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Nos levantamos, Biralbo pagó la cuenta, al rechazar mi dinero dijo que ya no era un músico pobre. Salimos a la calle y aunque todavía daba el sol en los pisos más altos de los edificios, en los ventanales y en esa torre semejante a un faro del hotel Victoria, había una opacidad de cobre al final de las calles y un frío nocturno en los zaguanes de las casas. Sentí la vieja angustia invernal de los domingos por la tarde y agradecí que Biralbo sugiriera en seguida un lugar preciso para la próxima copa, no el Metropolitano, uno de esos bares neutros y vacíos con la barra acolchada. En tardes así no hay compañía que mitigue el desconsuelo, ese brillo de focos en el asfalto, de anuncios luminosos en la alta negrura del anochecer, que todavía tiene en la lejanía límites rojizos, pero yo prefería que hubiera alguien conmigo y que esa presencia me excusara de la obligación de elegir el regreso, de volver a mi casa caminando solo por las vastas aceras de Madrid.

– Se marcharon tan aprisa como si los persiguiera alguien -dijo Biralbo al cabo de un par de bares y de ginebras inútiles; lo dijo como si su pensamiento se hubiera detenido cuando terminamos de comer y él no siguió hablándome de Lucrecia y de Malcolm-. Porque hasta entonces habían pensado instalarse de un modo definitivo en San Sebastián. Malcolm quería poner una galería de arte, incluso estuvo a punto de alquilar un local. Pero volvió de París o de dondequiera que estuviese aquellos dos días y le dijo a Lucrecia que tenían que irse a Berlín.

– Lo que quería era alejarla de ti -dije; el alcohol me daba una rápida lucidez para adivinar las vidas de los otros.

Biralbo sonreía mirando muy atentamente la altura de la ginebra en su copa. Antes de contestarme la hizo disminuir casi un centímetro.

– Hubo un tiempo en que me halagaba pensar eso, pero ya no estoy tan seguro. Yo creo que a Malcolm, en el fondo, no le importaba que Lucrecia se acostara de vez en cuando conmigo.

– Tú no sabes cómo te miraba aquella noche en el Lady Bird. Tenía los ojos azules y redondos, ¿te acuerdas?

– …No le importaba porque sabía que Lucrecia era suya o no era de nadie. Podía haberse quedado conmigo, pero se fue con él.

– Le tenía miedo. Yo lo vi aquella noche. Tú me has dicho que la amenazó con una pistola.

– Un nueve largo. Pero ella quería marcharse. Simplemente aprovechó la ocasión que le ofrecía Malcolm. Una barca de pescadores o de contrabandistas, un carguero con matrícula de Hamburgo, que a lo mejor tenía nombre de mujer, Berta o Lotte o algo así. Lucrecia había leído demasiados libros.

– Estaba enamorada de ti. También yo vi eso. Lo habría notado cualquiera que la mirase aquella noche, hasta Floro Bloom. Te dejó una nota, ¿no? Yo la vi escribirla.

Absurdamente me empeñaba en demostrarle a Biralbo que Lucrecia había estado enamorada de él. Con indiferencia, con lejana gratitud, él seguía bebiendo y me dejaba hablar. Expulsaba el humo sin quitarse el cigarrillo de los labios, tapándose la barbilla y la boca con la mano que lo sostenía, y yo ignoraba siempre lo que había tras el brillo atento de sus ojos. Acaso seguía viendo no el dolor ni las firmes palabras, sino las cosas banales que habían trenzado, sin que él se diera cuenta, su vida, aquella nota, por ejemplo, que contenía la hora y el lugar de una cita, y que él siguió guardando mucho tiempo después, cuando ya le parecía un residuo de la vida de otro, igual que las cartas que me confió y que yo no he leído ni leeré nunca. Hacía breves gestos de impaciencia, miraba el reloj, dijo que faltaba muy poco para que tuviera que irse al Metropolitano. Me acordé de las delgadas piernas, de la sonrisa y del perfume de la camarera rubia. Era únicamente yo quien se obstinaba en seguir preguntando. Veía la mirada de Malcolm en el Lady Bird y la asignaba al hombre que espera algo y camina despacio bajo una ventana, inmóvil a veces entre la leve lluvia de San Sebastián.

Mientras, Biralbo estaba en la casa, era allí donde lo había citado Lucrecia, tal vez fue ella misma quien le sugirió a Malcolm dos días antes que su encuentro conmigo tuviera lugar en el Lady Bird… Si él la vigilaba siempre, ¿de qué otro modo habría podido Lucrecia dejarle aquella nota a Biralbo? Me di cuenta de que razonaba en el vacío: si Malcolm desconfiaba tanto, si percibía la más leve variación en la mirada de Lucrecia y estaba seguro de que en cuanto su vigilancia cesara ella iría a reunirse con Biralbo, ¿por qué no la llevó consigo cuando se fue a París?

El jueves a las siete en mi casa llama antes por teléfono no hables hasta que no oigas mi voz. Eso decía la nota, y la firma, como en las cartas, era una sola inicial: L La había escrito tan rápido que olvidó las comas, me dijo Biralbo, pero su letra era tan impecable como la de un cuaderno de caligrafía. Una letra inclinada, minuciosa, casi solícita, como un gesto de buena educación, igual que la sonrisa que me dedicó Lucrecia cuando nos presentó Malcolm. Tal vez le sonrió así cuando fue con él a la estación y le dijo adiós desde el andén. Luego se dio la vuelta, subió a un taxi y llegó a su casa justo a tiempo de recibir a Biralbo. Con la misma sonrisa, pensé, y me arrepentí en seguida: era a Biralbo y no a mí a quien debía ocurrírsele ese pensamiento.

– ¿Ella lo vio marcharse? -pregunté-. ¿Estás seguro de que esperó hasta que el tren se puso en marcha?

– Y cómo quieres que me acuerde. Supongo que sí, que él se asomó a la ventanilla para decirle adiós y todo eso. Pero pudo bajarse en la estación siguiente, en la frontera de Irún.

– ¿Cuándo volvió?

– No lo sé. Debió tardar dos o tres días. Pero yo estuve casi dos semanas sin saber nada de Lucrecia. Le pedía a Floro Bloom que llamara a su casa y no contestaba nadie, ya no volvió a dejarme recados en el Lady Bird. Una noche yo me atreví a llamar y alguien, no sé si Malcolm o ella misma, cogió el teléfono y luego colgó sin decir nada. Yo daba vueltas por su calle y vigilaba su portal desde el café de enfrente, pero nunca los veía salir, y ni siquiera de noche podía saber si estaban en casa, porque tenían cerrados los postigos.

– También yo llamé a Malcolm para pedirle mis ochocientos dólares.

– ¿Y hablaste con él?

– Nunca, desde luego. ¿Se escondían?

– Supongo que Malcolm preparaba la huida.

– ¿No te explicó nada Lucrecia?

– Sólo me dijo que se iban. No tuvo tiempo de decirme mucho más. Yo estaba en el Lady Bird, ya era de noche, pero Floro no había abierto aún. Yo ensayaba algo en el piano y él estaba ordenando las mesas, y entonces sonó el teléfono. Dejé de tocar, a cada timbrazo se me paraba el corazón. Estaba seguro de que esa vez sí era Lucrecia y temía que el teléfono no siguiera sonando. Floro tardó una eternidad en ir a cogerlo, ya sabes lo despacio que andaba. Cuando lo cogió yo estaba parado en medio del bar, ni me atrevía a acercarme. Floro dijo algo, me miró, moviendo mucho la cabeza, dijo que sí varias veces y colgó. Le pregunté quién había llamado. Quién iba a ser, me contestó, Lucrecia. Te espera dentro de quince minutos en los soportales de la Constitución.

Era una noche de las primeras de octubre, una de esas noches prematuras que lo sorprenden a uno al salir a la calle como el despertar en un tren que nos ha llevado a un país extranjero donde ya es invierno. Era temprano aún, Biralbo había llegado al Lady Bird cuando quedaba todavía en el aire una tibia luz amarilla, pero cuando salió ya era de noche y la lluvia arreciaba con la misma saña del mar contra los acantilados. Echó a correr mientras buscaba un taxi, porque el Lady Bird estaba lejos del centro, casi en el límite de la bahía, y cuando al fin uno se detuvo él estaba empapado y no acertó a decir el lugar a donde iba. Miraba en la oscuridad el reloj iluminado del salpicadero, pero como no sabía a qué hora salió del Lady Bird se hallaba extraviado en el tiempo y no creía que fuera a llegar nunca a la plaza de la Constitución. Y si llegaba, si el taxi encontraba el camino en el desorden de las calles y de los automóviles, al otro lado de la cortina de lluvia que volvía a cerrarse apenas la borraban las varillas del limpiaparabrisas, probablemente Lucrecia ya se habría marchado, cinco minutos o cinco horas antes, porque él ya no sabía calcular la dirección del tiempo.

No la vio cuando bajó del taxi. Las farolas de las esquinas no alcanzaban a alumbrar el interior sombrío y húmedo de los soportales. Oyó que el taxi se alejaba y se quedó inmóvil mientras el estupor desvanecía en nada su premura. Por un instante fue como si no recordara por qué había ido a aquella plaza tan oscura y desierta.

– Entonces la vi -dijo Biralbo-. Sin sorpresa ninguna, igual que si ahora cierro los ojos y los abro y te veo a ti. Estaba apoyada en la pared, junto a los escalones de la biblioteca; casi en la oscuridad, pero desde lejos se veía su camisa blanca. Era una camisa de verano, pero sobre ella llevaba un chaquetón azul oscuro. Por el modo en que me sonrió me di cuenta de que no íbamos a besarnos. Me dijo: «¿Has visto cómo llueve?» Yo le contesté que así llueve siempre en las películas cuando la gente va a despedirse.

– ¿Así hablabais? -dije, pero Biralbo no parecía entender mi extrañeza-. ¿Después de dos semanas sin veros eso era todo lo que os teníais que decir?

– También ella tenía el pelo mojado, pero esa vez no le brillaban los ojos. Llevaba una bolsa grande de plástico, porque le había dicho a Malcolm que debía recoger un vestido, de modo que apenas le quedaban unos pocos minutos para estar conmigo. Me preguntó por qué sabía yo que aquel encuentro era el último. «Pues por las películas», le dije, «cuando llueve tanto es que alguien se va a ir para siempre».

Lucrecia miró su reloj -ése era el gesto de ella que más había temido Biralbo desde que se conocieron- y dijo que le quedaban diez minutos para tomar un café. Entraron en el único bar que estaba abierto en los soportales, un lugar sucio y con olor a pescado que a Biralbo le pareció una injuria más irreparable que la velocidad del tiempo o la extrañeza de Lucrecia. Hay ocasiones en las que uno tarda una fracción de segundo en aceptar la brusca ausencia de todo lo que le ha pertenecido: igual que la luz es más veloz que el sonido, la conciencia es más rápida que el dolor, y nos deslumbra como un relámpago que sucede en silencio. Por eso aquella noche Biralbo no sentía nada contemplando a Lucrecia ni comprendía del todo lo que significaban sus palabras ni la expresión de su rostro. El verdadero dolor llegó varias horas más tarde, y fue entonces cuando quiso recordar una por una las palabras que los dos habían dicho y no pudo lograrlo. Supo que la ausencia era esa neutra sensación de vacío.

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