– Ay, Dios mío. Sarita. ¿Estás bien? -me pregunta.
Me apoyo en la tapa del retrete y me vuelvo para mirarla. Es guapísima. ¿Cómo es posible? Si yo fuera así de bonita me gustaría que todos los hombres del mundo me desearan. Siento mi abdomen contraerse con una arcada y vuelvo a mirar al agua. Esta vez, el vómito cae dentro. Sigo con arcadas aun sin tener nada que expulsar. Tengo un sabor amargo y crudo en la boca, los dientes viscosos.
– ¿Quieres ir al hospital? -me pregunta.
– Vete -le digo, limpiándome la boca con papel higiénico-. Sal de aquí. No recuerdo haber vomitado delante de Elizabeth desde que estábamos en el primer año de la carrera y bebíamos demasiado como para que no nos importara-. Prefiero vomitar en privado, si no te molesta.
– Estás muy enferma. Lo siento, no tenía ni idea.
– Estoy bien -le digo.
Tiro de la cadena para vaciar el inodoro y me tambaleo hasta el lavabo. Limpio con papel higiénico, me enjuago la boca con agua fría, me lavo la cara y me la seco con una toalla de algodón color crema.
– No -recapacito mirándola en el espejo-. No estoy bien. Todo esto me pone enferma. Estoy muy preocupada por ti.
– ¿Has vomitado por mi culpa? -pregunta.
– Sí.
La empujo y camino hacia el cuarto de la televisión.
Vilma ha estado de pie como un centinela en la puerta del baño, con el cubo y el trapo. No nos mira cuando pasamos junto a ella.
Elizabeth me sigue por el pasillo hasta el cuarto de estar, caminando rápidamente. Oigo que Vilma hace correr el agua en el baño, limpiándolo después de mi visita. Mi vieja y buena Vilma.
– Lo siento, Sara -dice Elizabeth. Se cubre la cara con las manos mientras habla. Eso solía ser lo que consolidaba nuestra amistad, la manera latina de discutir-. Tenía que haber sido sincera contigo desde el principio. -Sigue hablando frotándose una mano con la palma de la otra-. Siento que esto te afecte tanto. No lo permitas. Ya soy mayorcita. Puedo con ello. El hecho de que me aceptes es más importante para mí que lo que pueda pensar la gente.
Miro el reloj digital que brilla en el aparato del televisor por cable. Los niños llegarán del colé en un minuto reclamando la leche de soja y las galletas integrales, listos para enseñarme sus deberes. No quiero que la encuentren aquí.
– Tienes que irte -digo.
– ¿Por qué? -pregunta.
– Roberto -contesto-. Nosotras podemos seguir siendo amigas, pero tienes que darme algún tiempo para convencerle. Está muy enfadado.
– ¿Roberto está enfadado porque soy lesbiana? -pregunta.
– Eso dijo. Te llamó pervertida y otras cosas. Es una tontería. No te preocupes. Pero no puedo permitir que los niños te vean aquí. Piensa que estamos liadas. Tú y yo. Qué locura, ¿verdad? ¿Por qué pensaría una cosa así?
– Sara -me dice, sentándose junto a mí.
Escudriña mis ojos con su mirada.
– ¿Qué? -le pregunto-. ¿Por qué me miras así?
– Hay algo que debería haberte contado hace mucho tiempo.
Siento un vacío, otra ola de náuseas. Presiento lo que me va a decir.
– No -digo-. No creo que quiera oírlo.
– Debes saberlo.
Nos miramos fijamente durante un instante y me dice:
– Debes saberlo porque pienso que podrías correr un serio peligro.
– Adelante -digo, preparándome.
– Cuando estábamos en la universidad… ¿Recuerdas ese viaje que hicimos a Cancún durante unas vacaciones en primavera? Tú, yo, Roberto, aquel tipo, Gerald, con el que estaba saliendo, Lauren y otro ¿cómo se llamaba?
– Alberto. El de los granos.
– Alberto. Granos a granel. Ése.
– Claro. Liz, ¿cómo voy a olvidar un viaje como ése?
– Bien -y respira profundamente-. Hubo un día que fuimos a practicar submarinismo y tú tuviste problemas con el equipo y decidiste esperarnos en el barco. ¿Te acuerdas?
– Sí -dije-. Preferí «bucear» en unas margaritas en la playa.
– Bueno, pues estábamos todos en el arrecife de coral, y Roberto -se detiene y respira profundamente-. Roberto nadó hacia mí y me tocó bajo el agua.
– ¿Qué quieres decir con que «te tocó»? -me pongo furiosa.
– Que me tocó. Bajó la mano por la espalda y me la puso en el culo.
– No, no lo hizo.
– Sí lo hizo.
– Probablemente le empujó la corriente.
– Sara. Por favor.
– ¿Y qué hiciste?
– Estábamos en aguas poco profundas. Le cogí la mano, tiré de él y le pregunté qué estaba haciendo.
– ¿Y?
– Dijo que estaba haciendo lo natural en un hombre.
– Eso es una estupidez. Roberto nunca diría algo tan estúpido.
– Eso es lo que dijo.
– Éramos jóvenes, no significa nada.
No puedo creer lo que estoy diciendo. Parezco una idiota.
– Fue hace mucho tiempo, Sarita. Pero él sigue mirándome. Me ha mirado desde entonces.
– ¿Y? ¿Mirar es ahora un crimen? Todo el mundo te mira.
– Sólo creo que a lo mejor por eso está tan enfadado. Y por lo que me cuentas, las cosas con él se están poniendo cada vez peor. Tengo miedo por ti. No es ningún santo. No lo necesitas.
– A veces le odio.
– Deberías. Pero no por lo que me hizo a mí. Tienes que odiarle por lo que te está haciendo a ti.
Miro el reloj. Puedo oír a la niñera entrar en el garaje con el coche.
– Tienes que irte, Liz. Ya.
– Lo siento mucho, Sara.
Me abraza. La abrazo, la separo, la abrazo de nuevo.
– Vete. Hablaremos después.
– De acuerdo. -Una lágrima resbala por su mejilla-. Estoy asustada.
– Mis hijos vuelven a casa y no quiero que estén contigo.
– Dios mío, Sara, ¿tienes que ser tan explícita? Quiero a esos muchachos, y ellos me quieren.
– No quiero que le digan a su padre que has estado aquí -corrijo-. Me mataría, Liz.
– ¿Crees que iría tan lejos?
– Es sólo una expresión, cariño.
– Es más que eso y lo sabes. Bien podría matarte.
Vilma asoma la cabeza por la puerta y pregunta si necesito algo.
– Unas galletitas saladas -digo-. Por favor. Y un Seven Up.
– Sí, señora.
– ¿Galletitas y Seven Up? -pregunta Liz, con una sonrisa escapándosele entre las lágrimas mientras recoge el bolso y las llaves-. ¿Estás embarazada otra vez, Sara? No me mientas. Siempre sé cuándo lo estás.
– Debes dejar ese trabajo -le digo-. Y esa causa. Hay miles de obras de caridad en el mundo. Puedes conseguir otro trabajo.
– ¡Lo estás! ¡Estás embarazada de nuevo!
Me abraza otra vez. Sonrío.
– No se lo digas a nadie -susurro.
– No te preocupes. Felicidades, mi amor.
– No me llames así -bromeo-, o pensaré que soy tu tipo.
Le lanzo un teatral beso. Se ríe.
– Nos vemos, chica -dice.
– Te llamo pronto -digo-. Ten cuidado ahí fuera.
Echa un rápido vistazo a la entrada, se encoge de hombros y se enfunda en un chaquetón varonil.
– Y tú -me dice-. Ten cuidado ahí dentro.
La acompaño a la puerta principal y la abro. Se para en seco, retrocede e intenta decir algo, pero oigo a los niños que entran en la cocina por la puerta del garaje y le cierro la puerta en las narices.
Me arrastro hasta mi cuarto y me desplomo en la enorme cama tamaño California King. Quizá son las emociones del embarazo, o puede que la impresión de tener que aceptar que mi mejor amiga sea de ésas, o tener que admitir lo que siempre he sabido instintivamente: Roberto está enamorado de Elizabeth.
Vilma aparece a mi lado con una bandeja con galletas y un refresco.
– Déjalo allí mismo -le digo limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano.
No se inmuta.
– ¿Qué pasa? -pregunto.
– Debe comer algo. No tiene buen aspecto.
– No puedo comer ahora -sollozo-. Tengo el corazón roto.
Vilma coloca la bandeja en mi mesilla, coge el vaso en sus expertas manos y se sienta a mi lado en la cama.
– Tome -dice dulce y maternalmente-. Sarita, beba. Necesita estar fuerte.
Abro la boca y bebo un poco. Me mareo.