– Seguro, pero perjudica a tus argumentos el ser tan… combativa.
«Soy un contenedor de basura cubano. ¿Qué quieres de mí?»
– Entiendo. No volverá a pasar.
– Todos piensan que estás demasiado irritable. Tienen la sensación de que les sermoneas a la mínima.
– Vale, bueno, gracias por contármelo -digo forzando una sonrisa-. Lo tendré en cuenta.
«Zapatos nuevos. Edredón nuevo. Respira.»
– Sería bueno que expusieras tus ideas a otros antes de trabajar en ellas, así no volverías a escribir locuras. Hemos estado comentándolo en la reunión de esta mañana, y la mayoría de los editores creen que sería una buena idea que te centraras más en tu vida y menos en la política, la historia y esas cosas. Nadie quiere presenciar tu autodestrucción.
«¿Esas cosas?» Asiento.
– Mensaje recibido. Te lo agradezco.
– Bueno. Ya sabes, la gente prefiere tus artículos tipo «Querida amiga».
– ¿Algo más?
– Sólo un par de cosas: ¿No te habrá sentado mal? Pareces disgustada.
– Estoy bien. No, de verdad. Lo estoy.
– ¿Misma sintonía?
– Absolutamente.
– Bien. Dime, ¿has conocido ya a la nueva redactora, la de salud y ciencia?
Asiento. Sé a quién se refiere. La editora negra, quiere decir. Negra y mujer. Asume que tendremos mucho en común.
– ¿Has visto el coche que tiene? -pregunta en un susurro conspirador.
Se coloca, además, una mano junto a la boca, como en los dibujos animados.
Claro que he visto el coche. Un Mercedes verde. También viste bien y a veces lleva sombrero. Es de Atlanta.
– ¿Crees que una mujer así puede permitirse un coche como ése? -cuchichea.
Chuck percibe algo en mi expresión corporal o facial y de alguna forma se retracta.
– No estoy diciendo, quiero decir, ya sabes, esa gente tiene el mismo derecho que cualquiera de comprarse el coche que quiera…
– Por supuesto -digo.
Chuck cambia de tema.
– Bueno, cuéntame eso dominicano -dice.
Hojea un Vanity Fair mientras habla. Leo en su cuerpo que la conversación ha dejado de interesarle. Quiere implantes de pecho, escándalos sexuales y, bueno, nada más.
– Vale, éste es el tema -arranco. Coloco las manos en los brazos de la silla, y es un gesto consciente porque mi tendencia en estas reuniones es hacerme una bola y esconderme. Le explico el problema-: Los puertorriqueños y los dominicanos tienen mucho en común. Ambos son del Caribe y de tierras hispanohablantes, comparten tradiciones culinarias y muchos valores. Pero sienten mutuamente un odio irreflexivo.
– Son de países parecidos. ¿Por qué se odian?
Hago una pausa. ¿Me atrevo a corregirlo? Por-su-pues-to.
– Puerto Rico no es un país.
Sonrío, intento no parecer «combativa», o «irritable».
Pone los ojos en blanco, asiente como si no pudiera entretenerse con detalles insignificantes y pasa más rápido las hojas de la revista.
– Ya sabes lo que quiero decir. Ya estás de nuevo metida en política. No es lo que queremos.
– Lo sé, lo sé, pero ése es en parte el motivo por el que se odian. Aquí en Boston hay muchísimos, luchan en muchos casos por los mismos trabajos mal pagados, viven en los mismos barrios. Y por ser americanos de nacimiento los puertorriqueños cuentan con ayuda gubernamental, pero los dominicanos no. Los dominicanos tienen problemas de inmigración, los puertorriqueños no.
Me mira confuso:
– ¿Por qué los puertorriqueños no tienen problemas de inmigración?
– ¿Habla en serio? -pregunto.
– Es a esto a lo que me refiero, Fernández. Te sales por una tangente que sólo tiene sentido para ti.
– Chuck, porque son americanos de nacimiento. Puerto Rico es territorio de Estados Unidos.
Pienso: «¿No enseñan eso en Harvard?».
– Entonces ¿pueden venir sin más? No puede ser cierto, ¿no?
– Han nacido aquí. No vienen de ninguna parte. Eso es lo que significa territorio. Son tan americanos como usted, con la excepción de que no pueden votar en las elecciones presidenciales si no viven en Norteamérica.
– Oh. ¿De verdad? No puede ser.
– Es verdad.
«No suspires, Lauren, no pongas los ojos en blanco. Sonríe, hermana, sonríe.»
Se encoge de hombros como si todavía no me creyera, y dice:
– Sigue. Pero te digo desde ya que sigo pensando que no es suficientemente personal. Quiero personas en tus artículos, de carne y hueso, con las que la gente de la calle se pueda identificar.
– Vale. Así que los dominicanos tienen sus prejuicios sobre los puertorriqueños, como que son vagos o que las mujeres son demasiado independientes, y viceversa. Los puertorriqueños están convencidos de que los dominicanos son todos narcotraficantes o demasiado machistas.
Chuck cabecea furiosamente esperando que acabe. Me pregunto cómo sería tener un jefe que al verme no empiece a silbar la musiquilla del anuncio del restaurante Chichi.
Hago un esfuerzo por explicárselo todo.
Chuck pone cara de «el que lo huele debajo lo tiene». Demasiado complicado para él. No le gusta la idea.
– No creo que el lector medio distinga entre dominicanos o puertorriqueños. Si no entienden lo que quieres decir en el primer párrafo, Lauren, no van a seguir leyendo. Esto es un periódico, no un libro de texto. Dales chicas reales con problemas reales.
– Los puertorriqueños y dominicanos lo entenderán -digo-. Si es que te importa. Si a este periódico le importa.
«¿Por qué has dicho eso? Irritable Lauren, combativa Lauren. Azote, azote.»
– No empieces con eso otra vez. Ya lo hemos hablado. Tu columna debe ser divertida, ligera, accesible. Se supone que es el contrapunto al contenido serio del resto del periódico. Nada de política. ¿Vale?
– Claro, vale.
Una estudiante asoma su cabeza por la puerta y le dice a Chuck que su esposa está en la línea cuatro. Levanta el teléfono, pulsa la línea cuatro y sigue hablando conmigo, moviendo una mano como si estuviera dirigiendo una sinfonía:
– Algo ligero, algo divertido. Ya sabes, «frescura picarona». Entretenimiento. Hola, cielo.
Gira su silla hasta darme la espalda. Y con eso, hemos terminado.
… Novias, considerad la columna de hoy un llamamiento a todos los novios perezosos de ahí fuera. Chicos, tenéis menos de un mes para conseguir el regalo perfecto de San Valentín; y por favor, ni flores ni bombones (otra vez). Aquí tenéis algo en lo que pensar mientras salís de compras. San Valentín era un cura romano que continuaba celebrando bodas, ignorando un decreto del emperador Claudio II que prohibía a los soldados casarse ¡Ah, el poder del amor! Y un recordatorio para las féminas que al recibir una caja de bombones baratos de su deslumbrante Casanova piensen entregarse: Valentín fue canonizado por defender el compromiso. No os entreguéis a menos que vaya a quedarse.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ