Justo entonces suena mi teléfono móvil. Contesto. Es Juan. Quiere saber dónde estoy. Le digo que estoy en Umbra, para recordarle que soy una señora con estilo, y después le pido que no me vuelva a llamar. Sigue hablando cuando apago el móvil. Cuando cuelgo, he perdido mucho de la conversación.
– Lo siento -les digo-. ¿Me ponéis al día?
Rebecca dice:
– Bueno, Liz estaba diciendo que Sara no quiere que la traten como a una víctima, así que estamos pensando que la mejor manera de enfocarlo es intervenir directamente, pero que sea Liz la que hable. Son íntimas amigas, y Liz es la que mejor se entiende con ella.
– Genial.
– Debemos crear un fondo común y sacar a Roberto de la miseria -dice Lauren.
Elizabeth se ríe.
– Realmente no es mala idea.
– Muy graciosa, Lauren -dice Rebecca-. Tenemos que ponernos serias. Esto es un asunto muy serio.
– Eh, sólo intenta relajar el ambiente -dice Elizabeth-. ¿Por qué siempre te metes con Lauren?
– ¿Quién, yo? -pregunta Rebecca-. No se toma nada en serio. Perdona, pero es ella la que siempre se está metiendo conmigo.
Estoy perpleja. Nunca pensé que viviría para ver a Rebecca afrontar una situación así.
– Yo no te ataco -dice Lauren fulminándola con la mirada.
– Sí que lo haces. Siempre que digo algo pones los ojos en blanco, o suspiras o haces muecas. ¿Qué te he hecho yo?
Nunca he oído a Rebecca tan enfadada.
– Vaya -digo.
No hay forma. Creen que son las únicas dos personas en esta habitación.
– Eres tan estirada que me pones enferma -dice Lauren-. Bien, ahí está, ya lo he dicho. Entras aquí con tus folletos, como si lo supieras todo, y tratas de controlar toda la conversación y la «estrategia». Ni siquiera puedes hacerme un cumplido sin criticarme por no llevar el collar apropiado. Actúas como si estuvieras en una reunión de negocios, te lo juro. Ni siquiera sabes relajarte cuando sales con tus amigas.
– ¿Estirada?
– Ya lo has oído.
– Por lo menos no estoy loca ni he perdido el control como tú. Por lo menos no siento la necesidad de contarle al mundo entero hasta el más mínimo problema que tengo.
– ¿Qué quieres decir?
– Venga, venga, venga, ya es suficiente -dice Elizabeth-. No os peleéis.
– No -dice Lauren-. Se veía venir desde hace mucho tiempo, y por fin le voy a decir lo que pienso.
Lauren dispara contra Rebecca una larga lista de defectos.
– Ya está bien -digo-. Lauren, para ya.
Por primera vez me doy cuenta de que Lauren está extremadamente celosa de Rebecca. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Miro a Rebecca, y me sorprende verla llorando, dignamente, pero llorando.
Llorando, mi'ja.
Me levanto y la abrazo. Lauren está tan sorprendida como yo.
– Lo siento -le dice Rebecca a Lauren-. Lo siento, no soy perfecta. Tienes razón. Tienes razón en muchas cosas. Estoy asustada. Soy una estirada. Estoy tensa. No bailo. Estoy casada con un monstruo. Pero ¿por qué tienes que decírmelo? ¿Acaso crees que no lo sé?
Lauren está pasmada.
– Yo, yo… -tartamudea.
– Has ido demasiado lejos -le dice Elizabeth-. Lauren, Rebecca es un ser humano.
– Hay algo que tampoco sabes -dice Rebecca.
Intervengo:
– Rebecca, cariño. No tienes que decir nada. No hemos venido aquí para machacarte.
– No, quiero hacerlo -dice ella-. ¿Vale, Lauren? Sólo para que sepas que estoy tan jodida como tú. Estoy enamorada de André, el hombre que me ayudó a crear la empresa. Quiero divorciarme de Brad, pero no sé cómo se lo tomará mi familia. Me siento sola. Mi padre no hace más que atropellar a mi madre, y ella es mucho más inteligente que él; le odio por eso. No he hecho el amor con nada más que mi mano en los últimos meses. Deseo tanto estar con André que no puedo concentrarme en el trabajo. Ahí lo tienes. Creo que eso es todo.
Estalla en sollozos.
– ¡Vaya! -dice Lauren.
Parece avergonzada.
– Espero que estés contenta -le digo a Lauren-. De verdad, mi' ja, ¿qué es lo que te pasa? He intentado tener paciencia contigo, pero es imposible. Haces daño a tus amigas, te lo haces a ti misma. Y estoy harta de presenciarlo.
– No, esperad, hay más -dice Rebecca-. Te envidio, Lauren. Seguramente esto te sorprenda. Pero te envidio. Eres mucho más libre que yo. Dices lo que piensas. Vives la vida apasionadamente. Ahora sí lo he dicho todo.
Elizabeth apoya la cabeza entre las manos, y todas estamos mirando la mesa en silencio cuando vuelve el camarero con los primeros platos.
– Perdona, Rebecca -dice Lauren por fin-. No tenía ni idea.
– Mirad esto -dice Rebecca. Saca una bolsa de Victoria's Secret a rayas rosas y blancas de debajo de la mesa-. Mirad lo que he comprado hoy.
Saca un conjunto de ligas rojas muy sexy, con braguita y sujetador, y lo pone encima de la mesa.
– ¡No te habrás atrevido! -exclamo.
– Pues sí.
– ¿Para quién es? -pregunta Elizabeth.
– Para nadie. Ésa es la parte más triste. Para el fondo del cajón. Como los demás.
Me río.
– ¡La vida secreta de Rebecca Baca, al descubierto!
– Muy graciosa -dice.
– Tienes que tener a alguien para ponértelo -dice Elizabeth-. Si no, ¿cuál es la gracia?
– André parece un gran tipo -dice Lauren-. Póntelo para él. ¿A quién le importa? No a Brad, desde luego.
– Me ha dicho que me quiere -dice Rebecca.
Su sonrisa revela que no está hablando de Brad.
– ¿André? -le pregunto. Ella asiente con la cabeza-. Entonces ¿cuál es el problema, chica?
– Los católicos no son partidarios del divorcio.
Elizabeth dice:
– Mira, últimamente he estado pensando mucho en Dios. Creo que a él todo le parece bien mientras mantengamos nuestros corazones puros y limpios.
– Sí -dice Rebecca-. Quizá.
Lauren abraza a Rebecca. Las dos están llorando. Una ronda de disculpas.
– ¿Tenéis el síndrome premenstrual también? -pregunto.
– Joder, sí -dice Lauren.
– Pues pensándolo bien, sí -dice Rebecca con una sonrisa.
– Ay, Dios mío -murmura Elizabeth.
Entonces llega el resto de la comida.
Cuando nos ha servido, el camarero se inclina hacia nosotras.
– No he querido interrumpir antes, pero hay un tipo aquí que dice conocerlas. Trae un paquete y dice que es algo para una de ustedes. Pensaba que a lo mejor es uno de esos locos, por eso les pregunto. ¿Quieren que llame a la policía?
Todas nos volvemos a la vez y miramos hacia la puerta. Allí, con el pelo mojado y la raya en medio, está Juan. Lleva su mejor traje (que no es decir mucho) y alza entre sus temblorosas manos una cajita dorada. Me sonríe y me saluda con la cabeza, torpe como siempre. Mi corazón late descontroladamente.
– Ay, Dios mío -digo.
– ¡Juan! -grita Lauren-. Ven para acá, hombre.
– ¡No! -grito. No sé qué hacer. Quiero salir corriendo.
Las temerarias se ríen.
– ¿Sabes? -dice Rebecca-. Ésta es la otra propuesta del día, tiene que ver contigo y con ese agradable hombre que está allí, Juan.
– ¿No es un amor, chicas? -pregunta Elizabeth-. Tiene tan buen corazón.
– Es un buen hombre -dice Lauren-. Y te adora.
Veo que Juan tiene un ramo de flores escondido detrás de él, envuelto todavía en plástico transparente. Está sudando.
– Gracias a Dios que sigues aquí -dice sin aliento cuando llega a la mesa-. Hola a todas.
Y hace el gesto de descubrirse la cabeza.
– Ahora, si me disculpáis, tengo un asunto del que ocuparme.
Se desploma sobre una rodilla en el suelo delante de mí y, alzando las flores que seguro acaba de comprar en el metro, me dice:
– Son para ti.
Las cojo. Se aclara la voz varias veces, parece estar afónico. Empieza a hablar pero le sale un chillido. Es triste. Me avergüenzo de querer tanto a este hombre.
– Vamos, Juan -Lauren lo anima-. Tú puedes.
Traga. Abre la caja.