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– Preste atención, niña mía -dijo el profesor poniéndole la mano en el hombro-. Es una imagen completamente estúpida, porque según el Génie Civil de 15 de octubre de 1944, en contra de la opinión general, de las treinta y cinco especies de tiburones que se conocen, tan sólo tres o cuatro son devoradoras de hombre. Y aun así, atacan menos al hombre que el hombre a ellos.

– Habla usted muy bien -dijo Chloé con admiración. Le gustaba mucho este doctor.

– Y es Génie Civil quien lo dice -afirmó el doctor-, no soy yo. Y con esto, les dejo.

Dio a Chloé un sonoro beso en la mejilla derecha, le dio una palmadita en el hombro y empezó a bajar la escalerilla.

Se enganchó el pie derecho en el pie izquierdo y éste con el último escalón y cayó al suelo.

– Esta instalación suya es un poco peculiar -hizo observar a Colin mientras se frotaba vigorosamente la espalda.

– Le ruego me excuse -dijo Colin.

– Además -añadió el profesor-, esta habitación esférica tiene algo de deprimente. Pruebe a poner Slap Happy, probablemente le devolverá la normalidad; o, si no, acepíllela.

– De acuerdo -dijo Colin-. ¿Qué tal un pequeño aperitivo?

– No estaría mal-dijo el profesor-. ¡Hasta la vista, pequeña! -gritó a Chloé, antes de salir de la alcoba.

Chloé seguía riéndose. Desde abajo, se la veía sentada en el gran lecho rebajado como sobre un estrado majestuoso, iluminada desde un lado por la lámpara eléctrica. Los rayos de luz se filtraban a través de sus cabellos del color del sol en la hierba recién nacida, y la luz que había pasado por su piel se posaba, dorada, sobre las cosas.

– Tiene usted una linda mujer -dijo el profesor a Colin en la antecámara.

– Sí, es verdad -dijo Colin.

Y, de repente, se puso a llorar, porque sabía que estaba enferma.

– Vamos, vamos… -dijo el profesor-, me pone usted en una situación embarazosa… Voy a consolarle… Tenga…

Rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una carterita de cuero rojo.

– Mire, ésta es la mía.

– ¿La suya? -preguntó Colin, que trataba de serenarse.

– Mi mujer, quiero decir -explicó el profesor.

Colin, maquinalmente, abrió la carterita y explotó de risa.

– Ya está… ¿lo ve? -dijo el profesor-. No falla nunca. Todos se desternillan. Pero, en fin, ¿qué es lo que es tan divertido?

– Yo… yo… yo no sé -balbuceó Colin, y se desplomó, presa de una crisis de hilaridad.

El profesor cogió su carterita.

– Son ustedes todos iguales -dijo-. Piensan que las mujeres tienen que ser bonitas a la fuerza… Bueno, ¿qué hay de ese aperitivo?

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