Empezamos a vernos todos los miércoles a las nueve. Tomé la costumbre de sentarme en la banqueta de la manicura, con el anotador abierto y un paquete de cigarrillos Commander, mientras Alcaraz iba dejando caer sus recuerdos. A veces tomábamos ginebra, para entonarnos. A veces nos olvidábamos de toda sed y deseo. Creo que en aquellos momentos nació, sin que yo lo supiera, esta novela.
No volvió a tener noticias de Eva Duarte hasta 1944, me dijo. Cuando se la encontró en el rodaje de La cabalgata del circo , Ella era ya otra persona. Vaya a saber a qué abismos de miseria debió asomarse esta pobre chica, pensó entonces. Tenía la mirada llena de cicatrices y hablaba con voz imperativa. No se dejaba atropellar por nadie. Amparada en sus relaciones políticas, llegaba tarde al set, con unas ojeras profundas que las maquilladoras no conseguían borran Se la veía desgarrada entre el afán de lucirse en su papel y el miedo a defraudar al coronel Perón, ministro de Guerra, que era su amante y le pagaba una garconniére. Perón caía por los estudios de Pampa Films dos o tres veces a la semana, tomaba mate con el director y con los actores, y luego se encerraba con Evita en el camarín, esperando que se cambiara de ropa.
– Fue en esa época -dijo Alcaraz-, cuando me convirtió en su confidente.
De lo que sigue he conservado palabras sueltas, esqueletos de una lengua muerta que ya no significa nada cuando la leo de corrido. Frases como: “Luna Pk, festival por terremot se lo levant ahí mismo le dij Coronel gracias por exist Esa noch largó a Imbv ”, nada que pueda servir a los historiadores, nada que me haya servido a mi cuando escribí La novela de Perón . Sólo por momentos, los apuntes se vuelven más claros y puedo entrever el dibujo como si fuera un rompecabezas del que han desaparecido fragmentos aquí y allá, arbitrariamente.
Los recuerdos del peluquero no se publicaron nunca. Yo no lo hice por indolencia o porque mi imaginación estaba lejos de Evita. Escribir tiene que ver con la salud, con el azar, con la felicidad y el sufrimiento, pero sobre todo tiene que ver con el deseo. Los relatos son un insecto que uno debe matar cuanto antes y aquellas historias de Evita nunca eran para mí otra cosa que vanos aleteos en la oscuridad.
A fines de 1959 transcribí los monólogos de Alcaraz por pura inercia intelectual, y se los llevé para que los revisara. Tenía la impresión de que, al pasar su voz por el filtro de mi voz, se perderían para siempre la parsimonia de su tono y la sintaxis espasmódica de sus frases. Esa, pensaba, es la desgracia del lenguaje escrito. Puede resucitar los sentimientos, el tiempo perdido, los azares que enlazan un hecho con otro, pero no puede resucitar la realidad. Yo no sabía aún -y aún faltaba mucho para que lo sintiera- que la realidad no resucita: nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas. No sabía que la sintaxis o los tonos de los personajes regresan con otro aire y que, al pasar por los tamices del lenguaje escrito, se vuelven otra cosa.
Lo que sigue, mal que me pese, es una reconstrucción. O, si alguien lo quiere, una invención: una realidad que resucita. Antes de escribir estas páginas tuve mis dudas. Cómo hay que contar esto: ¿Alcaraz habla, yo hablo, alguien escucha, o hablamos todos a la vez, jugamos al libre juego de leer escribiendo?
Alcaraz habla. Yo escribo:
A mí Evita nunca dejó de respetarme. Le gritaba a todo el mundo, pero conmigo se cuidaba. Una vez me pidió que le enseñara cómo atender la mesa, porque a cada rato Perón se presentaba en su casa con gente importante a comer. La fui domesticando, como quien dice. «Empuñá los cubiertos por los extremos», le decía. «Encogé los meñiques al levantar la copa». Pero lo que más la refinó fue su instinto. Dicen que tenía defectos de dicción pero su problema no era ése sino las palabras difíciles que, por inseguridad, mezclaba en las conversaciones, confundiéndoles el sentido. Yo la oí decir «Voy del dentólogo» en vez de “Voy al dentista” o al odontólogo, y»No me alcanzan los molumentos» por “No me alcanza el sueldo o los emolumentos”. Se fue salvando de esos papelones porque miraba de reojo lo que hacían los demás y porque, cuando le corregían alguna palabra, la escribía en un cuaderno.
Al terminar “La cabalgata del circo” pasó algunos meses de indecisión vocacional. Lloraba delante del espejo, sin saber qué hacer consigo misma. No sabía si permanecer a la sombra de Perón como una simple mantenida, ya que hasta entonces él no hablaba de casamiento, o si debía seguir avanzando en su carrera de actriz, por la que había luchado tanto. No es fácil ponerse ahora en su lugar. Uno se olvida de que en aquellos tiempos la virginidad era sagrada y las mujeres que vivían con un hombre sin casarse estaban expuestas a las peores humillaciones. A las chicas de familia que tenían la desgracia de quedar gruesas no se les permitía abortar. El aborto era el peor de los crímenes. Se las mandaba a una ciudad desconocida para que parieran y al recién nacido lo entregaban a un hogar de huérfanos. Evita podía contar con la comprensión de su madre, que había pasado por todos los trances de la marginalidad y del desprecio, pero sabía que los altos mandos del ejército no iban a permitir que el ministro de Guerra formalizara con una mujer como ella. Seguir al lado de Perón era una manera de suicidarse, porque tarde o temprano a él le exigirían que se la quitara de encima. Pero Evita creía en los milagros de las radionovelas. Pensaba que si hubo una Cenicienta, podía haber dos. Con esa fe se lanzó al vacío. Le salió bien por carambola. En los peores momentos de duda buscaba en vano el consejo de Perón; él no quería opinar: le respondía que se guiara por los sentimientos. Aquello la dejaba aún más desconcertada, porque tomaba por desinterés lo que era tal vez un signo de confianza en su buen juicio.
la historia la fue arrastrando de un lado a otro y, antes de que se diera cuenta, el cine y la radio perdieron importancia en su horizonte. Creo que las últimas dudas se le disiparon en octubre de 1945, cuando a Perón lo pusieron preso y ella, abandonada por todos, se encerró en su departamento, esperando que la vinieran a detener. Se identificó más que nunca con María Antonieta, la heroína de su adolescencia; fue Norma Shearer oyendo desde la prisión del Temple los tambores de la guillotina. Cuando Perón fue liberado y vivió su noche de gloria en la Plaza de Mayo, Eva estaba muerta de miedo, cepillándose el pelo ante el espejo del dormitorio. Tenía los labios hinchados y una herida en el hombro. Esa mañana, mientras viajaba en taxi hacia el departamento de su hermano Juan, una turba de estudiantes la había reconocido y, al grito de»!Acaben con la yegua, maten a la Duarte!», rompió los vidrios y la golpeó con palos. Escapó por milagro. Se veía fea en el espejo, desfigurada, y no quiso salir de la casa hasta que Perón se la llevó a la quinta de un amigo, en San Nicolás. Evita vivió esos días en el peor de los desconciertos. No sabía qué iba a ser de su vida. Una noche me llamó por teléfono. «¿No lo molesto, Julio?», me dijo. «Puedo hablarle?». Nunca había pedido permiso para nada… Nunca lo volvió a pedir.
Ya sabe usted lo que siguió. Antes de que terminara octubre, Perón se casó con Ella en el departamento de la calle Posadas donde vivían, y dos meses después santificaron la unión en una iglesia de La Plata. Para la ceremonia religiosa le hice a Evita un tocado precioso, alto, con dos grandes ondas de las que brotaban ramilletes de azahares. Aunque ya estaba en plena campaña por la presidencia y no tenían tiempo ni para dormir, Evita siempre apartaba un momento para venir a mi negocio de Paraguay y Esmeralda, donde yo le iba aclarando el pelo de a poquito y ensayando peinados cada vez más simples. La confundía su nuevo papel de señora respetable. Hasta pocos meses antes había sido una actriz de reparto en folletines radiales que nadie oía, una figurita que mendigaba fotos en las revistas. Y de la noche a la mañana se veía convertida en una dama casada con el primer coronel de la república. Cualquiera se habría mareado con ese cambio, y más en una época donde las mujeres eran cero a la izquierda, sombras invisibles de los maridos.
Pero no Evita. Al sentir que tenía poder sobre el destino de la gente, se agrando. ¿Usted la vio en la foto que le tomaron cuando salía de la catedral el 4 de junio de 1946, agarrando del brazo a la mujer del vicepresidente Jazmín Hortensio Quijano? Fíjese en esos labios crispados por el miedo, en la mirada fría y desconfiada, en la pose canyengue de todo el cuerpo. Yo la peiné ese día con sobriedad, dejándole una leve insinuación de bucle bajo el sombrero de líneas otomanas, pero en aquellas naves imponentes donde Perón era ungido presidente de la república, ante la solemnidad del tedéum, Evita se sintió desfallecer. Pensó, durante un momento, que nunca saldría adelante. Y sin embargo véala sólo un mes más tarde en el teatro Colón, extendiendo los brazos hacia los curiosos que la esperaban a la entrada.
Nadie le podía ya sostener la mirada.
Ella sabía que tarde o temprano todo poder tiene su eclipse y quería conocer en un año las experiencias que a otros les llevan una vida. Se negaba a dormir. Llamaba por teléfono a sus auxiliares a las tres de la madrugada para darles alguna orden y a las seis los volvía a llamar para saber si la habían cumplido. En menos que canta un gallo urdió una red de ministros, espías y lameculos que la tenía al tanto de todo lo que pasaba en el gobierno. En eso era más hábil que Perón; pero si se esmero en el tejido no fue para hacerle sombra, como dicen, sino porque él era en el fondo un débil.
Una mañana de febrero fui a la residencia presidencial para cepillarle el pelo y tejerle una trenza. La noté decaída. Intenté distraerla hablándole de unas primas que habían llegado desde Lules, en la provincia de Tucumán, a buscar maridos en Buenos Aires.
– ¿Y ya encontraron? -me preguntó.
– Nunca van a encontrar -le dije-. Son muy feas, narices grandes, con verrugas, la mejorcita de las dos tiene un enorme bocio que no se puede operar.
Me interrumpió, con la imaginación en otra parte. Yo ya me había acostumbrado a sus cambios de humor, que los enemigos atribuían a la histeria. Con inesperada dulzura me tomó las manos y dijo:
– Esperame afuera un momento, Julito. Tengo que ir al baño.