– Lleva a Lola.
Doy un portazo, y me abalanzo por las escaleras hasta la calle. Iba a tirarle el anillo, pero he pensado que igual puedo empeñarlo y comprarme algo útil, como un boli. Querría matarme. Paro en la tienda coreana de la esquina y compro una bolsa de Cheetos picantes, una caja de donuts, tres tabletas de chocolate y una lata de Pringles, y paro un taxi. Me como hasta la última miga salada y dulce camino del aeropuerto.
Después de alcanzar la altitud de crucero, me encierro en el baño del avión y me meto los dedos en la garganta sobre el retrete metálico. Cuando salgo, le pido a la azafata vino blanco frío. Cuando el avión aterriza en Boston, ha empezado a atardecer y me siento «fatanomenal».
Llamo a Usnavys desde una cabina del aeropuerto, y le cuento lo ocurrido. Me cuenta que su médico le ha dado plantón.
– Los hombres son unos chupones, mi'ja -dice.
– Bingo. (Hipo.) «Chupombres.»
– ¿Has bebido?
– (Hipo.) ¿Quién, yo? No. ¿Por qué me lo preguntas? (Hipo.)
– Me alegro de que no tengas coche, mi'ja. Voy a buscarte. No debes estar sola ahora mismo. Vamos a divertirnos.
Usnavys me lleva a un verdadero antro de barrio cerca de Dudley Square. Los lugares donde creció están por aquí, entre edificios medio derruidos y bodegas de toldos amarillos. El pincha pone «ambos» tipos de música, salsa y merengue, para atraerlos a todos: puertorriqueños y dominicanos. Usnavys habla. Yo bebo. Hablo. Ella bebe sorbitos de vino blanco.
Estoy enfadada. Ya lo creo. Las dos lo estamos. Enfadadas y defraudadas. Hablamos de nuestras situaciones respectivas y nos damos consejos. El mío: dale una oportunidad a Juan y deja de preocuparte por el coche o los zapatos que lleva. El suyo: date tiempo, espera a que aparezca un buen hombre, y asegúrate que tenga mucha pasta.
– Bah -digo, sumergiéndome en el tercer vaso de Long Island Iced Tea-. ¿Sabes lo que voy a hacer?
– ¿Qué?
Miro a mi alrededor en ese vertedero, veo dominicanos de mandíbulas cuadradas, afros cortos, bocas enormes y ropa holgada de diseño. Mueven las caderas de forma antinatural al bailar. Se mojan los labios constantemente, siempre igual. Veo uno más guapo que el resto. Mandíbula fuerte, pestañas largas, labios carnosos, nariz perfecta, hombros anchos y atuendo con buen gusto. Podría ser modelo de Ralph Lauren. ¿Saben a quién se parece? Al presentador de «Soul Train», la estrella negra de la televisión. Tiene una mirada inteligente. ¿Por qué me sorprende? Quiero oír su historia. Probar su sal.
Levanto mi vaso hacia él.
– Navi -mascullo-. Yo, querida, voy a irme a casa con ese tipo.
– ¿Cuál?
– El guapetón con camisa de cuadros verde y chaqueta de cuero de la Warner Brothers.
Lo mira y sacude la cabeza.
– Ay, mi'ja -dice, arrugando la nariz. Mueve la mano delante de su nariz como si oliera mal-. Ése no vale la pena.
– A mí me sirve hoy.
– Ay, Dios mío. Tas loca. ¿Sabes qué? Tas muy bca, mi'ja.
Coloca su mano sobre el vaso que el camarero acaba de ponerme delante.
– Ya has bebido bastante. Ya sé que estás dolida, mi'ja, pero vamonos a casa, ¿vale? No seas tonta. Conozco a ese tipo. No es bueno.
– Claro que es bueno. No hay más que verlo. -Aparto su mano y me bebo la copa de un trago, limpiándome la boca con el dorso de la mano cuando termino-. En serio. Es guapísimo. Parece un revolucionario, un guerrillero.
Se da cuenta de que le estoy mirando y me sonríe. Es como cuando a los dibujos animados les brilla la dentadura: ¡ping! El corazón se me sale del pecho.
– Es un narcotraficante, como dijo Rebecca. Confía en tus temerarias. Tienes que dejar de caer en las redes de tíos así.
No veo por ninguna parte el parecido entre este joven y atractivo dominicano, y el estirado putero de Ed. Así que me pongo a la defensiva.
– Ah, y supongo que tu sobrio doctor es mejor.
Un golpe bajo, le duele.
– Lo siento -digo rápidamente-. No quería decir eso. Es que lo quiero. ¡Lo quiero! -Golpeo la mesa con el puño-. Lo que Lauren quiere, Lauren lo consigue, waa, waa.
– Ya basta -dice retirando mi copa-. Suficiente.
– Está caliente. Míralo. Está ardiendo.
Usnavys hace una mueca como si le hubieran pedido que se comiera un huevo podrido. Bucea en su resplandeciente bolso negro buscando la polvera de Bobbi Brown.
– Me parece que no, mi'ja. Puedes aspirar a algo mejor. Ten paciencia.
– No quiero algo mejor. Tenía algo mejor, ¿recuerdas? Algo mejor está jodiendo ahora mismo a una niña en tanga. Algo mejor te ha plantado esta noche. Algo mejor no tiene por qué ser mejor, ¿ves adonde voy a parar?
Usnavys se empolva la nariz, el dedo meñique estirado. Se ríe estruendosamente para asegurarse de que alguien, quien sea, cree que se lo está pasando en grande, aunque no sea así. Miro al guaperas otra vez y veo dos cositas jóvenes mariposeando a su alrededor. Tienen el pecho plano y coletas. Adolescentes. Más adolescentes. Me dan ganas de acercarme y aplastarlas, hasta que me doy cuenta de que pasa de ellas. Sigue mirando hacia donde estamos.
Le quito el vaso a Usnavys y lo vacío en dos rápidos tragos antes de que me lo arrebate. Y, sólo por molestarla, me bebo su vino también. Sintiéndome invencible, me bajo del taburete y voy hacia él dando tumbos. Usnavys pone los ojos en blanco y no intenta detenerme. Me conoce lo suficiente como para saber que ya no hay vuelta atrás.
Está con otros jóvenes. Bromean hablando muy rápido en un español con argot. La mayoría lleva pendientes de aro de oro. Cojo algunas palabras aquí y allá. Finjo ir a otro sitio, pero le sonrío al pasar. Me dice hola en inglés, o más bien, «hohla», y sonríe. Sus amigos me miran y se dispersan haciéndome sentir incómoda. Supongo que no ven mucha gente como yo por aquí. No llevo el uniforme que llevan las demás, que consiste en minivestidos ajustados de mal gusto, o pantalones pitillo con taconazos. De repente, me siento muy cohibida. Llevo pantalones anchotes de lana de Gap, de cuadros, y un suéter de cuello vuelto marrón a juego. Ah, y gafas. No estoy precisamente sexy. El pelo lo llevo recogido, porque después del día que he tenido no tenía fuerzas para secármelo. Mi maquillaje también es distinto. Ellas llevan los labios muy pintados y poco maquillaje en los ojos. Yo apenas llevo brillo en los labios y he marcado más los ojos.
– Lauren Fernández, su casa es tu casa, Boston -dice el guaperas, dando saltitos como un niño feliz.
Ah, claro. Los carteles. Me reconoce por los estúpidos carteles.
– Eres más clara -dice-. En los anuncios pareces más morena.
Habla en serio.
No sé muy bien qué hacer. Todos sus amigos me dan la espalda, no estoy segura de por qué. El guaperas me mira fijamente a los ojos mojándose los labios, tal y como había imaginado, cruza las manos delante de su entrepierna y se apoya en la barra.
– ¿Tienes número? -pregunta yendo directo al grano.
Habla un inglés con una mezcla de acento español y acento callejero de Boston. Recuerdo lo gorda, tonta y poco atractiva que soy, y me vuelvo para ver si su pregunta va dirigida a alguien más delgada, más guapa o mejor vestida. No. Me habla a moi.
¿Es así de fácil de verdad? ¿Es así su mundo? Ni un prolegómeno, nada sobre su graduación o su cartera de inversiones. El local da vueltas. La sangre se agolpa en mi pelvis. Me siento caliente y sudada y gorda y fea y tonta y engañada y triste y curiosa, todo a la vez. ¿Puede un hombre así de guapo interesarse de verdad en alguien como yo? Ya he bajado hasta la talla treinta y ocho, estoy segura, pero aún no he llegado a la treinta y seis.
– Sí -digo.
Saca un boli y un pequeño libro de direcciones del bolsillo de su chaqueta y lo abre por la F de Fernández. Le doy el número.
– Tan bonita -me dice en su extraño inglés-. Tan bonita, nena. Te quiero.