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Como a la media hora, me llamó de nuevo. Llevaba un traje de calle, zapatos altos y quería que la peinara con el rodete doble de las ocasiones elegantes. Al rozar su cabeza sentí que volaba de fiebre. Estaba tensa, sofocada por una de esas borrascas internas que acabarían matándola. Quise retomar el tema de mis primas, pero Ella me corto en seco.

– Apuráte con el peinado, Julio. Afuera me están esperando. Y por tus primas no te preocupés. Algún novio les voy a encontrar. Vos sabés que siempre hay un roto para un descosido.

En el salón de abajo vi reunidos a los caudillos de la CGT y a las delegadas del partido peronista femenino. Evita los saludó y oyó sus largos discursos con el ceño apretado. Le ofrecían ser candidata a la vicepresidencia de la república y ella, que ambicionaba ese cargo más que nada en la vida, les contestó que todo dependía de la aprobación de su marido. Tanto entonces como ahora la política era para mí un juego de chinos. Imagine usted entonces mi sorpresa cuando vi que el general, como si hubiera adivinado que lo invocaban, apareció en la residencia a esa hora desusada de la mañana. A Evita le había subido la

fiebre. De a ratos se le doblaba la cabeza. Observándola desde el piso de arriba, yo sufría con ella. Ni por un instante la vi desfallecer. Con asombrosa presencia de ánimo le contó al marido lo que estaba pasando.

– Ya les dije a estos compañeros que yo no voy a mover un dedo sin tu autorización.

– ¿Y ellos te han creído? -preguntó el general.

– Nunca he hablado más en serio.

– ¿Cómo voy a oponerme a la voluntad de todos estos señores? ¡Hasta el viejito Quijano me ha pedido que te haga nombrar vicepresidenta!

Con esa frase equívoca, Perón dejó en claro que si Evita conseguía el cargo era porque a él se le daba la gana. A partir de ese día, ya sólo la vi a las apuradas. Me llamaba tanto a las siete de la mañana como a las once de la noche para algún refuerzo en el teñido, algún retoque en el peinado. Con su propio pelo le fabriqué dos rodetes postizos que, ajustados con horquillas, le dejaban la cabeza impecable. Conservé uno de esos rodetes. Usted lo ha visto ya, en el museo que tengo atrás del negocio.

Las primas se quedaron a vivir varios meses conmigo. Me ayudaban por las tardes en la peluquería, organizándome las citas o supliendo a las manicuras. Pasaban la mañana en el montepío, donde compraban los objetos más inútiles: desde sombreros de las épocas victorianas y espejos de carey hasta percheros de plata y candelabros funerarios. Como les pagaban puntualmente el arrendamiento de unos cañaverales, no tenían apuros de dinero. Sufrían porque se les marchitaba la juventud y se les iba endureciendo la virginidad. Aún tenían la esperanza de conocer a Evita, pero jamás se iba a dar la ocasión, porque la Señora vivía ya sólo a horas imposibles.

Vivía, no vivía, se me perdía de vista. Es una santa, es una hiena, en esas semanas a Evita le dijeron de todo. Leí en un pasquín uruguayo que, para humillar a Perón, lo obligaba a probarse vestidos de novia. Leí en un panfleto clandestino que, en el prostíbulo de Junín donde la madre oficiaba de madama, Evita había rematado su virginidad a los doce años en una fiesta de estancieros, por simple y llana inclinación al vicio. En casi todos los libelos había uno que otro insulto por su pasado, pero tampoco les faltaba ferocidad a los que hablaban del presente. La llamaban Agripina, Sempronia, Nefertitis; tales comparaciones no afectaban a Evita, que no tenía la menor idea de quiénes se trataba. La acusaban de fomentar la adulación y la censura, de convertir a los sindicatos en sirvientes de su voluntad, de suponer que Perón era Dios y declarar la guerra santa contra todos los infieles. Algunas de esas acusaciones tenían asideros en la realidad, pero la realidad no disminuía en lo más mínimo el amor ciego que le profesaba la gente.

No sé cómo hizo Evita, pero de pronto comenzó a estar en todas partes. Oí que había desbaratado un par de conspiraciones contra su vida y que los cabecillas estuvieron a punto de ser castrados para aplacar uno de sus accesos de furia. Supe que había malquistado a Perón contra el coronel Domingo A. Mercante, que también pretendía la vicepresidencia. Leí que una mañana estaba en Salta y a la siguiente en Córdoba o Catamarca, regalando casas, repartiendo dinero o enseñándoles el alfabeto a los chicos de las escuelas rurales en libros que repetían las mismas frases infinitas: «Evita me ama. Evita es buena. Evita es un hada. Yo amo a Evita… Recorría miles de kilómetros en tren, sola y triunfal como una reina rea.

Entre abril y mayo de 1951, Buenos Aires fue empapelado de arriba abajo con su cara, y hasta del obelisco colgaron gallardetes inmensos que llamaban a votar por «Perón-Eva Perón. La fórmula de la patria». A mi me sorprendía que en casi todos las discursos Evita repitiera una y otra vez «Quiero que me autoricen», como si no le bastara la promesa de Perón y necesitara el espaldarazo de los sindicatos. Ella conocía bien a su marido y se cuidaba de hacerle sombra. Empezó a exagerar el almíbar con que lo rociaba en los discursos. Lea, si puede, los de aquellos meses. «Soy una enamorada del general Perón y de su causa», repetía. «Un héroe como él sólo merece mártires y fanáticos. Yo estoy dispuesta a lo que sea por su amor: al martirio, a la muerte.»

Dos o tres veces la retiraron desmayada de los actos públicos pero, no bien volvía en sí, Ella se empeñaba en seguir adelante. Le diagnosticaron anemia o falta de sueño, aunque desde aquella mañana de febrero en la residencia yo malicié que tenía cáncer. El famoso doctor Ivanissevich se le presentó una noche con un equipo de transfusión de sangre. Evita lo echó a carterazos y el pobre hombre, que era un ministro impuesto por la Iglesia, no tuvo más remedio que firmar la renuncia. «Quiero que me autoricen», seguía repitiendo Evita. «Necesito que me autoricen, porque hasta los médicos están conspirando para apartarme de ustedes, queridos trabajadores. Están conspirando los oligarcas, los gorilas, los médicos, los antipatrias y los mediocres.»

Por fin, los caudillos de la CGT comprendieron la indirecta y decidieron anunciar la candidatura en un acto majestuoso.

Los preparativos comenzaron casi un mes antes. Ya la víspera de la ceremonia, que fue anunciada como Cabildo Abierto del Justicialismo, el país entero se había detenido, los trenes rebosaban de provincianos que desembarcaban en las fauces de la capital desconocida sin un centavo en las alforjas, era todo gratuito, hasta los cabarets y los hoteles, imagine usted aquellas muchedumbres oscuras, que jamás habían visto dos edificios juntos, enceguecidas por la lumbre de los rascacielos.

Ni le cuento la excitación de mis primas ante el interminable desfile de solteros intrépidos. Querían que les consiguiera un sitio en las tribunas de honor, pero yo llevaba más de diez días sin ver a la Señora y no me animaba a importunarla. Pensé que a lo mejor ni necesitaba mis servicios. Todo estaba fuera de cauce y de medida, el atardecer era madrugada, las palabras ya no tenían que ver con su sentido, a mí me parecía que estábamos hundiéndonos hasta el tuétano en una mentira, pero no sabía cuál era ni con que verdades se la podía comparar. En los diarios verá usted más claro el reflejo de lo que pasaba. Lea por ejemplo este recorte de Clarín:

“Hombres de poncho y botas, personas atareadas con valijines de cartón y paquetes, son, desde la mañana de ayer martes 21 de agosto de 1951, la avanzada de los contingentes derramados por el interior en las estaciones ferroviarias y en las terminales de omnibus y de micros.

¿De cuántos podría hablarse? ¿De un millón? Son muchos más, sin duda. Se los verá esta misma tarde al pie del arco de triunfo levantado en la intersección de las avenidas 9 de julio y Moreno.

El mencionado arco bajo el cual está el palco oficial, ostenta dos grandes retratos: uno del primer mandatario, y otro de su esposa, así como la sigla de la central obrera, y muchos gallardetes, estandartes, mientras en torno algunas de las innumerables entidades adheridas, han tendido leyendas que abarcan varias cuadras. ¿Una semana de jolgorio? No. Una semana histórica y de profunda unción cívica.”

En los papeles, la CGT era la organizadora del acto, pero fue Evita la que puso la maquinaria en movimiento. De Ella nació la idea de los trenes y ómnibus gratuitos, Ella ordenó los feriados para aliviar el trajín de la gente, por Ella se abrieron albergues y se sirvieron comidas a discreción.

Perón era un admirador de la escenografía fascista y casi todos sus actos de masa copiaban a los del Duce. Pero Evita, que no tenía otra cultura que la del cine, quería que su proclamación se pareciera a un estreno de Hollywood, con reflectores, música de trompetas y aluviones de público.

Las primas salieron a eso de las nueve de la mañana rumbo al acto, alhajadas y maquilladas como un árbol de Navidad. Yo me quedé solo en la casa, oyendo la radio. Cada tanto se leían proclamas encareciendo a la gente que aprovechara el sol del día feriado y acampara bajo los árboles de la avenida. Tuve el presentimiento de que en cualquier momento podría llamarme la Señora. Dicho y hecho. A eso de las tres sonó el teléfono. Me convocaban con la mayor urgencia al edificio de Obras Públicas, que estaba detrás del palco. «¿Cómo podré acercarme?», pregunté. «La radio dice que hay una muchedumbre nunca vista». «No se inquiete por eso. En quince minutos pasamos a buscarlo.»

Viajé en uno de los automóviles del presidente sin ser detenido en ninguna de las barricadas. Pude ver así unas pocas imágenes de la ciudad, aunque no sé si creerlas. Bajo el sarcófago de Manuel Belgrano habían montado un cine al aire libre, donde se proyectaban películas de propaganda sobre los asilos de ancianos, ciudades infantiles y hogares de tránsito fundados por Evita. Una legión de patriotas que tomaba en serio lo del Cabildo Abierto encendía velas en la antorcha de la catedral metropolitana donde está la tumba del general José de San Martín y exigía que el ataúd fuera llevado en procesión hasta el arco triunfal de la avenida Nueve de Julio. Un transatlántico navegaba perdido entre las dársenas y, aunque todos oíamos el bramido desesperado de sus sirenas, nadie acudía a prestarle auxilio; supe después que había encallado en el limo del río y que sus marineros habían bajado a tierra para sumarse a la fiesta.

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