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– Les importa porque todos te deseaban, los hombres. Y todas las mujeres querían ser como tú.

– No puede ser verdad -digo.

– Claro que lo es. Liz, el informativo no tiene nada que ver con informar. Tiene que ver con entretener. Es una cuestión de sex appeal. Si eres gay, o lesbiana, les da igual, ya no pueden fantasear.

– ¿Es eso lo que piensas?

– Es lo que sé. Mira a George Michael. ¿Cuándo fue la última vez que oíste una de sus canciones en la radio? Somos el número uno gracias a ti, Liz -dice-. Porque eres guapa, encantadora y dulce. Porque para esta ciudad eras la mujer perfecta. Una negra preciosa que habla como una blanca, pero que en realidad es hispana. Fue un maldito acierto. Nos quitamos todos los granos del culo cuando te contratamos. Nos enfrentaremos a esto juntos, ¿verdad?

Su última afirmación era tan ofensiva que no estaba segura de lo que hacer.

– No lo sé.

– Piénsatelo -dice con un suspiro de preocupación-. Sólo piénsatelo.

– Lo haré. ¿Puedo irme ya?

Asiente.

– Ten cuidado ahí fuera -dice-. La gente está loca. ¿Quieres que te acompañe el guardia hasta el coche?

Indico que sí con la cabeza.

La guardia, una gorda y masculina mujer, me mira con simpatía.

– No deje que le afecte -dice cuando monto en la camioneta-. No representan a la mayoría.

Me pongo un sombrero y gafas de sol antes de apretar el botón y abrir la puerta del garaje para salir a la luminosa luz del día.

Las luces de los flashes me ciegan.

– Jesús, María y José -digo.

Piso el acelerador hasta el fondo y me alejo de las cámaras, saltándome el primer semáforo en rojo para poner la mayor distancia posible. Los periodistas son peores que los manifestantes, forman un escándalo para aumentar sus niveles de audiencia. Tengo la extraña sensación de estar siendo devorada. Cruzo las tortuosas colinas del North End por calles secundarias y cojo la autopista por una entrada insospechada lejos de la estación.

He conducido tan bien para dar esquinazo a la gente que me siento como una delincuente. ¿Por qué tengo que sentirme así?, ¿sólo por ser quien soy? ¿Por qué tengo que esconderme y correr? Una vez en la autopista respiro hondo y acelero para que no puedan seguirme.

Pero ¿adonde voy? No quiero ir a casa o donde Selwyn. No puedo llamar a Lauren, o a Usnavys o a Rebecca porque todas están trabajando. Sólo queda Sara. Necesito hablar con alguien, desahogarme, y decidir qué hacer. ¿Me hablará? Tengo que pensar bien lo que estoy haciendo.

Uso el móvil para llamar a Selwyn a su oficina.

– No vayas a casa -le digo-. Los periodistas se han vuelto locos hoy.

– Dios mío.

– Mucho.

– De todas formas, vamos a cenar en casa de Ron esta noche -dice.

Ron es su compañero de trabajo, un profesor de voz amable que da un curso sobre literatura del odio. Él y su esposa nos han ofrecido su casa.

– De acuerdo -digo-. Pero ¿qué hago hasta entonces?

– Vete a algún sitio seguro donde no te hayan visto antes.

Sara.

Marco el número de Sara y contesta ella; suena cansada y aturdida.

No me cuelga, pero no habla.

– Por favor -le ruego-. Te echo de menos. Necesito hablar contigo.

– Liz, lo siento -dice-. No puedo. Estoy organizando un viaje con Roberto para la semana que viene. Lo siento. Estoy liada.

– ¡Sara! ¡Me quieren crucificar! -empiezo a llorar-. No sé qué hacer. Sé que no lo apruebas, pero ¿de verdad me odias tanto como para ver mi carrera destrozada por unos periodistas de mierda?

Después de unos momentos de silencio, cede.

– De acuerdo, puedes venir. Pero sólo un rato. Hasta que se nos ocurra qué hacer. Pero no puedes estar aquí cuando llegue Roberto. Me mataría.

Capítulo 12. SARA

Oye, chica, ¿qué he hecho? Elizabeth no debería estar aquí. Mira, ya lo sé. Pero parecía desesperada. Y ahora mismo me necesita. Una no le da la espalda a diez años de amistad sólo porque quiera tu marido. Yo no. Pero aun así, necesito tiempo para hablar con Roberto de todo esto, para asegurarme de que no vaya a hacer una estupidez. Con él nunca se sabe. Ahora Liz está aquí y el colegio está a punto de terminar. No quiero que los niños la vean cuando lleguen a casa y se lo digan a su padre. Voy a tener que pensar algo nuevo para que mantengan la boca cerrada. Ya no se conforman con chucherías.

Vilma sigue frotando el mismo sitio en la consola de videojuegos de los niños, escuchando nuestra conversación. Es entrometida, pero no me traicionará. La conozco. Ella me es fiel a mí, no a mi marido.

Elizabeth está sentada en el mullido sillón de nuestro cuarto de estar, bebiendo a sorbos un café que le ha traído Vilma. Cuando acerca la pequeña taza blanca a sus labios, tiembla entre esas elegantes manos de dedos largos y delgados, y cuando la vuelve a poner en el plato repiquetea. Mira absorta la alfombra beige, se aclara la garganta como si fuera a hablar y se queda helada.

– Liz -digo, y me mira con cara inexpresiva-. Fíjate. No me importa con quién te acuestes. De verdad que no.

– ¿De verdad?

– Sí, de verdad. ¿Crees que soy idiota? A mí me da lo mismo. Pero Roberto no quiere que vuelva a verte. Cree… él cree… -No puedo terminar la frase. Miro al suelo y murmullo removiendo una bebida imaginaria en el aire-. Que tú y yo, yo y tú. Ya sabes.

Al otro lado del cuarto, Vilma se tropieza con sus propios pies, resoplando.

– ¿Cree que somos amantes? -pregunta Elizabeth riéndose.

Puedo ver los hombros de Vilma enderezarse y tensarse. Se va a quitar el polvo del archivador de los compactos, dejando escapar un suspiro al andar.

– Sí -digo-. Eso es lo que cree.

Vilma sacude la cabeza. Elizabeth sigue riéndose.

– Eh -digo-. ¿Qué te parece tan divertido? ¿Crees que soy demasiado fea o algo así? Sería buena amante. Sería una gran amante, lo sabes.

– No, no -dice Elizabeth-. No lo dudo. Pero sinceramente nunca te he visto de esa manera. Nunca.

Se corta.

Oigo a Vilma susurrar en español:

– Ay, Dios mío.

Me mira.

– ¿Nunca te he atraído?

Escucho sorprendida mi propia voz. Tengo que admitir que estoy un poco decepcionada por su respuesta. Quiero decir, ¿por qué no habría de verme atractiva? ¿Acaso soy algún tipo de monstruo? Debería decirle a Vilma que se largara, pero me divierte escandalizarla.

– Lo siento, Sarita -me dice Liz afectuosamente-. Pero no eres… mi tipo.

Frunzo el ceño, herida.

– ¿Y quién lo es? -le pregunto, pero no estoy segura de querer saber la respuesta.

Sonríe tímidamente arqueando una ceja.

– ¿Una de las temerarias? -pregunto.

Asiente débilmente.

– ¡No puede ser! -grito-. De acuerdo, de acuerdo, déjame ver, déjame adivinar.

Pienso durante un momento. Rebecca tiene el pelo más corto. A las lesbianas les gustan las mujeres con el pelo corto, ¿no?

– Rebecca -digo.

– Ni en un millón de años -responde Liz.

– Entonces ¿quién?

– Lauren.

Ahora soy yo la que se ríe.

– ¿Lauren? ¿La loca de Lauren? ¿La que escribe que es una semilla en el periódico? Coño, chica, pero 'tas loca. Yo soy mucho más guapa que Lauren. Soy la temeraria más guapa de todas…

Liz se ríe:

– Vale, si tú lo dices.

– Olvídalo, chica. Sabes que bromeo. Lauren es muy guapa. Está loca, pero es bonita. Es lo suficientemente rara para…, oh -enmudezco dándome cuenta de que acabo de insultar a Elizabeth.

– No te preocupes -dice.

– ¿Desde cuándo sientes eso por ella?

Elizabeth se ruboriza, o lo que en ella sería un rubor. Parece una colegiala, las rodillas apretadas juntas, un puchero en la boca.

– Años.

– ¡Ay, Dios mío! -exclama, y nos reímos a carcajadas.

Noto que Vilma me mira con una advertencia en sus ojos y me dirijo a ella en español.

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