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Me concentro en un portadisco compacto que hay junto a la puerta. Hay más de un Boston Pops. Chuck me dijo una vez, todo serio, que Keith Lockhart, del Boston Pops, era el personaje más célebre de la ciudad. Sonreí y asentí, porque mencionarle a todos los atletas y músicos pop era una pérdida de tiempo. No lo habría pillado. Cuando Kurt Cobain se metió un rifle en la boca y disparó, Chuck preguntó quién era, y eso porque salía en un artículo de The Washington Post. Cada vez que llega una nueva becaria, Chuck intenta embarcarla para cubrir una falsa historia sobre un grupo de jóvenes llamadas «LHG», siglas que, jura, corresponden a «Lesbianas Hasta Graduarnos»; una idea que le hace mojar la ropa interior, así que no puede olvidarla porque, además, leyó sobre ello en la revista Details y por lo tanto cree que es verdad, a pesar de que cada periodista que ha investigado ha vuelto igual: ni rastro de las LHG.

Hasta que Keith Lockhart (quien, por cierto, se parece bastante a Chuck Spring y a su mujer) no salió con pantalones de cuero en la portada de su tardío álbum latino, Chuck no descubrió quién era Ricky Martin. Ahora va por ahí, con años de retraso, cantando Living la vida loca, sólo que no puede pronunciar «vida» ni decir «loca», y acaba cantando «Livin Evita Locua».

Chuck ha dejado de reírse y repite incansablemente «hummm, hummm», asintiendo furiosamente, aunque nadie le mira, y yo intento por todos los medios no hacerlo. No le soporto.

Me vuelvo dudando si marcharme o no, y me acerco un par de pasos a la puerta. Examino el fax de fuera. Saludo a la secretaria. Me chupo el labio superior. Silbo.

Miro a la mesa donde están sentados los estudiantes en prácticas de Emerson College y de Northeastern University. Se supone que están clasificando el correo y haciendo transcripciones, pero parece que fundamentalmente se dedican a hacer llamadas personales de larga distancia con cargo al Gazette. La chica con el piercing en la nariz y falda larga grita al teléfono y repite lo mismo una y otra vez. Me hace una señal para que me acerque. Accedo, porque no tengo otra cosa que hacer. Chuck, mientras, ha empezado otra vez a reírse como un asno. Sus piernas parecen de goma.

– Usted es Nicole García, ¿verdad? -pregunta la estudiante.

– No, soy Lauren Fernández -respondo.

Es la millonésima vez que alguien del edificio me confunde con la otra hispana que trabaja aquí, una escritora culinaria gorda de mediana edad que sólo aparece de noche para garabatear sobre brócolis y nueces, dejando un rastro de patatas fritas gourmet que llega hasta el aparcamiento.

– Lo siento -dice la estudiante ruborizándose-. Pero hablas español, ¿no? -pregunta.

Asiento, pero me siento culpable. No es exactamente mentira, ¿verdad?

Cojo el auricular y cuando pego la oreja escucho el sonido ambiente de coches pitando.

– ¡Boston Gazette! -grito.

– Eeh, sí, con Lauren Fernández favor por.

– Soy Lauren -contesto, haciéndole saber que soy la mujer que busca.

«Décimo grado, el señor James, español de segundo, primer piso, Escuela Benjamín Franklin, calle Carrollton, cerca del arco gire a Saint Charles. Yo soy, tú eres, él es, ella es, nosotros somos, ellos son. Yendo al Burger King después del colegio con Benji y Sandi para comprar patatas fritas, cogiendo el tranvía hasta el Esprit, gastando nuestro sueldo de canguros en monederos de plástico y calzado de lona. Caminando a Jax y comprando chocolate, mirando al río, ligando con los chavales criollos que llevan camisetas de rugby y están guapísimos. Yo soy, tú eres, él es… ¿cómo sigue?, ¿vosotros? ¿Se sigue utilizando esa palabra?»

La persona que hay al otro lado de la línea empieza a gritarme a toda pastilla en español. No entiendo gran cosa, pero me da la impresión que no le gustó el artículo sobre el sexismo del desfile del día de Puerto Rico.

– Escriba una carta al director -sugiero.

Miro a mi alrededor y veo a Chuck. Ha colgado el teléfono y está molesto porque no estoy sentada en la pesada silla de madera que tiene enfrente, pendiente de sus sabios consejos periodísticos.

Se asoma a la entrada de su despacho, pantalones khakis y tirantes. Tirantes, damas y caballeros. Hace un gesto brusco y nervioso para indicarme que no debería estar al teléfono en la mesa de la estudiante.

– Ya voy -digo sonriendo.

Me disculpo al teléfono y cuelgo.

Devuelvo el aparato a las perplejas estudiantes y me acerco a Chuck, que me saluda metiendo sus ocupadas manos en los bolsillos.

– ¿Qué diablos hacías allí? ¿Hablabas con Castro?

Debería reírme, pero me reprimo. Antes intentaba reírme de sus chistes, pero siempre parecía algo tan forzado que me miraba dolido. Un día dejé de intentarlo, en parte porque no valen la pena las patas de gallo.

– Siéntate -dice.

La mesa supletoria de cristal que hay entre mi asiento y su enorme escritorio rebosa revistas de moda. En una esquina The New York limes, The Washington Post en la otra. He aquí el truco de un director de redacción de un periódico de segunda para cubrir tendencias: leer otros periódicos y revistas, y si ellos dicen que una noticia es «caliente», entonces lo es. Es importante utilizar esa palabra: «caliente».

Reparo en que enterrado bajo un montón de papeles hay un Playboy sobre la mesa de Chuck. De hecho hay varios ejemplares. Varios Playboy. Las hojas onduladas como si hubieran estado en contacto con… prefiero no saberlo.

– Ahá, Chuck -digo, mirándole. Señalándole.

Se pone aún más nervioso, se ríe, y revuelve las cosas de la mesa con manos temblorosas.

– Ah, eso. Están ahí por la historia de Bob sobre ese luchador de Framingham que salió en Playboy. No es nada. Esos otros por la de Jake sobre Nancy Sinatra. Ya sabes. Restos. Tenía curiosidad después de leer la historia, ejem, quiero decir, ¿crees que esas fotos son de verdad? ¿Una señora de su edad? Quiero decir, Dios mío. ¡Probablemente sea mayor que mi mujer!

Cruzo las piernas y pienso en todo lo que hay en los escaparates de Kenneth Cole. Vuelvo la palma de la mano y veo que me han crecido las uñas y que parecen sucias y agrietadas. Nota: pedir cita con la manicura. Aspiro profundamente, me pongo erguida en la silla, intento aparentar naturalidad.

– ¿Y, cómo estás? ¿Contenta? -pregunta.

No es tanto una pregunta como una orden. Más me vale estar contenta. Todo el mundo es feliz en su mundo. Ante las cosas amargas de la vida, se sonríe, se bebe champán y se conduce un coche extranjero.

Chuck asiente. Nos miramos un momento sin decir nada. Creo que me odia. Entonces vuelve a plantar los mocasines sobre la mesa y coloca las manos detrás de la cabeza. A pesar de los estragos de la edad en sus ojos, todavía parece recién salido de un club de tenis.

– Necesito preguntarte algo -dice.

Es el preludio habitual de la basura psicologicoespiritual que arrastro aquí dentro. Empieza a dolerme el cuello. Después la cabeza. Después el ojo izquierdo.

Prosigue:

– He recibido muchas cartas y llamadas sobre el último artículo que escribiste, el de tu amiga músico y los indios y el genocidio y todo… ese asunto.

– ¿Y?

– Te hablo como amigo, no como jefe.

Oh, oh.

– Escribes bien, tienes garra. Por eso estás aquí.

– ¿Pero…?

– Pero a veces pienso que tus opiniones son demasiado radicales, y que se vuelven contra ti a la hora de intentar demostrar algo.

– Ah.

– No creo que lo que pasó en Nueva Inglaterra o en México pueda llamarse genocidio. El Holocausto fue un genocidio. Muchos indios murieron al quedar expuestos a las nuevas enfermedades del hombre blanco. No hubo intencionalidad.

Pienso contestar, pero me arrepiento. Sonríe, sonríe, sonríe.

– Pones a la gente a la defensiva al atacar constantemente. Empiezas a caer en el dogmatismo.

– Soy articulista. Se supone que tengo que ser dogmática.

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