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– Sé que dices no entender inglés, pero si todo esto es demasiado para tu delicada educación, estoy segura de que hay otras habitaciones que limpiar.

Vilma frunce el ceño y se marcha sin decir una palabra.

– ¿Se lo has dicho? -le pregunto a Elizabeth sintiéndome como una jovencita chismosa.

– ¿A Vilma? -pregunta Liz, incrédula.

– No, tonta. A Lauren.

– No, no, no, no, no. Nunca.

– ¿Se lo puedo decir?

Dios mío, me encantaría ver la cara de Lauren en ese momento. Esa chica es demasiado sensible, deja que todo la corroa. Esto la va a poner en órbita. Sería divertido.

– Te agradecería que no lo hicieras.

– Por favor. Nunca se sabe. A lo mejor… ya sabes.

– No querrá. No lo hagas. Lo digo en serio.

– Está bien. Aguafiestas.

– Ah, claro. Esto es divertido. No me van a dar el trabajo en la cadena nacional porque Rupert odia a los gays. Tengo que huir para que no acabe conmigo un manojo de periodistas. ¡Qué divertido!

– Bueno -le digo-. Un poco de tu propia medicina. Justicia poética, ¿no te parece? La famosa presentadora y periodista de pronto se vuelve noticia.

– Tienes razón -dice Liz-. No lo había visto así.

El olor del café me da ganas de vomitar. La doctora Fisk dice que las náuseas matinales deberían haber remitido ya, pero ni de casualidad. Tengo hambre a todas horas, pero no me apetece nada, excepto gofres helados y crema de cacahuete. Las náuseas son cada vez peores. Lo bueno de esto es que significa que voy a tener una niña. Se me cierran los ojos. Quisiera enroscarme y dormir cien años. No tengo energía para enfrentarme a esto. O paciencia.

– ¡Coño, mujer!, ¿qué es lo que estás pensando, eh? -le grito a Elizabeth.

Retrocede, se sobresalta y derrama el café encima del tapizado floral de la silla.

– Deberías dejar esa organización cristiana y seguir con tu vida. Deja eso para esas señoras maquilladas con pestañas postizas. No sé por qué no has dimitido ya, sinceramente. Hazte un favor a ti misma, encuentra otra causa caritativa.

– No puedo -contesta secando la mancha a golpecitos con la manga.

– ¿Qué quieres decir con que no puedes? Tienes que hacerlo. Sal del radar de los cristianos enloquecidos. Espera a que toda esta estupidez pase. No hay otra.

– Si dimito, Sara, ellos ganan. ¿No lo entiendes? Si lo dejara sería como admitir que no puedes ser una buena cristiana y ser lesbiana. Y no estoy de acuerdo. No lo creo en absoluto. Creo que Dios no comete errores, y que soy una muestra viviente de Su perfección.

– ¿Has considerado alguna vez volverte judía? -pregunto-. Tenemos rabinas lesbianas.

– Soy cristiana -dice-. Ya lo sabes. No puedo convertirme de repente en judía.

– Jesús era judío.

– No entremos en el tema -dice Liz.

– Puede que no deba.

– No. Puede que no.

– Vilma -la llamo-. Hemos tirado un poco de café, mi amor, ¿puedes echarnos una mano?

Vilma vuelve de su destierro cotilleril con un trapo mojado, un cubo, un producto de limpieza, y los oídos listos para más. Elizabeth se levanta y se sienta en el suelo con las piernas cruzadas, junto a la mesa del centro.

– Vas a acabar con tu salud si sigues obsesionándote con esta estupidez -le digo, cambiando finalmente al español que usamos generalmente entre nosotras.

Tiene la mirada perdida en sus zapatillas de deporte. Vilma finge no oír nada, impasible. Es una cotilla profesional. Y sigo:

– Lo mejor que puedes hacer es distanciarte de la gente que quiere hacerte daño. Recuerda, ellos no te conocen como tus amigas. Escriben basura porque eso es lo único que saben hacer. Seguro que te han envidiado durante años y ahora disfrutan porque es probable que no consigas la gran oportunidad nacional con la que sueñan. Los periodistas son gentecilla odiosa a veces. No dejes que te afecte. Preocúpate por ser feliz.

Liz me mira un instante frunciendo el ceño y dice:

– Mira quién habla.

– Ella tiene razón -dice Vilma, sin dejar de limpiar-. Escúchela, Sarita.

Duele. Tienen razón, claro. Pero se supone que no hablábamos de mí. Hablábamos de Liz.

– Ojalá no te hubiera dicho nada -digo-. No es tan malo como creéis.

Vilma me clava la mirada un instante y sigue frotando.

– Claro. Es que es usted un poco… torpe. ¿Verdad? ¿No es eso lo que le dice a todo el mundo?

Pongo los pies debajo del sofá donde estoy sentada, como si así me protegiese de la verdad que encierran sus palabras. Estiro el largo suéter azul para cubrirme la curva del vientre y cualquier arañazo o cardenal visibles.

– Me has roto el corazón, en dos mitades -digo-. No puedo creer que les dieras a las tías todo este tiempo y que no me lo dijeras.

– Yo no «doy». Eso lo hacen los hombres.

– Lo que sea.

– Sara, yo las quiero. Amo a las mujeres. No lo vulgarices.

– Lo siento -digo-. Pero me siento realmente herida. ¿Por qué no confiaste en mí lo suficiente para contármelo?

– Sara -dice excusándose-. No es que no confiara en ti. Fui yo. Tardé mucho en poder asumirlo, ¿entiendes? Y aún no lo he hecho del todo.

– No puedo creer que sea verdad, que tú lo seas. Quiero decir, siempre pensé que las lesbianas eran feas. Tú eres tan femenina. Tan guapa.

Responde con una sola palabra:

– Mitos.

Mitos. Liz está guapísima, normal, como siempre, pero tiene ojeras de puro agotamiento. Parece tan cansada, tan triste, tan sola. No puedo creer que esté aquí. No puedo creer que ella sea… una de ésas. Intento imaginármela con una mujer, pero no puedo.

– ¿Qué se siente? -pregunto.

– ¿Qué?

– Al estar con una mujer.

– No sé contestar a eso. Cada persona es diferente.

– Siempre me lo he preguntado, ya sabes, simple curiosidad.

– Ahá.

– Me apuesto a que una mujer sabe mejor que un hombre cómo darte placer, ¿ah?

– No lo sé, Sara. En realidad depende más de cada persona.

– Vale. Tiene sentido. Lo siento. Estoy desvariando. No sé qué decir. Ojalá hubieras confiado más en mí. Tendrías que habérmelo dicho.

– No sabía cómo te lo tomarías.

– Me lo habría tomado como me tomo lo demás. No soy ninguna doctora Laura.

– No estoy diciendo que lo seas. Simplemente tenía que tener cuidado, había demasiado enjuego.

– Me habría encantado que me lo contaras. Eso es lo único que ha cambiado entre nosotras, ¿sabes? Ya no confío tanto en ti.

– Sigo siendo yo -dice Elizabeth, golpeándose el pecho con una mano-. Nada ha cambiado.

– No, yo creo que todo ha cambiado. Para ti. Creo que deberías dejar esa organización, y quizá incluso tu trabajo. Liz, la gente está loca. Te lo voy a decir en dos palabras: Matthew Sheppard.

Liz sacude la cabeza.

– No creo que sea para tanto. Vamos. Sé razonable. La mayoría de la gente es más abierta, creo.

Vilma quita el polvo de la mesa de café, y durante un instante cruzamos una mirada cómplice.

– ¿Estás segura de que eres lesbiana?

– Supongo que sí. Sí.

– Entonces vive como tal. -No puedo creer que esté diciendo esto-. Siéntete orgullosa de quién eres, mi vida. Al infierno con los demás. Piensa en todos los gays y lesbianas que te ven y se sienten mejor consigo mismos.

– Hagamos un trato -dice.

– ¿Cuál?

– Lo haré, viviré orgullosa como lesbiana, cuando tú dejes a Roberto. Él no va a cambiar. Lo sabes, ¿verdad?

– No estamos hablando de mí, ¿recuerdas?

– ¿Por qué no? Hablemos de ti.

Vilma trae un plato de queso y galletas, el olor del queso envía señales a mi cerebro. Supongo que a mi hija no le gusta el queso. Me levanto de un salto y salgo corriendo al baño de la cocina. No tengo tiempo ni de cerrar la puerta. No tengo tiempo ni de llegar al retrete. Una bilis amarilla pálida con trocitos de gofre se esparce por el suelo verde de azulejo, por el lavabo blanco, el asiento del inodoro.

Liz me sigue, preocupada, y se apoya en la puerta del cuarto de baño.

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