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– No, por favor, no puedo -le digo.

Vilma me acerca una galleta a los labios.

– El bebé también necesita su fuerza -dice.

– ¿Lo sabes? -pregunto.

Vilma asiente casi imperceptiblemente.

– Claro, Sarita. Coma.

Mordisqueo la galleta, encantada de que me llame de nuevo Sarita. Cuando termino, Vilma me hace comer dos más. Me obliga a terminar la bebida.

– ¿Cómo lo supiste? -pregunto.

– Yo sé cosas -dice, golpeándose el pecho cerca del corazón-. Ahora descanse un rato. Toda esta tensión es mala para el bebé.

Vilma me besa en la cabeza como hacía cuando yo era niña y se marcha del dormitorio.

Sollozo bajo el edredón de pluma de ganso forrado de franela rosa hasta que Seth y Jonah entran corriendo llenos de juvenil energía. Se suben a mi cama. Jonah me retira cuidadosamente el pelo de los ojos y me pregunta qué me pasa. Sethy se golpea el pecho como Tarzán y da volteretas desde la cama al suelo. Les cuento que mami se ha caído y se ha hecho pupa, pero que pronto se curará.

– ¿Está papá en casa? -pregunta Jonah-. ¿Él te hizo pupa? A veces odio a papá.

– No -digo-. No digas esas cosas.

Les abrazo y les pregunto cómo les ha ido el día.

– ¿Sabías que tía Liz es tespiana? -pregunta Seth, abriendo la boca simulando horror palmoteándose la cara como McCauley Culkin en esa tonta película.

– Shh -le dice Jonah a su hermano-. No lo digas.

– ¿Quién te ha dicho eso? -le pregunto a Seth, asustada por lo oportuno que es.

¿La habrá visto? Dios, espero que no. Espero que no le diga nada a su padre.

– Andrew Lipinski.

– Bien, la mamá de Andrew Lipinski le va a lavar la boca con jabón, porque no es verdad. No hables más de eso en esta casa.

Hablamos del colegio y los mando abajo con Sharon y Vilma para merendar. Normalmente no soy tan fría con mis hijos, pero ahora mismo siento que no puedo con todo. Ya sabes, cualquier cosita puede afectarme mucho ahora. No me gusta llorar delante de los niños.

Roberto llega a casa del trabajo de buen humor. Su voz alegre resuena en el vestíbulo.

– He ganado el caso, amorcito -grita, y luego silba We're in the Money.

– ¡Felicidades! -grito.

Gracias a Dios. Por lo menos hoy hay buenas noticias en esta casa. Me arreglo el pelo, me limpio el rímel corrido de los ojos, y espero en lo alto de las escaleras sonriendo como la esposa perfecta. No quiero que sepa que sé lo de Cancún. Nunca sacaré el tema, que Dios me ayude. Roberto empieza a bailar, me invita con los brazos abiertos y bajo la escalera abalanzándome hacia él con todo el falso entusiasmo que puedo reunir, a lo Ginger Rogers. Me levanta del suelo y me da una vuelta, riéndose. Me lleva a la cocina, me sienta, y me planta un beso en los labios.

– Estás preciosa -me dice-. Siempre me pareces más guapa cuando gano un caso.

Vilma frunce el entrecejo sobre la olla que hay en el fuego, desaprobadora. Roberto no se da cuenta. Bromea con Vilma mientras ella prepara la cena, un bistec cubano kosher con cebolla, arroz, frijoles y plátanos.

– Huele increíble -dice, dándole una palmadita en la espalda a Vilma.

Mete un tenedor en los frijoles y los prueba. Se lleva los dedos a los labios, y tira un beso al aire exclamando:

– ¡Qué ricos!

– Si me permites, cariño, tengo que hacer pipí -le digo sonriendo.

El olor a carne frita me manda de nuevo al baño. Cierro la puerta y dejo correr el agua para encubrir el ruido que hago sobre el retrete.

Cuando me siento mejor, busco a Roberto y a los niños que están en la sala de estar. Roberto se arrastra a gatas por la alfombra con Seth en la espalda. Jonah, sentado a un lado, los mira muy serio.

– ¿Qué hacéis, locos? -pregunto.

– ¿Bromeas? -dice Roberto-. ¡Somos indios y vaqueros! ¡Mis chicos son los mejores!

Me derrumbo sobre el sofá, y Jonah se me sube encima. Se sienta de rodillas, mirándome, y me pone un dedo en los labios, la preocupación arruga su diminuta frente.

– ¿Estás bien, mamá? -susurra.

– Claro -miento, y le beso en la mejilla-. Ve a jugar con tu padre.

– ¿Tengo que hacerlo?

– ¡Jonah! ¡Ve!

Lo levanto y lo empujo hacia Roberto.

Vilma nos sirve la cena en la cocina, en lugar de en el comedor, porque Roberto quiere ver si dicen algo de su gran victoria en las noticias. Trabaja en Fidelity Investments, y el caso lleva meses saliendo en los informativos.

Los chicos cenan y se incordian, y la niñera se retira a su cuarto a leer y a chatear por internet con sus amigos de Suiza. Como unos frijoles y me esfuerzo por retenerlos dentro. Vilma se da cuenta de que no me encuentro bien. Me ofrece más galletas. Roberto no se da cuenta. Mastica con la boca abierta, una mano en la tripa y la otra zapeando con el mando a distancia.

Hay unos cuantos anuncios y enseguida empiezan las noticias locales. Miro la tele, y no doy crédito a lo que veo. Allí, en la pantalla, aparece nuestra casa.

¡Nuestra casa!

La cámara se desplaza y enfoca la camioneta de Elizabeth, aparcada en la entrada. El periodista empieza a decir que la periodista de un canal de la competencia que acaba de «salir del armario», había llegado esta mañana a esta «lujosa mansión en Brookline, cerca de Chestnut Hill Reservoir», después de conducir como una loca eludiendo una manifestación religiosa y a los periodistas que la perseguían. Roberto lanza el mando al suelo. Su puño aterriza en la mesa.

El periodista mira sus notas y dice que según el registro de la propiedad la casa pertenece a Roberto J. Asís, «un destacado abogado local, involucrado en el polémico pleito de Fidelity Investments del que hablan los informativos estos días», y añade que el abogado está casado con Sara Behar, una vieja amiga de Cruz en la universidad.

– Se desconoce el motivo de esta visita -dice maliciosamente-, ya que cuando contactamos a Liz Cruz, no quiso pronunciarse.

– Dejen a la gente en paz -grita Liz a la cámara, cubriéndose el rostro y llorando-. Ocúpense de sus asuntos. Dejen a esta pobre familia tranquila.

No me da tiempo a llegar al baño, así que vomito por el suelo de la cocina mientras corro. Roberto ya se ha levantado, escupiendo trozos de filete mientras me grita todos los insultos que se le pasan por la cabeza. Los niños se abrazan y gritan.

Jonah me sigue, gritando:

– Mami, mami, ¡no!

Pero Seth tira de él y lo arrastra hasta debajo de la mesa.

– ¡Escóndete! -chilla.

Roberto me coge del pelo y me atrae hacia él. Toda la cocina huele a vómito.

– ¡Papá! Quieto -grita uno de los niños.

– ¿Qué te dije? -pregunta clavándome un dedo en la cara-. ¿Qué te dije sobre que esa lesbiana entrara en esta casa?

– Ya lo sé -contesto con miedo-, he intentado disuadirla, pero ha venido igual. Estaba asustada y me dijo que no tenía dónde ir. Lo siento.

– Intentaste disuadirla, ¿eh? ¿Por eso ha venido? ¿Porque la has convencido?

Me empuja contra el mostrador. Me cubro el vientre instintivamente con las manos e intento apartarme.

– Por favor, Roberto, no -le suplico.

Vilma y Sharon no aparecen por ninguna parte. Vilma intentó ayudarme antes, pero le pedí que no se inmiscuyera. Sharon también intentó ayudarme una vez, pero Roberto le dijo que se ocupara de sus asuntos o la enviaría de vuelta a Suiza.

– Nuestra casa -ruge-. Ésa era nuestra casa. No puedo permitir que nuestra casa se asocie con esa mujer. ¿Sabes lo que esto supondría para mi carrera? ¿Estás loca?

Intento correr pero vuelve a atraparme.

– ¿Así que estás enamorada de ella? -me pregunta, su cara a un centímetro de la mía.

Me retuerce el jersey y lo rompe.

– ¿Qué? ¡No!

Lucho por liberarme y corro hacia la puerta de la cocina que da al patio, donde la nieve derretida de la última tormenta de la temporada gotea rítmicamente sobre el porche de madera. Nunca lo había visto tan enfadado.

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