Dentro, te lo juro, aparece el anillo más bonito que he visto en mi vida. Un anillo de platino, con tres brillantes. Se lo enseñé hace tres meses, durante un paseo por el centro comercial Copley. Estoy asombrada de que se haya acordado. El anillo costaba cerca de seis mil dólares, que no es tanto en realidad, pero para Juan es una fortuna.
– Por fin sé por qué odiaste Roma -me dice-. Siento haber tardado tanto. Tenía que haberte preguntado qué te apetecía hacer, en lugar de arrastrarte donde quería ir yo. Pensé que te gustaría que lo tuviera todo previsto, no tener nada en que pensar, poder relajarte, pero me equivoqué. Tendría que haberte llevado a comer a un sitio bonito. También me disculpo por eso.
Mi corazón parece que va a explotar.
– Y también he descubierto por qué me dijiste que no la primera vez que te pedí que te casaras conmigo -dice-. Creía que era porque no era suficientemente bueno para ti, pero no es eso. Es porque tú no crees que seas suficientemente buena para mí. Tienes miedo de que te abandone como los demás. Navi, nunca lo haré. Nunca te abandonaré. Puedo ser bajo, puedo ser pobre, pero te quiero con todo mi corazón, y ése sí es bastante grande.
Las lágrimas empiezan a resbalar por mis mejillas. Juan también está a punto de llorar.
– Así que voy a intentarlo de nuevo, antes de que sea demasiado tarde -me dice.
No puedo respirar.
– Usnavys, mi amor, ¿quieres casarte conmigo?
Miro a las temerarias. Todas sonríen. No puedo hablar. No sé qué hacer. Todo el restaurante nos está mirando.
– Di que sí, estúpida -dice Lauren, tan diplomática como siempre-. ¿Qué te pasa?
– Por favor, Navi, di algo. Me duele la rodilla -dice Juan-. Creo que me la he roto.
Extiendo la mano para coger la caja.
– Es perfecto -digo-. Pero eras perfecto sin esto. Claro que me casaré contigo.
Las temerarias rompen a aplaudir y todo el restaurante se une. Juan deja caer la cabeza en mi regazo, pone su mano en la mía, y me la llena de besos.
– Gracias -dice-. Te prometo que te voy a hacer la mujer más feliz del mundo.
Me coloca el anillo en el dedo y me da un beso.
– Eh, chicas -les digo a mis amigas cuando me suelta Juan-. Espero que no les importe, pero hoy voy a irme un poco más temprano.
– Vete -dice Rebecca.
– Lárgate -dice Lauren.
– Felicidades -dice Elizabeth.
Levanto a Juan del suelo y le hago girar sobre sí mismo. Entonces salimos corriendo de Umbra hacia el bello y luminoso atardecer.
¡Época de declarar los impuestos! ¿Por qué eso me hace encogerme? Quiero decir, nunca he debido nada. Nunca he defraudado o he mentido en mis impuestos. Soy una buena chica, y siempre me devuelven algo. Es la pobreza, creo. Ahora no soy pobre, pero lo era. Y cuando has sido pobre, las cosas del dinero te perturban el resto de tu vida. No deberían. Debería brincar de alegría en época de impuestos, igual que debería poder escoger racionalmente hombres comprensivos y honrados, en lugar de toparme accidentalmente con ellos cuando escojo tipos buenos pensando equivocadamente que son malos. Pero en cuestiones del corazón y de impuestos, el «debería» no tiene sentido. Gracias a Dios por equivocaciones como mi nuevo hombre.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 16. REBECCA
Brad se muda un soleado y fresco lunes de primavera. Los pájaros cantan en los árboles, y las flores bailan bajo la brisa por la avenida Commonwealth. Cuando se muda, no estoy en casa. Estoy muy ocupada todo el día con reuniones, cerrando la revista, arreglando temas de impuestos con mi contable, y visitando a Sara en el hospital otra vez. He coordinado a su familia y amigos para que siempre haya alguien con ella. No quiero que esté sola. Nunca he rezado tanto por algo en mi vida.
Después de trabajar, quedo con mi agente de la propiedad, Carol, en un café de moda de color amarillo que hay en South End, para picar rápido una ensalada de alcachofas, y salir a ver casas. Llevo meses buscando, y todavía no he encontrado nada que me guste. Carol está a punto de rendirse. Por eso de vez en cuando le envío algún regalo, para hacerle saber que valoro su esfuerzo, y que busco casa en serio. Debe de ser muy difícil trabajar a comisión cuando dedicas meses a alguien sin cobrar un centavo. Quiero que sepa que la aprecio. Me ha asegurado que me está enseñando todas las casas disponibles en South End, pero la oferta en el mercado inmobiliario es escasa. Lo comprendo. No soy impaciente. Si he aprendido algo de este matrimonio ficticio con Brad, es a esperar el momento oportuno y confiar en mis instintos. A no volver a conformarme.
Como de costumbre, el primero es un apartamento de alquiler inaceptable, sucio y en mal estado. El segundo tiene posibilidades. Pero el tercero, me encanta. ¡Por fin! Meses buscando y aquí está, la casa de mis sueños. Creo que es una señal de Dios de que por fin mi vida va a cambiar.
La casa está en una tranquila calle con árboles y un camino de piedras y césped. Tiene cinco alturas, un par de habitaciones espaciosas y elegantes en cada planta, y una gran cocina en forma de isla en el nivel del jardín. Cuando revisamos la sobria y oscura biblioteca, le susurro a Carol que quiero hacer una oferta; lo hago a pesar de que la anciana rubia que vende la casa insinúa varias veces que está fuera de mis posibilidades. Cuando inspecciono el baño principal, por ejemplo, la dueña me muestra el bidé y me explica en voz demasiado alta y lenta que es lo que usan los europeos para enjuagarse después de usar el inodoro. Cuando admiro los candelabros del vestíbulo, me dice:
– Sí, son Minka, es una iluminación muy cara.
Y lo primero que dijo cuando llegamos fue que no estaba interesada en «alquilar la casa».
Ignoro sus comentarios y no los magnifico con reacción alguna. Sin embargo, la sonrisa de Carol desaparece y mira a la dueña con disimulada indignación durante todo el recorrido por la casa. Cuando Carol y yo salimos a la calle empedrada, con la fuente salpicando en el medio, deja escapar un suspiro de disgusto y se disculpa, como si tuviera la culpa. Está indignada.
– Esta gente -dice-. Lo siento mucho.
Le toco el hombro y digo:
– Carol, deja que el dinero hable por sí solo. Es la mejor política. Ofrezcamos un millón doscientos. Es un poco más de lo que piden.
Llego a casa y sus cosas ya han desaparecido. O, mejor dicho, ha desaparecido la ropa, los efectos personales del baño, el ordenador y los libros. Las únicas cosas con las que ha contribuido, las únicas que le han importado lo suficiente para llevárselas.
También hay una nota, garabateada en lápiz al dorso de un sobre usado, en la mesa del comedor. Ha encontrado, dice, una mujer íntegra, apasionada y con ideas. Se llama Juanita González, y la conoció en el autobús a Harvard Square. Subraya con dos líneas el nombre de Juanita González, como si me importara. Me imagino que ha encontrado a su madre Tierra, su causa inmigrante, la mujer que estará a la altura de las bajas expectativas que sus padres tienen de las mujeres con apellidos españoles.
Mejor para él.
En el resto de la nota me informa de que va a presentar los papeles del divorcio.
– Bien -digo en voz alta.
No me importa en absoluto. No era un verdadero matrimonio de todas formas; era un experimento antropológico.
Miro por la ventana hacia la oscuridad durante una buena media hora, sin moverme, viendo a la gente pasear por la ancha alameda de la avenida Commonwealth, vestidos con suéteres o en mangas de camisa; los abrigos están guardados durante un tiempo. Soy feliz, absolutamente feliz. Y me siento tan culpable que no puedo soportarlo. Trato de resumir en mi mente el matrimonio. Abro carpetas en mi cerebro, y perfiles, y organizo este desastre hasta que parece manejable. Podría llorar, claro, pero no sé para qué. En los últimos meses era como si estuviera desligándome de Brad, acostumbrándome poco a poco a estar sin él. Su desaparición no me sorprende, y no estoy tan dolida como preocupada por cómo explicárselo a mis padres y cómo arreglar mi nulidad para poder volverme a casar algún día ante los ojos de Dios.