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– ¿Cuánto más supondría? -pregunto.

No estoy casada con el español. Me da igual un idioma europeo que otro.

Joel lanza un silbido.

– Depende de ti -dice Frank-. Pero podrían ser unos millones más.

– Chinga -digo, sin pensar.

– Oye eso -dice Joel, mirándome divertido.

Entonces, porque se ha firmado el contrato, porque soy Cuicatl, protegida por el espíritu de Ozomatli y el del jaguar, y me da igual parecer una paleta sorprendida, repito la misma palabra a voz en grito.

Joel se levanta cuando nos vamos a marchar, y me abraza.

– Bienvenida a la familia Wagner, Amb… errr, Cuicatl -dice-. Que te quede claro desde ahora que esperamos mucho de ti.

No bromea.

Estamos a mediados de febrero, que suele ser una buena época para el mercado inmobiliario, pero la mayor parte de la gente no encuentra casa en esta ciudad ni por asomo. ¿Por qué? Porque el precio medio de una casa en Boston es tres veces más elevado que en el resto de Estados Unidos, según un nuevo estudio. Una casa aquí vale casi el triple de lo que costaría en cualquier otra parte. Ojalá pudiera comprarme una, pero como millones de personas aquí, seguiré con mi apasionado idilio de alquiler con este sobrevalorado burgués, en esta carísima ciudad, pagando, como suelo, un precio muy alto por el amor.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 9. LAUREN

Estoy escondida detrás del cajón de cartón lleno de calcetines que hay en el armario de Ed. Llamé diciendo que estaba enferma, cogí el puente aéreo de Delta a La Guardia, y me fui en taxi al estupendo apartamento de dos habitaciones que Ed tiene en el Upper East Side. Chuck Spring volvió a darme la tabarra ayer por no escribir con un estilo lo suficientemente «latino», y en vez de arriesgarme a darle una patada en la boca, decidí tomarme un tiempo libre y husmear por ahí. Entré con mi llave. No me espera hasta el fin de semana que viene.

Hace unos minutos he registrado los cajones y bolsillos en busca de pruebas. He encontrado una caja grande de condones azules y faltan seis, y una pinza del pelo que no es mía. Ed no es de los que usan condón; la pinza podría ser suya.

Acaba de entrar por la puerta y no está solo. Espío por una rendija de la puerta del armario y la veo caminar sobre tacones vulgares, sandalias de plástico blanco de tacón alto. Fuera hace un frío glacial. Deduzco que debe de estar loca. También lleva una minifalda de punto rosa con triangulitos blancos y medias color carne. Le veo la cara de refilón. Parece tan joven como la voz que había en el contestador, pero tiene la piel más oscura de lo que esperaba. Por algún motivo su voz de niña bien no me sonaba a la de una puta callejera de Juárez, con los labios resquebrajados pintados de naranja y una fosca permanente en el pelo. Su último mensaje confirmaba su cita de esta noche para cenar.

– Cocinaré para ti -decía, ida y orgásmica-, en tu casa.

Soy una psicópata, claro. Pero tengo motivos. Necesito toser. Maldita sea. Aguanta, Lauren, aguanta. Trago, cierro los ojos, me concentro en otra cosa. Ya pasa. Abro los ojos justo cuando Ed le palmea el trasero. Se quita el blazer azul marino con botones de ancla dorados y se lo da a ella, riéndose. Oh, oh. Me paralizo. ¿Abrirá el armario? Susurro como si fuera un mantra:

– Por favor no, por favor no.

Y funciona. Suelta la chaqueta en una silla.

Oigo a Ed hacer un pis sorprendentemente largo con la puerta del baño abierta. Lola empieza a abrir armarios buscando ollas y sartenes. Ed tira de la cadena, sale silbando. Se para ante el armario y se estira, eructa, se va al salón. De hecho, cocina y salón forman parte de la misma habitación, delimitados tan sólo por los azulejos y la alfombra. Ed se desploma en un sillón de cuero, uno de esos de masaje, y pone la CNN en la tele. Vuelve a eructar. Es encantador. Hablan en pausado español mexicano mientras ella corta una cebolla con precisión y rapidez. Intento oír lo que dicen, pero las cañerías que pasan junto a mí han empezado a rugir. Edificio antiguo, calefacción de vapor. Me aclaro un poco la garganta confiando en que nadie me oiga. En un momento me llega el olor de aceite caliente y cebolla frita con chile en polvo, frijoles y carne. Se oye un anuncio del partido de los Cowboys y, como era de esperar, Ed sube el volumen, se levanta de un salto y alza un brazo a lo John Travolta en Saturday Night Fever. He visto ese gesto muchas veces; hace como si golpeara el suelo con un balón de fútbol americano, su pequeño touchdown personal.

– ¡Aja! -grita sacudiendo el trasero.

Lola no levanta la vista. Ed parece desilusionado por que no haya reparado en su proeza. Se encoge de hombros, se sienta y se ríe solo de un anuncio de cerveza con unos tíos haciendo estupideces. Me echo hacia delante y guiño un ojo en la rendija para ver a Lola delante del fuego removiendo la comida con tanto ímpetu que se le mueve el firme culazo. Una vez, cuando la madre de Ed me preguntó si sabía guisar los platos favoritos de «mi'jo», bromeé diciéndole que sabía hacer «la tostada con mantequilla perfecta, eso cuando no trabajo». Frunció el ceño, le dijo algo al oído a Ed, y salió de la habitación.

Me pica todo y tengo que hacer pis cuando Lola llama por fin a Ed a la mesa. Oigo ruidos, sillas desplazándose, Ed silbando la sintonía del programa de O'Reilly. Tengo un pie dormido. Estoy sofocadísima. Oigo cubiertos raspando los platos. Ed abre otra lata de cerveza. Y otra más.

– Delicioso -dice Ed-. Eres una gran cocinera, Chula, así como mi madre…

Oh, oh.

Si aparezco ahora, va a decir que sólo son amigos. Tengo que esperar.

Me encojo y espero hasta que Lola ha lavado los platos, los ha secado con un paño, los ha recogido y le ha dado un masaje en los hombros a Ed mientras él se hurga los dientes con el dedo. Finalmente, oigo el húmedo chasquido de un beso. Él muge como un toro enfermo, ella se ríe como un pollo. Le dice que es guapísima. Lola le llama «guapo», ahora sé que está loca.

Ed puede ser muchas cosas, pero guapo no es una de ellas.

Las voces retroceden hasta el dormitorio. Es sorprendente cuántas mujeres quieren acostarse con este mexicano feo y grande. Podría abalanzarme ahora, darle una patada en el culo. Pero quiero pillarle en plena faena. Le daré un minuto o dos, más allá de eso habrá terminado. Estúpido armario, huele como un almacén. Guarda los trajes en el dormitorio, la ropa de sport aquí. En el caso de Ed, eso son pantalones khakis, mocasines, botas camperas y gorras de los Dallas Cowboys que no quiere tirar por superstición.

¿Guapo? Quizá, si entornas un poco los ojos. Es casi guapo, que es peor que feo de remate, porque puede engañar con su buen tipo y el guardarropa. Es cabezón, creo que lo he mencionado un par de veces, y tiene la cara cubierta de cráteres de acné mal curado. Tiene los lóbulos de las orejas protuberantes, algo que pasa desapercibido inicialmente, pero que cuando reparas en ello no puedes dejar de mirar. Tiene la nariz torcida y ancha, y un ojo más caído que el otro, como un San Bernardo abandonado. Pero es alto -ya saben lo que cuenta eso en el caso de un hombre-, y tiene una dentadura preciosa y una bonita sonrisa. Su cuerpo es casi espectacular, fruto del squash y el sushi, pero tiene papada. No me preguntes por qué; no encuentro otra explicación que la predisposición genética. Fuma de vez en cuando, pero nunca lo notas porque siempre lleva chicle en el maletín. Con un tipo así, puedes escoger la botella medio llena o la medio vacía. Tú decides.

Empiezo a moverme, lo más clandestinamente que puedo, con las articulaciones doloridas y heladas, y la vejiga a reventar. Un par de pantalones me golpean la cabeza, bien bien almidonados. Los aparto de un manotazo; tiene unos veinte pares, todos planchados con raya. Viste como si hubiera crecido yendo a clubes de campo, en vez de a rodeos mexicanos. Al salir de trabajar los viernes, se pone cómodo y sale a tomar unas copas con «los chicos» (todos blancos) en los bares del UpperWest Side. Me dijo que le habían preguntado si era camboyano, paquistaní, o algo así. Nunca le han preguntado si es mexicano, ¿sabes? Cuando lo contó le miraron como quien ve pasar a Elvis desnudo montado en una cabra.

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