Quiero dar la vuelta y salir corriendo, alejarme. Distanciarme de lo que siento. Me retiro, pero me acerca de nuevo dulcemente.
Prosigue, bajito, rápido y apremiante:
– Rebecca Baca es la mujer en la que pienso cuando voy a dormirme y la mujer en la que pienso cuando me despierto por la mañana. Es la mujer más asombrosa que conozco.
No puedo controlar mis latidos, siento la sangre fluir hasta derramarse por el suelo. Me siento débil de pura alegría. No sé qué decir; no estoy preparada para esto. Bailamos hasta que el grupo deja de tocar, pero ya no quiero parar.
– ¿Sabes? -dice cuando recogemos los abrigos del guardarropa y nos dirigimos al aparcacoches-, podríamos seguir. Es viernes por la noche. Conozco buenos clubes en la ciudad.
– Es tarde -digo.
– No es verdad, no es verdad -dice con una sonrisa amable mirando el Rolex-. Sólo son las once.
– No creo que sea correcto -digo-. Debes saber que…
Parece confundido, ofendido.
– Estoy casada, André. Y soy un personaje público. Quiero decir que… No porque, bueno…
Me sostiene la mirada y sonríe mostrando sus hoyuelos.
– ¿Sabes? -dice-, todavía no conozco a tu marido. No ha venido a un solo acto.
– Ya lo sé.
– No creeré que estás casada hasta que le conozca.
Frunce el ceño poniéndose serio y me coge la mano para besarla dulcemente.
– Si fueras mi esposa, estaría en todos los actos celebrando tu éxito.
– Estoy, estoy casada.
– ¿Felizmente?
Trago con dificultad. Me ha pillado.
– Sí -miento-. Felizmente casada.
Es la primera vez que recuerdo haber tenido un tic. La boca se me mueve.
André lo nota y sonríe.
– Me dijiste que no podías bailar -dice arqueando una ceja-. Eso era mentira. Estás completamente segura sobre tu marido, ¿no?
Entrego la ficha al aparcacoches, logro controlar mi cara y le sonrío.
– Buenas noches, entonces -digo-. Nos vemos otro día.
Nos quedamos en silencio hasta que traen mi coche. André me abre la puerta con delicadeza y subo. Cuando cierra, dice:
– Júrame que estás felizmente casada y dejaré de presionarte.
Evito su mirada, meto la llave en el contacto y me marcho sin responder.
No quiero que Dios sepa la respuesta.
No me gusta ilustrar esta columna con anécdotas sentimentales. Es un truco barato de esta profesión y juré en la escuela de periodismo que si alguna vez tenía mi propia columna no haría jamás lo que llamo «el Paul Harvey». Pero la rabia me obliga a compartir con ustedes momentos personales conmovedores. Vean, tengo una amiga cuya generosidad es incomparable dentro de mi círculo de amistades. La demostró por primera vez en la universidad, cuando al ver a una mujer pobre sin abrigo estremecerse en una tormenta de nieve, le regaló no sólo su propio abrigo sino el gorro, los guantes, el echarpe y la taza desechable de té caliente que acababa de comprar. Y veinte dólares. Siguiendo las enseñanzas de la Biblia, libro de cabecera de la citada amiga, dona el quince por ciento de su sueldo a obras benéficas, a veces más. Siempre que me burlo de la gente cuando estoy con esta amiga, que es aproximadamente cada seis minutos, me pregunta qué necesidad tengo de ser tan mala. Conozco mucha gente egoísta e irascible. Se encuentran fácilmente. Pero no conozco mucha gente como Elizabeth Cruz.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 11. ELIZABETH
«¡Tortillera!», grita el tipo.
Presiono el siete para saltar el mensaje. No me hace falta oír el resto. He recibido docenas de recados que empiezan igual. Me quieren muerta. Me odian. Cada ministro evangélico de la zona parece haber pedido que se me echen encima, para salvarme de las llamas del infierno.
Unos chiflados incluso han peregrinado hasta los estudios de la WRUT-TV desde lugares como Montana, como si fueran a salir en Good Morning America. Pero en lugar de sostener carteles para felicitar el cumpleaños a alguien, hacen ondear pancartas proclamando, «Adán y Eva sí, Adán e Iván no». Más que estos lunáticos bienintencionados me preocupa que el productor del informativo nacional, que antes de que todo esto explotara me suplicó que me uniera a su equipo, ahora no me devuelve las llamadas. Se pone su asistente, y por el tono frío de su voz temo lo peor -después de perder a mi madre-: que ya no está interesado.
Mi vida cambió instantáneamente cuando salió el primer artículo en el Herald. Aquella mañana paré en el Dunkin Donuts que hay cerca de las oficinas de WRUT del centro para tomarme un café cargado. La cajera, Lorraine, una inmigrante haitiana mayor que suele ser muy amable conmigo, tiró el cambio sobre el mostrador en lugar de dármelo en la mano, e hizo un chasquido reprobatorio con la lengua. El Herald estaba en el mostrador de atrás, junto a la plancha de los bagels, abierto por la ya famosa foto mía besando a Selwyn. Lorraine no me deseó un buen día, como de costumbre. No me habló de sus hijos en la universidad. No dijo, como hacía a menudo, que le encantaría que fuera su hija. Murmuró «Repugnante», y se fue a la parte trasera.
Mi madre debe de haberse enterado. Pero aún no me ha dicho nada. No sé cómo sacar el tema. Sé que lee todos los periódicos de Boston en internet a diario, para implicarse en mi vida. No noto que nada haya cambiado. Hablaremos de ello, estoy segura. Pero ahora no es el momento.
Puede que esté paranoica. Solía esperar con impaciencia la llegada de la primavera en Boston para poder pasear por los parques del Commons. Ahora evito los lugares públicos. Mantengo las cortinas cerradas. Trabajo. Pero vuelvo a casa corriendo y me escondo. Selwyn y yo hemos intentado mantener cierta normalidad; alquilamos unos DVD por internet, comemos palomitas de microondas en el cuenco de plástico de Ikea, nos pintamos mutuamente las uñas de los pies en el suelo mientras se asa la carne. A Selwyn le han salido canas desde que todo esto empezó, y traga Maalox como si fuera agua. Es como una planta, y se muere poco a poco sin la luz del sol. No se queja de las nuevas cerraduras en la puerta, o de las amenazas en su buzón de la universidad. Pero lo sé. Lo sé. Si las cosas no cambian, la perderé.
– Tenía que enamorarme de una estrella de cine -bromea.
Pero hay un fondo de verdad en el tono de su voz.
El célebremente aburrido Gazette se unió a la caza de brujas, publicando encuestas y gráficos sobre la opinión pública del fiasco. Publicaron un editorial a favor de los gays, pero no fue de gran ayuda. Lauren se ha portado muy bien conmigo y ha escrito un par de artículos apoyándome, diciéndole al público que se meta en sus asuntos. Todas mis amigas me han apoyado excepto Sara, algo que no me esperaba. La gente no deja de sorprenderme.
Últimamente me preocupan más los locos, desde que el doctor Dobson está informando sobre mi sexualidad en ese programa de radio de la extrema derecha cristiana. Hay una cruzada nacional por e-mail para destruirme. Le han mandado a mi jefe una carta desde una página web que tiene colgado un mensaje de advertencia de difusión nacional. Soy una mujer perseguida, una mujer odiada, y el programa 60 Minutos quiere entrevistarme. (Les he dicho que no.)
Mis colegas ni hablan del tema. No me preguntan si estoy bien. Hacen como si nada hubiera cambiado, pero se sienten incómodos. Lo sé por cómo evitan mirarme en el ascensor. Lo sé porque somos la única fuente de información de la ciudad que no ha cubierto el tema de mi homosexualidad.
¿Qué hacer con tu corazón en un momento así? En la oscuridad y el frío del solitario comienzo de mis mañanas, siempre podía contar con la luminosa sonrisa y la charla de Lorraine para ayudarme a empezar el día. Compartíamos la solidaridad de quienes viven en la oscuridad, de quienes, ¿cómo decirlo?, sueñan despiertos. Soñábamos con una vida en la cara más remota del sol, levantábamos nuestras miradas soñolientas hacia las estrellas, esforzándonos por mantenernos despiertas. Solíamos hablar durante cinco o diez minutos. No era mucho. Pero era algo simbólico. Echo de menos la normalidad. Era reconfortante. A veces me regalaba el café. Ahora no soy bienvenida ni en mi propia vida.