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Capítulo 20. ELIZABETH

Por fin he dimitido. He tardado cuatro meses, lo suficiente para ver si mi escándalo afectaría de verdad los índices de audiencia. No lo hizo. La gente seguía en sintonía. Pero toda esta experiencia me ha afectado mucho. No quiero salir en las noticias. Creo que los informativos, sobre todo los televisivos, son superficiales y una pérdida de tiempo. Así que lo hice. Dimití. Sin dudarlo.

John Yardly esperó hasta que terminé de dar las noticias de la mañana, andando de un lado para otro como animal enjaulado, sudando nervioso, y me pidió que fuéramos a su oficina. Le había dicho que tenía que hablar con él, y creo que sabía lo que le iba a decir. Aquello ya no tenía sentido.

Mientras le explico mis planes de dejar la profesión, se para al lado de la ventana y observa a un pequeño grupo de lunáticos que aún mantiene su vigilancia de odio en la calle. Hacen acto de presencia todas las mañanas. ¿Es que no tienen trabajo? Esto también se ha convertido en un combate ritual para otro grupo igual de chiflado que me apoya, y que se coloca en el lado opuesto de la calle con sus propias pancartas. Soy el foco de una guerra moral entre la extrema derecha cristiana y la extrema izquierda gay en el centro de Boston. La historia ha salido incluso en las noticias nacionales, que han hecho ver un enfrentamiento mucho mayor. Lo que más odio es a esas dos drag queens que han decidido presentarse disfrazadas, y que parecen las mujeres más gordas, peludas y feas del mundo; eso no me ayuda.

Cada vez pienso más en Colombia, y tengo muchísimas ganas de volver.

No sé cómo protegerme de la mirada de John. El grasiento, escurridizo y defraudado director de informativos. ¿Qué se puede hacer con un hombre así?

– La audiencia -dice. Tiene los informes de Nielsen de los últimos cuatro meses en una pequeña pila ordenada encima de la mesa-. Si hiciéramos un gráfico, Liz, iría directo al cielo. ¿Quién se hubiera imaginado que todo esto aumentaría nuestros índices de audiencia? Supongo que a la gente le gustan las lesbianas. A mis amigos les caen bien.

– No hace falta que me digas eso -replico.

– Sabes que no tenemos prejuicios contra ti, Liz, nos caes bien. Somos tus amigos. Era una broma.

– Ah.

– ¡Sí, maldita sea, una broma! Es que… no puedo creer que lo dejes. No hemos dejado de apoyarte, y tal y como estaban las cosas… Nos debes mucho.

– ¿Qué, John?

– La polémica, Liz. Es lo único a lo que me refiero. Si quieres ir a casa y tirarte a un perro, me da igual, ¿vale? Acuéstate con quien quieras. Yo dirijo los informativos. Lo único que me interesan son los índices de audiencia. Y están altísimos. El público ha hablado, ¿sabes lo que quiero decir? No sé si es por tu sexualidad o por tu religiosidad, pero te quieren. Liz, estamos en Boston: la capital del liberalismo. Sea lo que sea, están diciendo que les gusta. No pregunto por qué, a veces me lo dicen y otras veces no. A unos no les gusta tu acento, a otros que te tiñas el pelo de rubio. Hay mil razones para que no les gustes. Pero la mayoría te adora. Te necesitamos. Por favor.

– Lo siento.

– ¿Quieres ser productora o qué, muñeca? Dime qué quieres para quedarte. Lo que quieras.

No tengo que pensarlo. A estas alturas, sería un alivio no tener que aparecer más por aquí. Las musas me han inspirado para que haga algo mejor con mi vida. Quiero escribir poesía. En Colombia. Quiero volver a casa.

– No, gracias -digo-. Te lo agradezco. Pero no. Necesito dejarlo.

– ¿Qué?

– Lo siento. Pero no.

– Mira, Liz, sabías que en algún momento tendrías que ponerte al otro lado de la cámara, ¿o no? No puedes ser presentadora siempre, ¿verdad? Empiezan las arrugas, la doble papada, unas cuantas canas, ya sabes cómo va esto.

– Creo que no me entiendes -digo-. No quiero saber nada más del informativo.

– Entonces, acepta el puesto de productora. De verdad que necesitamos a alguien como tú en el otro bando. Si te vas, lo lamentarás.

– ¿Yo?

– Tienes mucha experiencia y buenas ideas. Y hablas español.

– Lo siento, John. Ha llegado el momento de hacer otra cosa. Me he sentido así desde que emitimos aquellos anuncios con esa profunda voz diciendo: «Cubrimos el tiempo como si fuera noticia… porque el tiempo es noticia». De todas formas, gracias.

– Entonces ¿te vas?

– Supongo que sí.

Suspira.

– Lo siento de cojones, Liz. Eras una buena presentadora. La mayoría de la gente tiene mierda en lugar de cerebro.

– Sí.

– Habla con Larry en recursos humanos y te calculará el finiquito. Puedes contar con un par de meses de sueldo al menos. Te lo arreglaremos.

– Gracias.

Me levanto y le doy la mano.

– Eh -dice-. ¿Sin rencores?

– Ninguno -le digo-. Te deseo lo mejor. Ha sido interesante.

– Si alguna vez necesitas una buena referencia, llámame -dice.

Decido llamar a Larry más tarde. Ahora sólo quiero salir de este edificio. El aire está cargado con el dulce olor de la muerte. Ni siquiera me quito el maquillaje. Cojo el abrigo y el gorro, y me dirijo al ascensor del aparcamiento, sin escolta esta vez. No quiero seguir aquí ni un segundo. Salgo del aparcamiento conduciendo la camioneta a toda velocidad para alejarme de los locos que gritan con la boca abierta, toda una costumbre ya. Cuando ya estoy en la autopista, llamo a Selwyn a su oficina.

– ¿Recuerdas el año sabático que me has dicho que podías tomar cuando quisieras? -pregunto.

Estoy jadeando como si hubiera corrido los cien metros lisos.

– Claro -dice-. ¿Por qué?

– ¿Cuándo puedes tomártelo?

– Ahora. Las clases de verano no empiezan hasta dentro de unos días, y, además, no doy muchas clases. Este semestre me tienen investigando, quieren que publique. Así es la vida académica. ¿Por qué?

– Entonces tómate el año sabático. Nos vamos a Colombia.

– ¿A Colombia?

– Puedes escribir allí, ¿no?

– Puedo escribir en cualquier parte donde haya papel.

Se lo explico mientras conduzco. Voy a toda velocidad, volando rumbo a mi vida, libre por fin. Quiero irme de esta tierra baldía, fría y gris, de esta cultura odiosa donde la gente no te abraza si no hay sexo de por medio, de las mentiras y exageraciones de la gente sin principios. Quiero sentir de nuevo la brisa tropical en la piel. Quiero ver las caras de mi gente otra vez, oír el ritmo de nuestra lengua. No puedo explicarlo bien, pero tengo verdadera necesidad de volver a Colombia. Le cuento que lo he dejado, le cuento mi sueño.

– Necesito intentar escribir poesía -le digo-. En español, sobre mi vida, y necesito hacerlo en Colombia.

– Está bien -dice-. Pensémoslo bien. Asegurémonos de que eso es lo que quieres hacer.

– Lo es. Lo he pensado, y necesito extender mis alas y volar, Sel, intentar ser la poeta que siempre quise ser. Pero no en inglés. No en tu idioma. Quiero escribir sobre mí y quiero hacerlo en mi propio idioma. Quiero escribir en español sobre la experiencia de ser lesbiana, un idioma que nunca ha aceptado a las mujeres como yo. Quiero tomar un machete y desbrozar la jungla de la ignorancia. Aunque parezca una locura, quiero regresar a Colombia.

– ¿Estás segura? Ahora la cosa está chunga por allí.

Lo estoy. Nos vamos durante un año, y espero que Selwyn llegue a comprender quién soy. Aprenderá a bailar a mi ritmo como yo aprendí a bailar al suyo.

Selwyn, tal como es, hace lo que tiene que hacer, se aferra a la oportunidad de experimentar algo nuevo. Hacemos las maletas, comemos pizza y bailamos a ritmo de Nelly Furtado, su artista favorita. Alquilamos nuestras casas a unos universitarios cuyos padres pueden costeárselo, y dejo la camioneta en el enorme garaje de casa de Sara.

Contactamos con una inmobiliaria colombiana para alquilar una casa amueblada para todo el año en la costa de Barranquilla. Sara nos lleva al aeropuerto con los niños, en su Range Rover. Nos menciona unas extrañas llamadas llorosas que ha recibido últimamente, y que según la policía, proceden de Madrid. Roberto no cede. Aún no hemos oído la última palabra de su boca enfermiza. La situación económica y el bienestar físico de Sara me preocupan. No me iría para siempre sólo por ella. Por ella -y por Roberto, porque le temo-, tengo que regresar pronto. Nos despiden con un fuerte abrazo. Nos subimos al avión.

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