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Capítulo 6. LAUREN

El edificio del Boston Gazette parece una enorme y fea escuela pública construida en los años sesenta permanentemente controlada por enormes celadoras con redecillas en el pelo. Ladrillo rojo visto, ventanas de cristal verde, un césped que parecería tentador de no ser por los letreros de «Prohibido pisar el césped». Ya he dicho bastante.

A uno de los lados de la mamotrética estructura se alinean camiones naranja chillón. En la parte trasera está el muelle de carga, donde los del sindicato se sientan a leer el Herald, a pesar de que trabajan para el Gazette. En esta ciudad los periódicos reflejan patentes conflictos de clase. A la gente del sindicato le gusta el Herald, porque es un periódico para la clase obrera, un tabloide lleno de fotos grandes y sin palabrería multiculturalista. Vienen a trabajar con el Herald bajo sus musculosos brazos y los dejan por ahí para que nosotros los periodistas los veamos cuando entramos buscando refugio del viento y de la nieve.

El único escritor del Gazette que gusta a los mozos de carga ahora que Dwight no está es Mack O'Malley. El periódico solía imprimir las derechadas de O'Malley sobre cosas como que las mujeres no deberían trabajar y por qué hay que aceptar la política a favor de las minorías, hasta que una revista de verificación de datos de McCall averiguó que O'Malley se inventaba la mayor parte de los datos que aparecían en sus columnas. No me sorprendió. Durante mi primera semana de trabajo un viejo amigo y colega suyo, el columnista de deportes Will Harrigan, me contó con una voz espesa que olía a whisky:

– Niña, te voy a decir tres cosas que debes saber para trabajar aquí. Lo primero, que O'Malley se inventa toda su mierda. Lo segundo, que Dwyer (el jefe de redacción) tiene un electroencefalograma plano. Lo tercero, no lleves faldas tan cortas que me pones a tono.

Después de mucha burocracia, O'Malley fue despedido, pero terminó ganando más dinero escribiendo la misma basura para un periódico de Nueva York donde la comprobación de las fuentes nunca ha sido un problema. La última vez que supe de él, tenía su propio programa en un canal de noticias por cable.

Por dentro, el edificio del Gazette es impersonal. Largos pasillos de suelo de gres color gris iluminados por fluorescentes. No ha entrado aire fresco en este edificio desde hace varias décadas; no, desde que aquel grupo de manifestantes de Southie tiraron un cóctel molotov por la ventana principal. Cuando la rotativa despierta al caer la tarde, el edificio entero tiembla. En las mesas de los que se sientan bajo los respiraderos hay montoncitos de una sustancia negra que parece ceniza. Dirán que es polvo. Pero todo el mundo sabe que es tinta.

Sólo las oficinas de los editores tienen ventana. Son las únicas que hay. En mi sección, el ala de los articulistas, no hay ventanas ni las habrá nunca. Nuestra luz proviene de alargados tubos blancos que parecen fémures. La moqueta fue de color morado hace tiempo, pero se ha vuelto color vaquero gastado. No sé muy bien cómo.

A pesar de todo, me encanta mi despacho. Lo he cubierto con telas mexicanas y rosarios de santería sólo para asustar al personal. Es como una inmensa tarta de boda plantada en medio de la sala de redacción que comparto con unos cuarenta periodistas y editores. Les pone nerviosos, me gusta creerlo al menos, celosos y aterrorizados. La Virgen de Guadalupe llama la atención encima de mi ordenador con las manecillas de latón de un reloj roto asomando por el ombligo. En el cajón de mi mesa guardo una botella de aceite Boss Be Fixed que encontré en una herboristería de Chelsea y compré por dos pavos cuando me documentaba sobre la religión palo mayombe antes de conseguir mi propia columna. Me costó dos semanas hacer que el editor pasara por el aro. «¿Palo quién? ¿Eso es vudú? Si tiene que ver con una secta satánica nuestros lectores no lo entenderán. Soplan aires muy cristianos y patrióticos por aquí. La gente va a darse de baja. Hay una procesión con un par de santos por el North End, ¿por qué no vas a cubrir eso? Deberías entender italiano, ¿no? Ahí van veinte pavos. Y de paso trae biscotti, de almendra.»

Pegué dos judías rojas secas en el auricular de mi teléfono, y al lado puse una Barbie rapada con pinturas de guerra en la cara. En el panel que me separa de los escandalosos y flatulentos de deportes he pegado las inevitables fotos con Ed sonriendo con cara de bobo. Junto a las fotos, una lista de los principales hombres (sí, todos hombres) de negocios latinos de la parte de Boston, hombres que, hasta que empecé a trabajar en el Gazette, centraron sus esfuerzos en los pobres y tendenciosos medios de comunicación en español, convencidos de que al Gazette no le interesaba lo que se estaba cociendo. Tenían razón. Pero ahora que estoy aquí, el Gazette tiene que guardar las apariencias. Igual que yo.

Por culpa de esa gran charada que yo llamo carrera, me estoy preparando para la reunión que estoy a punto de tener con el idiota de mi editor, Chuck Spring. Intentaré convencerle de que autorice una columna sobre la enemistad entre dominicanos y puertorriqueños.

Ha pasado menos de un minuto desde la última vez que pulsé el botón de recuperación de mensajes pendientes en la pantalla del ordenador. Una sola palabra: «Entra», es lo que Chuck escribe cuando quiere discutir conmigo una idea para un artículo. O al menos eso es lo que nos envía a Iris y a mí, la otra columnista de la sección «Estilos de Vida». Cuando escribe a Jake o a Bob es bastante más amable. Claro, Jake es hombre, se graduó en Harvard, alma mater de Chuck, y son miembros de la misma hermandad. Para aquellos que no estén familiarizados con este tipo de clubes, les diré que fueron declarados ilegales por la universidad por no admitir mujeres. En algunos casos, ni siquiera permiten que las mujeres se acerquen a la entrada de la sede a no ser que lleguen discretamente escondidas en una tarta gigante. En cualquier caso, las hermandades siguen vivas, tan sólo se han alejado varias manzanas del campus de la universidad para eludir vigilancias. Chuck sigue llevando su chaqueta secreta rosa de un solo botón a juego con la corbata secreta a rayas los días que tiene reunión secreta al salir de la oficina. Todos llevan el uniforme. Los colores de la banda.

Sus colegas del Gazette ven a Chuck como a un hombre con la inteligencia de un hámster recién nacido. Pero tiene buenos contactos, así que nadie que aprecie su carrera se mete con él. Es el ahijado del dueño. Procede de una vieja familia de Nueva Inglaterra de las que van al Vineyard para cambiar cuando el Nantucket se vuelve insoportable. Después de un par de años charlando con él, la palabra más suave que me viene a la cabeza es endogamia. En las fotos de familia que tiene en el despacho todos se parecen a él, hasta su mujer. Cabezas cuadradas, ojos pequeños, el pelo de un color que no es exactamente un color, y cuerpos flacuchos enfundados en chaquetas de punto. Una vez me encargó, sin una pizca de humor, que escribiera un artículo sobre los emigrantes mexicanos que había visto trabajando en las plantaciones de tabaco cuando iba a Berkshires (sí, hay plantaciones en Massachusetts).

– Quiero que te infiltres ahí, Fernández, que vivas su vida. Descubre lo que les motiva, lo que les fastidia. Averigua qué cantan por la noche en el fuego del campamento.

Me atrevo a decir que esperaba que esos hombres maltrechos de Zacatecas se dieran la mano, después de dejarse la espalda trabajando, para cantar Kumbayá, como hacía él en el campamento de verano episcopal cuando era un joven prometedor y sanote.

Cuando llego a su oficina, Chuck está recostado en su silla con los pies en la mesa y el teléfono pegado a la oreja. Lleva calcetines desparejados porque es daltónico. Los mocasines tienen centavos de adorno. Se ríe de forma nerviosa y escandalosa, como siempre, como si tuviera seis años y acabara de meter algo viscoso en el brick de leche de su amigo. Jo, jo, jo. Ji, ji, ji.

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