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– ¿Pero no te dijo por qué se iban así? ¿Por qué en un carguero de contrabandistas y no en avión; o en tren?

Biralbo se encogió de hombros: no, no se le había ocurrido hacerle esas preguntas. Sabiendo lo que Lucrecia iba a contestar le pidió que se quedara, lo pidió sin súplica, una sola vez. «Malcolm me mataría», dijo Lucrecia, «ya sabes cómo es. Ayer volvió a enseñarme esa pistola alemana que tiene». Pero lo decía de un modo en el que nadie hubiera discernido el miedo, como si la posibilidad de que Malcolm la matara no fuera más temible que la de llegar tarde a una cita. Lucrecia era así, dijo Biralbo, con la serenidad de quien al fin ha entendido: de pronto se extinguía en ella toda señal de fervor y miraba como si no le importara perder todo lo que había tenido o deseado. Biralbo precisó: como si no le hubiera importado nunca.

No probó su café. Se levantaron al mismo tiempo los dos y permanecieron inmóviles, separados por la mesa, por el ruido del bar, alojados ya en el lugar futuro donde a cada uno lo confinaría la distancia. Lucrecia miró su reloj y sonrió antes de decir que iba a marcharse. Por un instante su sonrisa se pareció a la de quince días atrás, cuando se despidieron antes del amanecer junto a una puerta donde estaba escrito con letras doradas el nombre de Malcolm. Biralbo aún seguía en pie, pero Lucrecia ya había desaparecido en la zona de sombra de los soportales. En el reverso de una tarjeta de Malcolm había escrito a lápiz una dirección de Berlín.

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