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Cuando le conocí, era funcionario de información del alcalde de Boston; yo era una corresponsal novata que cubría el ayuntamiento. Andaba detrás de otros hombres, pero había perdido toda la fe. Él fue el primer latino que conocí capaz de distinguir de un vistazo a una mujer de una drag queen. La mayoría no pueden. Ven a algo ambiguo con nuez, piernas afeitadas, falda ajustada, peluca rubia y larga, labios rojos y grandes y tetas postizas, y se atropellan unos a otros, poniendo boca de beso y tarareando: Ay, Mami. Ven aquí, preciosa, bella, mujer de mi vida, te amo, te adoro, te quiero para siempre. Cerebros de mosquito.

Ed no era así. Fue el primer latino que conocí moderado y profesional, el primero que no se quejaba todo el rato de la opresión y el imperialismo. Fue el primer chicano que conocí sin ningún interés en lowriders o en murales de graffiti. Jugaba al golf, y se movía entre los blancos como ellos. Usaba la palabra «absolutamente» a todas horas, marcando cada sílaba, y movía la cabeza mostrando preocupación. Irradiaba tanto estilo y puro poder que me deslumBró. Ed es exactamente el tipo de hombre estable con el que me gustaría tener hijos. Parecía de los que nunca deja la manguera pudrirse al sol, como hacía papá. Un caballero ordenado. Así que qué importaba que no me atrajera lo más mínimo sexualmente. Pocos matrimonios conozco que tengan buenas relaciones sexuales.

Me arrastro fuera del armario y veo unos Tupperware amontonados sobre el mostrador con etiquetas amarillas: lunes, martes, miércoles, jueves. La hermana de Ed, María, viene los fines de semana a lavar la ropa y cocinarle. Es diseñadora gráfica, pero lo hace como si fuera su obligación. Deja enchiladas de pollo, menudo, tamales, frijoles y arroz rojo para cada comida, y se va sin sonreír. Tenía una oferta de trabajo mejor en Chicago, pero se quedó en Nueva York para estar cerca de su hermano. ¿Cuántos años cree que tiene? ¿Seis? Le pregunté a él, y me contó que fueron criados en un ambiente pobre y tradicional por una madre soltera mexicana que no tuvo reparos en usar el cinturón con ellos, por lo que María y él llegaron a estar muy «unidos». María me mira de arriba abajo y evita hablar cuando intento darle conversación, sólo porque soy la novia de su hermano. Eso es muy raro. No estoy segura de querer saber cómo de unidos llegaron a estar, ¿vale? Le cocina. Le lava los calzoncillos de Calvin Klein. Le plancha los calcetines.

Me acerco de puntillas a la puerta entreabierta del dormitorio, pasando sobre el sucio sostén amarillo de Lola. Es tan barato y vulgar como los zapatos de plástico. Oigo los muelles de la cama Ethan Alien chirriar. Se me hiela la sangre y no puedo ni respirar bien. Paro, escucho durante un buen minuto y trato de recordar por qué amo a este hombre.

Se declaró en Nochevieja, en un elegante hotel del centro de San Antonio, mientras su madre lagrimeaba en la servilleta, con servilletero navideño incluido. Fue una gran velada, con champán, cena y baile, y su familia al completo. Lo convirtió en todo un acontecimiento, arrodillándose y ofreciéndome ese anillo barato con tal dramatismo, que todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y se puso a aplaudir, un puñado de absolutos desconocidos, todos texanos cabezones. Fui feliz durante una hora, mientras bailamos con un malísimo grupo tipo Huey Lewis, soplamos matasuegras y nos llenamos el pelo de confeti. Entonces fuimos a nuestra habitación para consumar el compromiso, por decirlo de alguna forma. A partir de ahí cambió. Se volvió brusco y empezó a hablar en español, algo que no suele hacer.

– ¿Eres mi puta? -mascullaba con la mirada ida-. ¿Eres mi puta? ¿Eres mi pequeña prostituta abierta sólo para mí? ¿Eres mi zorra?

Cuando le pregunté después, se disculpó y dijo que su primera experiencia sexual lo había marcado para siempre. Ocurrió en un pueblecito cerca de la frontera mexicana. Sus tíos le llevaron a una casa de putas para convertirle en un hombre cuando tenía trece años. Bebieron tequila y se fue a una habitación pestilente de color rosa con una prostituta embarazada. Cuando salió, sus tíos le dieron una palmada en la espalda y un fajo de dinero en una caja de zapatos. Se arrejuntaron en el Crown Victoria del tío Chuy y cantaron corridos hasta llegar a San Antonio. Como ya he dicho, debería habérmelo imaginado entonces. Pero decidí ver la botella, bien, ya sabes, medio llena. Lo que no sabía es que estaba medio llena, pero de bilis.

No me choca, pues, que jadee los mismos insultos a la señorita Lola cuando reúno el valor suficiente como para plantarme en el umbral del dormitorio.

– ¿Eres mi puta, mi putita estúpida, abierta sólo para mí?

Sólo que ella dice:

– Sí. Sí, papi, soy tu putita estúpida, dámelo duro papi, dámelo duro, así de duro, chíngame, si quieres, métemela por detrás. Con ganas, mi amor, rómpeme.

Él agita su peludo culo arriba y abajo, los pantalones como un acordeón por las rodillas, la hebilla del cinturón sonando al golpear. Todavía lleva la camisa blanca almidonada y la corbata. De Lola sólo veo unos pies pequeños con las uñas color rosa sucio, embutidos todavía en las sandalias, sacudiéndose cerca de las orejas de él. Rómpeme, repite. Rómpeme.

El tiempo transcurre despacio. Me veo empuñar el recipiente metálico donde guarda los gemelos relucientes y los alfileres de corbata, incluidos los nuevos con la bandera americana, y lanzarlo contra ese enorme culo. Le da en todo el centro. Gruñe como el perro que es. Oigo a Lola gritar, pero de lejos, un eco agudo. Cojo otras cosas de su armario, escritorio y estantes. Marcos de fotos, botes de colonia, libros, un teclado de ordenador, un par de tijeras, un pisapapeles de Snoopy golfista, un teléfono en forma de balón de fútbol, y les lanzo lo que puedo.

Ed coloca a Lola delante de él como un escudo. Durante un instante, tiene cara de pánico, rojo, sudado y feo. Boca abierta, dientes descubiertos. Gruñe. Veo el perfecto cuerpecito oscuro de ella despatarrado, tratando de incorporarse. Grita, se libera y va trotando al baño con esos ridículos zapatos. Parece pequeña, perfecta, asustada… y joven. No puede tener más de dieciocho. ¿Dónde ha conocido a una mujer así?

– No es lo que piensas -dice Ed, sustituyendo el miedo por un gesto encantador, manos vueltas hacia arriba delante de su cuerpo.

Viene hacia mí arrastrando los pies, con los pantalones alrededor de sus tobillos como cadenas de preso.

– ¡Bastardo! -le grito.

Le ataco con puños, rodillas y pies.

– ¡Eres un hijo de puta! ¡Cómo te atreves! ¡Cómo has podido!

Me agarra por las muñecas.

– Para -dice-, estás sangrando. Vamos a ver ese corte antes de que se te infecte.

Protector, da un chasquido con la lengua como si yo fuera una niña que acaba de romper el bote de las galletas.

– No me toques -protesto-. Tú eres la infección.

– No seas ridicula, Lauren. Sabes que te quiero. Tenía que desahogarme. Los hombres somos así. Mejor ahora que después de la boda, ¿no?

– ¡Dios mío! -le araño los ojos y le escupo en la cara-. ¡Te odio!

Retrocede y veo el preservativo azul colgando pringoso en la punta de la erección perdida. Huelo en su piel el perfume barato de la chica, su juvenil sudor de almizcle. Me dice:

– Sabes que te quiero. Tranquilízate. Respira hondo. Hablemos.

– ¿Estás loco? En tu baño hay una jovencita…

– ¿Ella? Bah. No significa nada para mí. -Se sube los pantalones y se encoge de hombros-. Es a ti a quien quiero.

Le miro con la boca abierta. Casi contesto, pero me lo pienso mejor. Me doy la vuelta para irme.

– Espera, cielo -llama, siguiéndome-. ¿Qué pasa con San Valentín en el lago Tahoe? ¿Vendrás? Hablemos.

Abro la puerta de la calle.

– El viaje de esquí con mis compañeros y sus novias. ¡Ese viaje me ha costado una fortuna! ¡Ya no puedo cancelarlo!

Le miro por última vez.

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