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– Ya me has oído. ¿Tienes un lío con ella?

– ¡Estás loco! -grito.

Me golpea en medio de la espalda y me quedo sin respiración. Caigo al suelo y me arrastro como puedo. Tira al suelo la cafetera, la batidora, un bote de galletas de porcelana en forma de gato que se hace añicos al lado de la mesa donde están escondidos los niños. Es un monstruo.

Oigo a los chicos llorar.

– ¡Seth! ¡Jonah! -grito mientras me coge la cara estrujándomela, y me sacude la cabeza para que me ponga en pie.

El dolor es insoportable. Grito. Los niños. Tengo que proteger a los niños.

– Id al cuarto de Vilma y cerrad la puerta con llave. ¡Ahora mismo!

Me obedecen y se dispersan como pájaros asustados.

– No es lo que piensas -le digo-. Además, yo no fui quien intentó ligarse a Liz en Cancún. Fuiste tú.

– ¿Qué? -me pregunta-. ¿Qué has dicho?

Su cara a pocos centímetros. Puedo oler el filete y la cebolla en su aliento. Me cae una gota de saliva en el ojo cuando habla.

– Me has oído bien. Sé que la quieres.

Me abofetea. Me escapo otra vez, abro la puerta de atrás, y corro hacia el porche, hacia la fría y oscura noche. Mi mundo se derrumba. La temperatura ha bajado tanto que la nieve derretida empieza a helarse de nuevo en finas láminas. Roberto me sigue, con ojos de loco.

– ¿Quién te ha contado eso? -pregunta.

– Liz -digo apoyándome contra la barandilla.

Está sobre mí, sujetándome la cabeza con un brazo, estrangulándome.

– ¿Qué te dijo?

– Nada.

No puedo moverme. Me suelta la cabeza y me estruja en un violento abrazo.

Hay lágrimas en sus ojos.

– ¿Nada? -me pregunta clavándome una mano entre las piernas-. ¿No te dijo nada? ¿Te dijo que me jodio? ¿Eh? ¿Ahí mismo, entre las piernas? ¿Te contó esa parte? ¿Que me lo hizo en el hotel cuando te estaban dando un masaje?

– No -le digo-. No te creo.

– ¿No te contó que lo hicimos de nuevo cuando volvimos? ¿Cuando estabas en casa de tu madre?

– Deja de mentir, sinvergüenza.

– Es verdad. Lo hizo -y sonríe, el hijo de puta-. En nuestra cama, y le gustó.

Mueve las caderas obscenamente encima de mí.

– Le gustaba hacerlo fuerte, porque es una puta como tú. No me extraña que hayáis estado comiéndoselo la una a la otra todo este tiempo.

Esta vez le abofeteo yo.

– ¡Carajo! -grito-. ¡Te odio!

Me agarra las manos y me las retuerce hacia atrás hasta que pienso que va a partirme las muñecas.

– ¡No! -chillo-. No, Roberto.

Está gruñendo, maldiciendo, insultándome de todas las formas que se le ocurren. La madera del porche está resbaladiza, y pongo cuidado para no caerme. Me agarro del pasamanos como si fuera un salvavidas.

– Por favor, Roberto, estoy embarazada -lloro-. No puedo caerme ahora.

Se detiene y me mira fijamente.

– Más te vale no mentirme -me dice.

– Roberto, no, te lo juro, no te estoy mintiendo. ¿Por qué crees que estoy engordando? ¡Casi no como! ¿Por qué crees que corro al baño cada diez segundos? Es para vomitar, Roberto.

– Buen intento -dice-. Eso no te va a ayudar. Conmigo ya no te sirven las mentiras, ¿entiendes lo que te digo?

– No miento. Estoy embarazada. Estaba esperando a nuestro aniversario para decírtelo, para darte una sorpresa. Te lo iba a decir la próxima semana en Argentina. Por favor.

Millones de lágrimas calientes y pesadas resbalan por mi cara. La visión de las lágrimas le excita. Me sacude.

– Dime la verdad, Sara -me exige-. Esto no es un juego.

– Te estoy diciendo la verdad. Vamos a tener una niña.

– ¿Una niña? -continúa, agarrándome muy fuerte, pero sus ojos se ablandan un poco, esperanzados.

– Vamos adentro -digo-. Te enseñaré el test de embarazo. Lo he escondido en el armario.

– Espero que no me estés mintiendo -me repite.

– ¿Y tú qué? -pregunto-. ¿Estás mintiendo? ¿De verdad te acostaste con ella?

– Sí -me dice.

– ¿La quieres?

– La quise -me dice-. Pero ya no. Te quiero, Sarita. No soporto la idea de vosotras juntas. Me enloquece. Es el peor insulto que pueda pensar un hombre.

Está jadeante, la cara roja, furioso.

– No soy lesbiana -le digo-. Soy tu mujer. Te quiero. Eres el único hombre al que he amado. ¿Por qué nos hacemos esto? ¿Y los niños? Ay, Roberto. Por el amor de Dios. Nos hace falta ayuda profesional.

– ¿De verdad estás embarazada? -su voz es suave y tiene esa dulce sonrisa que me derrite el corazón.

Le acaricio la cara y me compadezco de él, como hago siempre que se disculpa después de pegarme.

– Te lo juro.

Tira de mi brazo en lo que interpreto como un intento de atraerme hacia él, pero algo pasa. Me resbalo en el hielo, me suelto de su mano, y entonces el tiempo se detiene y siento cada escalón primero en mi trasero, luego en la espalda, y después justo en el estómago. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Me doy contra los ocho escalones y aterrizo en el afilado hielo. ¿Me ha empujado? ¿O me he resbalado? No lo sé.

No puedo moverme. El dolor de espalda es demasiado intenso. Me cae sangre de la cabeza en los ojos, y tengo la boca llena de un líquido caliente y salado. Sangre. Espero que se haya terminado, pero no. Me sigue, chillando histérico. Quiero decirle que tenga cuidado con los escalones, pero no puedo hablar.

– ¿Qué te pasa? -grita-. ¿Qué haces cayéndote por las escaleras en tu estado? Es mejor que no me mientas. ¿Es así como cubres tus mentiras? ¿Cayéndote por las escaleras?

El dolor en mi útero despierta al instante. Siento un estallido, el mismo que cuando se rompe aguas y empiezan las contracciones. Sólo que esta vez llega con seis meses de adelanto, y el dolor se extiende por todo el cuerpo. Estoy paralizada por el miedo, o por las heridas. No lo sé. Se arrodilla a mi lado, y cuando no me muevo o hablo, me pellizca con fuerza las mejillas.

– Levántate -me pincha. Ha perdido la razón. Me abofetea de nuevo-. No es momento de jugar conmigo. Levántate. Si de verdad estás embarazada, levántate.

Y hace algo inconcebible: me patea una y otra vez, en el costado, y siento la sangre manar a borbotones. Mi bebé.

– Por favor, Roberto, por el amor de Dios -lloro por dentro-. Para, por favor.

Me vuelve a patear, en la cabeza. Oigo mi cara crujir. En un estallido de color rojo y estrellas veo a Vilma bajar corriendo los escalones y saltar sobre él por detrás con un reluciente cuchillo de cocina en la mano.

Está gritando:

– ¡La has matado, hijo de puta, esta vez la has matado!

Veo sus hinchadas piernas con medias hasta la rodilla volar por el aire cuando la levanta y oigo el golpe de su cuerpo cayendo junto a mí. Oigo el cuchillo caer sobre el hielo.

Es lo último que recuerdo.

En el número del 24 de marzo del Boston Journal aparece un estudio sobre salud mental que demuestra que las personas con más éxito de nuestra sociedad son las que mejor mienten. Cuanto mejor se miente, según el estudio, más lejos se llega en la vida profesional y en la personal. Tengo que reconocerlo: miento mucho. ¿Tú no? El jefe te pregunta cómo estás y le respondes que bien. Un amigo con un corte de pelo horrible te pregunta qué te parece y le dices que le queda fenomenal. Cuanto más nos importa alguien, parece, más dispuestos estamos a mentirle. ¿Es extraño entonces que la gente siempre se decepcione en cuestiones de amor? Hemos aprendido a confiar en los mentirosos.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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