– ¿No iba a venir hoy? -preguntó Chick.
Un perfume delicioso brotaba de los claros cabellos de Alise. Colin se apartó un poco.
– Creo que llegará tarde. Esta mañana andaba maquinando algo… ¿Por qué no venís a almorzar los dos a casa?… Podríamos ver de qué se trata…
– De acuerdo -dijo Chick -. Pero si te crees que voy a aceptar esa proposición sin más, te estás haciendo una falsa concepción del universo. Hay que encontrarte pareja. No voy a dejar que Alise vaya a tu casa; la seducirías con las armonías de tu pianóctel y yo no estoy por la labor.
– ¡Pero bueno!… -protestó Colin-. ¿Usted le oye?…
Pero no llegó a oír la respuesta. Un individuo de desmesurada longitud que llevaba cinco minutos haciendo una demostración de velocidad pasó por entre sus piernas doblado hasta el límite hacia adelante, y la corriente de aire producida elevó a Colin varios metros por encima del suelo. Éste se agarró al reborde de la galería del primer piso, trató de elevarse a pulso y cayó nuevamente, al lado de Chick y de Alise.
– Deberían prohibir ir tan deprisa -dijo Colin.
A continuación se persignó porque el patinador acababa de estrellarse contra la pared del restaurante, en el extremo opuesto de la pista, y se había quedado pegado allí como una medusa de papel maché descuartizada por un crío cruel.
Una vez más, los pajes-limpiadores cumplieron su cometido, y uno de ellos colocó una cruz de hielo en el lugar del accidente. Mientras la cruz se derretía, el encargado puso discos de música religiosa.
Después, todo volvió a su orden. Chick, Alise y Colin siguieron dando vueltas.