la lisura de aquella noche. En la primera de las versiones, la concentración es un deseo, no un hecho, y los avisos de la radio jamás fueron oídos. Nada se parece a nada, nada es nunca una sola historia sino una red que cada persona teje, sin entender el dibujo.

¿Alguien puede embalsamar una vida? ¿No es ya suficiente castigo ponerla bajo el sol y en esa luz terrible comenzar a contarla?

Ya que ahora se abre un delta intrincado de historias, voy a tratar de ser conciso. En una orilla está el relato de los cuerpos falsos (o copias del cadáver); en la otra, el relato del cuerpo real. Hay, por suerte, un momento en que los caminos se despejan y queda una sola historia en pie, que enceguece o anula a las demás.

Durante la travesía hacia el cementerio de la Chacarita, el mayor Arancibia, el Loco, violó las instrucciones del Coronel. Manejaba con ansiedad y a ratos se le cortaba el aliento. Estacionó el camión en un recodo sin luz del parque Centenario y abrió la cabina. Concedió a los soldados diez minutos de descanso y les ordenó que se alejaran.

Se quedó a solas con Armani, su sargento ayudante. El Loco tenía confianza en Armani: le había curado las fiebres en el desamparo de Tartagal; lo había salvado de su obsesión por los perros. Ahora quería que Armani compartiera el secreto. Necesitaba desahogarse.

Ordenó al sargento que trajera un par de linternas mientras él quitaba la tapa del ataúd.

– Prepárese, porque ésta es Eva -dijo en voz baja. El sargento no respondió.

A la luz de las linternas, el Loco desvistió a la figura y le puso la mortaja bajo la cabeza, sin despeinarle el rodete. Tenía lunares y un vello oscuro, ralo, en el pubis. Le sorprendió que, con un pelo tan dorado, el vello fuera oscuro.

– Era teñida -dijo-. Se teñía.

– Murió hace tres años -dijo el sargento-. Esta no es Ella. Se parece mucho, pero no es Ella.

Arancibia recorrió el cuerpo con la yema de los dedos: los muslos, el ombligo algo salido, el arco sobre los labios. Era un cuerpo suave, demasiado tibio para estar muerto. Entre los dedos llevaba un rosario. Le habían cercenado una punta de la oreja izquierda y parte del dedo medio, en la mano derecha.

– Puede ser una copia -dijo Arancibia, el Loco-. ¿Usted qué cree?

– No sé qué es -contestó Armani.

– A lo mejor es Ella.

Cerraron otra vez el ataúd y llamaron a los soldados. El camión atravesó la avenida Warnes y luego entró en la calle Jorge Newbery donde los árboles formaban un largo túnel. El sargento Armani iba esta vez en la cabina, junto al mayor. Un guardián los esperaba detrás de la reja, en una de las entradas de la Chacarita. Llevaba anteojos de sol. En la noche, los anteojos de sol parecían más amenazantes que un arma. Preguntó:

– ¿Dios?

– Es justo -contestó el Loco.

Se internaron en línea recta por una avenida que copiaba el diseño de la ciudad. A un lado y otro se alzaban mauseoleos enormes, cubiertos de placas. Detrás de los vidrios se veían capillas y ataúdes. Al final de la avenida se abría un descampado. Sobre la derecha se recortaban unas pocas estatuas, que representaban a un guitarrista, a un hombre pensativo y a una mujer que fingía arrojarse desde lo alto de un barranco. a la izquierda se acumulaban lápidas, jardines y unas pocas cruces inclinadas.

– Es aquí -señaló el guardián.

Los soldados descargaron el ataúd y lo bajaron, con sogas, a un foso que ya estaba abierto. Luego lo cubrieron con tierra y pedregullo. El guardián clavó en el extremo una cruz de madera barata, con las puntas en forma de trébol. Sacó una tiza y preguntó:

– ¿Cómo se llamaba el difunto?

Arancibia consultó una libreta.

– María de Magaldi -respondió-. María M. de Magaldi.

– Lo que son las casualidades -dijo el guardián-. Ése que ven allá, de espaldas, con la guitarra, es Agustín Magaldi, el cantor, la voz sentimental de Buenos Aires. Ha muerto hace casi veinte años pero todavía le traen floras. Dicen que fue el primer novio de Evita.

– Casualidades -repitió el Loco-. Así es la vida.

El guardián anotó “Maria M. de Magaldi” sobre el brazo transversal de la cruz. La luna desapareció detrás de las nubes. En la oscuridad, oyeron el zumbido de las abejas.

Fesquet estaba seguro de que no iba a fallar. Antes de salir hacia el comando en jefe se hizo leer el tarot por una vecina: «Todo va a salir bien», dijeron las cartas. «En tu futuro hay una persecución y el fantasma de una mujer muerta. Pero ahora el horizonte está limpio.» Y así fue. Condujo el camión sin que crujiera la caja de velocidades, no se desvió del itinerario, las avenidas paralelas al río estaban despejadas. Entre las torres neogóticas de la iglesia de Olivos asomaban grandes vitrales de luz grisácea. Se oía, en sordina, música de armonio. Tal como esperaba, los canteros estaban listos y la fosa abierta. Cuando los soldados descargaron el ataúd, la música se interrumpió y de entre las sombras brotó el párroco, seguido por un par de monaguillos.

– Tengo que rezar el oficio -anunció-. Ésta es la primera persona que vamos a enterrar en la iglesia.

Murmuró un par de oraciones rápidas. No tenía un solo pelo en la cabeza y las luces amarillas se le reflejaban como si estuvieran en un salón de baile. A Fesquet le sorprendió que el sargento primero Piquard se arrodillara y oyera las oraciones con las palmas juntas.

– Kyrie eleison. Christe eleison -rezó el párroco-. ¿Cuál era el nombre del difunto?

– Difunta -corrigió Fesquet-. María M. de Maestro.

– ¿Una dama de beneficencia?

– Algo así. No conozco los detalles.

– ¿Por qué han elegido esta hora?

– Quién sabe -dijo Fesquet-. Oí que Ella lo había pedido en el testamento. Debía de ser una persona rara.

– Odiaría las pompas de este mundo. Quería encontrarse a solas con Dios.

– Algo así -repitió Fesquet, que estaba ansioso por irse.

En el camino de regreso le pidió a Piquard que manejara. Fue la única orden del Coronel que desobedeció. Pensaba que no era importante.

Al camión del capitán Galarza se le reventó una goma en la avenida Varela y la explosión repentina le arrebató el volante de las manos. El vehículo zigzagueó, trepó a la vereda y quedó inclinado, como pidiendo disculpas. Galarza examinó el daño e hizo bajar a los soldados. Todos se creían dentro de una pesadilla y miraban la ciudad con desconfianza. Detrás de una larga reja se alzaban las ventanas del hospital Putero. Los enfermos se asomaban en pijama y chistaban. Una mujer de barriga enorme, con los brazos en la cintura, gritó:

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