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– Hay algunos -dice el Coronel, con sequedad. No quiere alarmarlos contándoles que, en su propia casa y por su teléfono privado, se han filtrado amenazas.

Luego, enumera las grandes líneas del plan. Se necesitan cuatro ataúdes idénticos, modestos: los conseguirá Galarza. Los cuerpos serán enterrados entre la una y las tres de la mañana siguiente: al de Arancibia le corresponde la Chacarita, al de Galarza el cementerio de Flores, al de Fesquet la iglesia de Olivos. Es preciso que cada quien se ocupe de que los sitios estén previamente despejados. Cuanto más secretos sean los movimientos, más trabajo van a tener los adversarios en descifrarlos.

– ¿Con qué refuerzos contamos, mi coronel? -quiere saber Galarza.

– Sólo con nosotros cuatro.

Hubo un largo silencio.

– Sólo nosotros cuatro -repite Arancibia-. Demasiado pocos para un secreto tan grande.

– Soy, en este país, el único teórico del secreto -continúa el Coronel-. El único experto. Me he desvelado pensando en eso: las filtraciones, la contrainteligencia, las acciones encubiertas, los atajos, la ley de probabilidades, el azar. He calculado cada paso de este operativo con minucia. He reducido los riesgos a dos o tres por ciento. El factor más expuesto del plan es la tropa de apoyo. Cada uno de nosotros necesita cuatro soldados y un camión de transporte. Ustedes tienen, además, un suboficial asistente. A medianoche nos esperan en el comando en jefe. Los soldados vienen de regimientos y batallones distintos. No se conocen entre sí. Los camiones son cerrados y no tienen mirillas: sólo respiraderos. Nadie debe saber de dónde viene ni adónde va. A las cero quince de mañana nos concentramos en el garaje de la CGT. El lugar se parece a cualquier otro. No me importa lo que piensen los soldados. No me importa lo que puedan decir.

– Brillante -dice Galarza-. Si los soldados no vuelven a encontrarse, nunca van a reconstruir la historia. Y es imposible que vuelvan a encontrarse.

– Hay una posibilidad en ciento cincuenta mil -apunta el Coronel-. Son conscriptos de las provincias. Pasado mañana van a salir de baja.

– Impecable -insiste Galarza, el clarinetista, luchando contra un alud de borborigmos-. Sólo me inquieta un detalle, mi coronel. En ese extremo del secreto, ni los soldados ni los suboficiales deberían manejar los vehículos.

– Correcto, Galarza. Los vamos a manejar nosotros.

Fesquet suspira y dobla en el aire una de sus lánguidas manos.

– Yo manejo muy mal, mi coronel. Y aquí podría fallar. Usted sabe: la responsabilidad, la noche. No me animo.

– Tiene que hacerlo, Fesquet -ordena el Coronel, tajante-. Somos cuatro. No debe haber nadie más.

– Algo me intriga -comenta Galarza-: esa mujer, el cuerpo. Es una momia, ¿no? Hace tres años que ha muerto. ¿Para qué la queremos? La podríamos tirar desde un avión, en el medio del río. La podríamos meter dentro de una bolsa de cal, en la fosa común. Nadie está preguntando por ella. Y si alguien pregunta, no tenemos por qué contestar.

– La orden viene de arriba -dice el Coronel-. El presidente quiere que se la entierre cristianamente.

– ¿A esa yegua? -exclama Galarza-. Nos jodió a todos la vida.

– Nos jodió -dice el Coronel-. Otros creen que los salvó. Hay que cubrirse las espaldas.

– Tal vez ya es tarde -dice Arancibia, el Loco-. Hace dos años se podía. Si hubiéramos matado al embalsamador, el cuerpo se habría corrompido solo. Ahora es un cuerpo demasiado grande, más grande que el país. Está demasiado lleno de cosas. Todos le hemos ido metiendo algo adentro: la mierda, el odio, las ganas de matarlo de nuevo. Y como dice el Coronel, hay gente que también le ha metido su llanto. Ya ese cuerpo es como un dado cargado. El presidente tiene razón. Lo mejor es enterrarlo, creo. Con otro nombre, en otro lugar, hasta que desaparezca.

– Hasta que desaparezca -repite el Coronel, que no cesa de fumar Se inclina sobre el mapa de Buenos Aires. Señala uno de los puntos rojos, al norte, casi pegado al río. -Fesquet -dice-. ¿Qué hay acá?

El teniente primero estudia el área. Descubre una estación de trenes, dos vías que se cruzan, un puerto para yates.

– El río -adivina.

El Coronel lo mira sin decir nada.

– No es el río, Fesquet -apunta Galarza-. Es su destino.

– Ah, sí… la iglesia, en Olivos -dice el teniente.

– Este cuadrado verde es una plaza -dicta el Coronel, como si hablara con un niño-. Acá, en la esquina, junto a la iglesia, hay un jardín enrejado, cubierto de pedregullo, de diez metros de ancho por unos seis de fondo. Está cubierto de tártagos, begonias, plantas de hojas carnosas. Ponga allí, contra el muro, algo que parezca un cantero. Rodéelo con macetas o lo que sea. Haga que los soldados caven una fosa profunda. Disimúlela, para que nadie la pueda ver desde la calle.

– Es un terreno de la iglesia -recuerda Fesquet-. ¿Qué hago si el párroco nos prohíbe trabajar?

El Coronel se lleva las manos a la cabeza.

– ¿Usted no puede resolver el problema, Fesquet? ¿No puede? Tiene que hacerlo. Esto no va a ser fácil.

– Quédese tranquilo, mi coronel. No voy a fallar.

– Si falla, despídase del ejército. Todos deben meterse en la cabeza que el fracaso es inaceptable en esta misión. Nadie venga después a decirme que tuvo tal o cual imprevisto. Es ahora cuando deben adelantarse a las casualidades.

– Voy a la iglesia y pido un permiso -balbucea Fesquet.

– Pídalo en el arzobispado -dice el Coronel. Se distiende, echa hacia atrás el tobogán de la frente y entrecierra los ojos.

– Sólo un punto más. Pongamos los relojes en hora, repasemos las contraseñas.

Un par de llamadas tímidas lo interrumpen. Es el sargento primero Piquard, despeinado. Uno de los mechones que le cubren la calva se ha fugado de su cárcel de gomina y cae, patético, hasta la barbilla.

– Parte urgente para el coronel Moori Koenig -informa-. De la presidencia de la república han traído este sobre. La orden es que lo reciba usted, de inmediato, en persona.

El Coronel palpa el sobre. Son, advierte, dos hojas: una de cartulina, la otra de papel ligero. Observa el lacre del anverso. El dibujo en relieve está borroso: ¿es el escudo nacional o un símbolo masónico?

– Piquard -pregunta-, ¿cómo ha llegado el mensaje hasta acá?

– Mi coronel -dice el sargento primero, con los hombros caídos, en posición de firmes-. Lo trajo un principal, de uniforme. Llegó en un Ford negro con chapas oficiales.

– Déme el nombre del principal, el número del vehículo.

Piquard abre los ojos, consternado:

– No se le pidió identificación. No se anotaron los números. El trámite fue de rutina, mi coronel. Al sobre lo revisamos bien. Pasó sin novedad la pericia de explosivos.

– Mejor así, Piquard. Retírese. Que los soldados anden con los cinco sentidos bien despiertos.

– ¿Y ahora qué falta? -pregunta el Coronel, volviéndose a los oficiales-. Ah, la contraseña.

– Y los relojes -apunta Galarza, señalando la estampa de Kant.

– ¿Se acuerdan de la consigna con la que derrocamos a Perón: «Dios es justo»? Vamos a usarla esta noche, desde las doce hasta las cuatro. Los que se anuncian tienen que hacerlo en tono de pregunta: «¿Dios?» La segunda parte de la contraseña es obvia. Ahora, los relojes.

Son las siete menos cuarto. Todos ajustan las agujas, dan cuerda. El Coronel rompe los lacres del sobre. Echa un vistazo al contenido: una foto y un volante. La foto es rectangular, como una postal.

– Señores -dice, súbitamente pálido-, pueden irse. Sean cuidadosos.

Apenas los oficiales se eclipsan en la negrura de los pasillos, el Coronel cierra la puerta de su despacho y vuelve a mirar, incrédulo, la foto: es Ella, la difunta, yaciendo sobre la losa del santuario, entre nidos de flores. Se la ve de perfil, los labios entreabiertos, los pies descalzos. Que existan fotos así es imprudente. ¿Cuántas habrá? Lo insólito es sin embargo el volante, impreso en mimeógrafo. Comando de la Venganza , lee el Coronel. Y abajo, con una caligrafía torpe: Déjenla donde está. Déjenla en paz.

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