Empezaron a cruzar el río al caer la tarde. Se reunían en grupos de diez o de doce en los apostaderos de isla Maciel y esperaban el paso de las lanchas que iban a la Boca. Aunque hacía calor y la humedad encenagaba el aire, llevaban ropas de abrigo en las mochilas, como si se prepararan para un asedio de meses. Cuando subían a bordo, obligaban a los lancheros a internarse en los canales de la dársena sur, entre los vapores que volvían de Montevideo, y desembarcaban en cualquier claro de los muelles, luego de pagar puntualmente el pasaje. Otras barcazas navegaban desde Quilmes y Ensenada, con farolitos encendidos en los mástiles, y atracaban un poco más al norte, cerca de los galpones. Algunos de los viajeros esgrimían carteles a medio pintar, otros llevaban bombos. Iban acomodándose en silencio, al pie de los grandes silos, y enseguida, con ritmo de hormigas, armaban reparos de madera para que las mujeres pudieran amamantar a sus hijos. Todos olían a curtiembre, a madera quemada, a jabón en barra. Eran de pocas palabras, pero altas y agudas. Las mujeres vestían batones floreados, de algodón, o vestidos sin mangas. Los viejos, con barrigas aerostáticas, exhibían unas relucientes dentaduras postizas. Dientes nuevos y máquinas de coser eran los regalos más frecuentes de Evita. Cada mes, en la Fundación, Ella recibía cientos de paquetes con moldes de encías y paladares y, a vuelta de correo, mandaba las dentaduras con el siguiente mensaje: «Perón cumple. Evita dignifica. En la Argentina.
En el inventario original, las frases seguían el orden de las hojas. Néstor Perlongher las reagrupó hacia 1989 y las incluyó en la segunda parte de su poema “El cadáver de la nación” dedicado a Evita de Perón, “os obreros tienen el comedor completo y sonríen sin complejos de pobreza”
Algunas familias se habían aventurado a pie por los astilleros, esquivando los puestos militares. Otras se orientaban en la espesura de los juncos o seguían el rastro de los vagones de carga, por las vías muertas. A medianoche eran ya más de seiscientos. Cocinaban achuras y costillares en elásticos de flejes. Se acercaban al fuego con un pan, formaban fila y comían.
Los amenazaba un peligro inminente, pero no se daban cuenta o no les importaba. Desde hacía una semana, el gobierno de la llamada revolución libertadora había resuelto aniquilar toda memoria del peronismo. Estaba prohibido elogiar en público a Perón y a Evita, exhibir sus retratos y hasta recordar que habían existido. Uno de los bandos decía: «Se reprimirá con pena de seis meses a tres años a todo el que deje en lugar visible imágenes o esculturas del depuesto dictador y su consorte, use palabras como peronismo o tercera posición, abreviaturas como PP (Partido Peronista) o PV (Perón vuelve), o propale la marcha de esa dictadura excluida».
Indiferentes al bando, un par de chicas de quince o dieciséis años, con las bocas pintadas de rojo furia y el vestido pegado al cuerpo, cantaban, desafiantes, al lado de los asadores: Eva Perón / tu corazón / nos acompaña sin cesar. Detrás de los galpones había un altar de ladrillos con un enorme retrato de Evita entre velas de procesión. Al pie, la gente iba dejando estrellas federales, glicinas y nomeolvides tejidos en guirnaldas mientras repetía: El pueblo ya lo canta / Evita es una santa. El bullicio debía oírse desde lejos. A unos quinientos metros estaban las vallas de la guardia del puerto, y quinientos metros más allá, hacia el norte, se erguían las torres del comando en jefe.
¿Por qué iba a ser verdad la represión? No había que tener miedo, se decían unos a otros. El decreto del gobierno debía estar aludiendo a desórdenes graves, a vandalismos en edificios públicos; no mencionaba las devociones privadas. Todo el mundo tenía derecho a seguir queriendo a Evita. ¿Acaso la primera declaración de los «libertadores» no hablaba de una Argentina «sin vencedores ni vencidos»? Y el día que Perón cayó, cuando corrió la voz de que iban a matarlo, ¿no le habían permitido buscar asilo en una cañonera paraguaya y hasta el propio canciller de la república lo había visitado a bordo, para asegurarse de que nada le faltaba? Rumores. Nunca los rumores se convertían en verdades. En lo único en que se debía creer era en las noticias de la radio.
A medida que avanzaba la noche, iban sumándose viejos y enfermos. Una mujer de bocio difuso, que se presentó como parienta del peluquero de Evita, acababa de oír en un informativo que los alrededores del puerto estaban llenándose de indeseables. El ejército los quería dispersar antes de que amaneciera. «¿Será por nosotros?», dijeron unos viejos que habían venido del barrio Los Perales. «Quién sabe de quiénes hablan. El puerto es grande.»
Al reparo de las chapas, encendieron velas y esperaron. Habían oído que Perón iba a volver de su exilio esa noche en un avión negro y que aparecería otra vez en el balcón de la Plaza de Mayo. Evita estaría a su lado, iluminada, en una caja de cristal. Los chismes eran contradictorios. También se decía que el ejército iba a enterrar el ataúd de Evita junto al de San Martín, en la catedral. Y que la marina pensaba dejarlo dentro de un bloque de cemento, en una fosa oceánica. El rumor que más se repetía, sin embargo, era el que los había reunido allí: Evita sería exhumada de su panteón en la CGT y entregada solemnemente al pueblo para que la cuidara y velara, tal como se leía en su testamento. «Quiero vivir eternamente con Perón y con mi pueblo», había pedido antes de morir. Perón no estaba ya. El pueblo la recibiría.
Alguna verdad debía esconder ese tejido de versiones porque desde el amanecer entraban y salían tropas del edificio de la CGT. El cuerpo llevaba ya tres años allí, en un altar que no se podía ver.
En los meses que siguieron a la muerte, el edificio había estado siempre cubierto de flores. Cada noche, a las veinte y veinticinco, las luces de las ventanas se prendían y se apagaban, intermitentes. Pero las flores habían ido desapareciendo, y hasta el crespón que colgaba de las ventanas del segundo piso se cayó un día, desmigajado por los temporales. Ahora algo estaba por pasar, pero nadie sabía qué. Desde la caída de Perón todo les resultaba desconocido.
En el horizonte del río se insinuó la luna, atravesada por rayas de nubes oscuras. Hacía calor. El aire estaba saturado por el polvillo del trigo. En un extremo de los galpones, sobre las grúas, algunos chicos se turnaban vigilando el descampado que se abría entre la ciudad y el río: las desiertas playas de maniobras, los vagones vacíos, los astilleros, las lejanas garitas de los guardias militares.
Poco después de medianoche, uno de los vigías advirtió que un auto negro, macizo, avanzaba con las luces bajas por las playas de maniobras. Corrió a dar el aviso, entre las chispas de un estrépito atroz. Detrás de los galpones repiqueteaban los martillos sobre la madera. Los carpinteros levantaban refugios y altares. Por fin, dos de los hombres salieron al encuentro del intruso. Uno llevaba anteojos y caminaba con muletas.
El automóvil frenó bajo un farol y el conductor bajó, ajustándose el sombrero. Vestía un traje de franela con chaleco. Sudaba. Caminó unos pasos y miró alrededor, tratando de orientarse. Lo desconcertó el perfil de los galpones y la claridad de atrás: las velas, las fogatas. Adivinó a lo lejos la inmensidad del río. Zumbaban los ruidos en tantas direcciones que no se podía pensar: los llantos de las criaturas se entreveraban con los gritos de las mujeres y los desafíos de los jugadores de cartas. Antes de que se le despejaran los sentidos, el hombre de las muletas le cerraba el paso, examinándolo de arriba abajo.
– Soy el doctor Ara -explicó el conductor-. Pedro Ara, el médico que cuidó a Evita todos estos años.
– Es el que la embalsamó -reconoció el segundo de los hombres-. ¿Qué le hizo?
– Ella quedó muy bien. Tiene todas las vísceras. Está perfecta, como dormida. Parece que estuviera viva.
– Qué necesidad había de atormentarla así -murmuró el de las muletas.
Todos estaban incómodos, desconcertados. El propio embalsamador no Sabía qué hacer. En su diario de aquel día, el relato es confuso:
«Me siento responsable por el cadáver. Me lo han quitado. No es mi culpa, pero me lo han quitado . Salí de la CGT con miedo de que los militares estropearan un trabajo que ha costado años de investigaciones y desvelos. Pensé ir a los diarios, pero el esfuerzo hubiera sido vano. Está prohibido publicar una sola línea sobre el cuerpo. Y el gobierno español no se quiere meter en el asunto. Lo mejor creo, es hablar con la gente que se ha reunido en el puerto ».
Ante el intruso, los viejos dejaron de jugar a las cartas. El hombre de las muletas se encaramó sobre unas tablas y golpeó las manos.
Aquí está el doctor Arce carraspeó. Le silbaban los pulmones. -Es el que embalsamó a Evita.
– Ara, no Arce. Doctor Ara -trató de explicar, pero muchas otras voces se alzaron a la vez, alejando a la suya.
– ¿Van a traerla para aquí esta noche? ¿O la llevaron a la catedral? Diga, ¿se la llevaron? -preguntaba la gente-. ¿Se la van a entregar al general? Pobrecita, ¿por qué la tienen de un lado a otro? ¿Por qué no la dejan en paz?
El embalsamador bajó la cabeza.
– Se la llevaron los militares -dijo-. Yo no he podido hacer nada. La tienen en un camión del ejército. ¿Por qué no hacéis algo vosotros?
La palabra «vosotros» sobresaltó a la gente. No conocían a nadie que la hubiera usado, salvo Evita en sus primeros discursos. Les parecía una palabra antigua, perdida, de otra lengua. «Vosotros” “se la llevaron », murmuró alguien. Y la voz se fue esparciendo: «Se la llevaron los militares ». Una mujer que cargaba dos criaturas en alforjas rompió a llorar y se alejó entre los juncos.
– ¿Que hagamos algo? ¿Como ser qué? -preguntó uno de los viejos.
– Marchad a la Plaza de Mayo. Subleváos. Haced lo mismo que cuando el general estuvo preso, hace diez años.
– Ahora puede haber una matanza -dijo el de las muletas-. ¿Acaso no ha oído que están preparando una matanza?
– No he oído nada -contestó el embalsamador-. Vosotros sóis muchos. No se atreverán a mataros a todos. Tenéis que conseguir que me devuelvan a Evita.
– Dijeron que la iban a traer para el puerto. Si no la traen, Evita va a venir sola -porfió una vieja llena de verrugas. Varios chicos estaban atados a su falda, como un sistema planetario. -No hace falta que vayamos a buscarla. Ella nos va a buscar a nosotros.