Lo veo al otro lado del salón, dando la mano, sonriendo y saludando a los asistentes. Sus modales son intachables y exquisitos. Como ocurre con las personas más sofisticadas, es tan natural en su gentileza que no te percatas de que está siendo gentil. Está totalmente centrado en los demás, en la gente que va encontrando a su paso. Les demuestra interés, hace que se alegren de conocerle. ¿No es ése el objetivo? La gente no te encuentra irresistible porque le impresione quién seas, te encuentra irresistible cuando haces que se sienta bien por haberte conocido.
Me levanto para saludar a André, y él pasa grácilmente de un leve apretón de manos a un cortés abrazo y a un caluroso beso en la mejilla. No ha saludado así a nadie más.
– ¿Cómo estás, Rebecca? -pregunta buscándose en mis ojos.
Los suyos son perfectos, almendrados y oscuros. Huele a canela. Me excita estar cerca de él.
– Estoy bien, André, gracias -digo con una ligera agitación en la voz-. ¿Y tú?
– Muy bien, gracias -dice con su acento británico.
Seguimos hablando de pie. Me felicita por un reciente artículo que ha publicado sobre mí la revista Boston. Le felicito por un artículo que vi la semana pasada en el periódico sobre la adquisición de una empresa de software más pequeña por parte de su empresa. La gente se acerca y socializamos con la confianza y la soltura de auténticos profesionales.
Cuando nos sentamos, todos prestamos atención al presentador. André se acerca y me susurra al oído:
– Estás deslumbrante esta noche, Rebecca. Verdaderamente deslumbrante.
Me ha sorprendido. Pienso en devolverle el cumplido, porque él también está sensacional, pero no creo que sea correcto por mi parte. Sonrío gentilmente y se lo agradezco, consciente del rubor en mis mejillas. Me observa y se me queda mirando más tiempo del apropiado.
Después de dar la bienvenida a los nuevos miembros y de ponernos al día respecto a los problemas de la organización, incluidas las contrataciones, promociones y otros hitos importantes, se anuncia la cena. Los camareros empiezan a llevar las ensaladas a las mesas, y los comensales empiezan a comer, algunos en el momento correcto, otros no, algunos con los tenedores correctos, otros no. Una de las organizadoras se me acerca para indicarme que debo acercarme al estrado. Me excuso y la sigo. Me sorprendo cuando la luz ambiente disminuye y proyectan un video de cinco minutos sobre el éxito de Ella en una pantalla al fondo del salón. No tenía ni idea. Contengo las ganas de llorar. Los asistentes aplauden y me aclaman cuando finaliza el video y subo los peldaños del podio. De pie aquí, frente a más de mil personas, vuelvo a darme cuenta: esto es lo mío. He alcanzado mi meta.
Pronuncio mi discurso. La gente se ríe cuando esperaba que lo hiciera y aplaude cuando esperaba que lo hiciera. No aludo a mi vida personal, salvo para agradecer a mis padres haberme inculcado una sólida ética laboral y un firme compromiso profesional. Con una sincera sonrisa cuento la increíble historia de André Cartier y su cheque mágico, utilizándola como ejemplo para que los asistentes que han triunfado sean valientes y ofrezcan ayuda a los demás. André se levanta cuando se lo pido y acepta la ovación. Siento que me estremezco involuntariamente cuando le miro. Me repongo y termino el discurso.
La gente se levanta para ovacionarme. Regreso a la mesa y a un André exultante. Me tomo los trozos de ensalada que no están contaminados de pastoso aliño.
André me ofrece champán para celebrar nuestro éxito con la revista, pero rehuso. No bebo. Él bebe solo, mirándome con una sonrisa en los ojos. Una sonrisa sexy. Me doy cuenta de que estoy muerta de hambre.
Miro a lo lejos y me lleno el estómago de agua.
Después de cenar, un grupo de rhythm amp; blues empieza a tocar los éxitos de Stevie Wonder, y la gente se acerca a la pista de baile. André me guiña un ojo.
– ¿Vas a acceder esta vez?
– No -digo-. No sé bailar.
– Todo el mundo es capaz de bailar -dice.
– No es que no me guste bailar -digo-. Honestamente, es que no puedo.
– Tonterías -dice.
Aunque jamás hablo de mí, le cuento la vez que intenté bailar en la universidad consiguiendo, tan sólo, que las temerarias se rieran de mí. Recuerdo que Lauren aprovechó la oportunidad para recordarme que era «india», y no lo soy. «Tu gente no puede bailar», me dijo. Jamás lo olvidaré.
– Eso no son amigas -dice simplemente.
– Sí, sí lo son. Sólo que son muy sinceras. Tengo dos pies izquierdos.
Continúa mirándome a los ojos en silencio. Alza una ceja y espera.
– No puedo bailar -repito.
Me siento incómoda.
– Tonterías -dice.
– Parezco una idiota cuando bailo.
Se levanta y me ofrece su mano.
– ¡No! -protesto.
– ¡Sí! -dice. Se acerca y me acaricia la mejilla con un dedo-. Puedes.
Y allí, zas, allí está. El deseo por segunda vez hoy. Y pensar que casi había olvidado lo que se siente.
Me coge la mano con suavidad.
– Ven.
Me pongo de pie.
– No sé.
– Tan sólo relájate -dice.
– Te lo advierto, no es culpa mía si te piso y te hago daño.
Se acerca, me mira a los ojos y susurra sugerente:
– Creo que me gustaría que me hicieras daño… un poquito.
Me ruborizo de pies a cabeza, pero no digo nada.
El grupo pasa de Stevie Wonder a algo vagamente reconocible. André me arrastra hasta la pista y sonríe. De repente me pongo muy nerviosa. La música es buena, el grupo es bueno, y reconozco la canción de mis tiempos de secundaria, una vieja canción funky con mucho bajo; algo sobre fresas. André se mueve con soltura, despacio, y no puedo evitar notarle, sexualmente. No es que esté dispuesto, es simplemente que es una de esas personas que están llenas de energía sexual, una persona poderosa, inteligente, segura y feliz. Las mujeres de alrededor le miran.
– Así -dice, sacudiéndome por los hombros con sus imponentes manos-. Suéltate. Disfruta de la música.
Doy un paso a un lado, acerco el otro pie, paso-juntos, paso-juntos. Incluso yo me doy cuenta de que estoy rígida. Podría estar en clase de aeróbic.
– Así -dice con una sonrisa triunfal-. Así.
Me siento como si marchara en un desfile militar. Mi cuerpo no se mueve con la música, por lo menos no cuando me miran. Paso-juntos.
André se adapta a mis movimientos y añade un poco de su cosecha, exhibiendo unos modales impecables incluso ahora. Me acuerdo de algunas letras de hace mucho tiempo, de cuando la vida era más sencilla. Musito la letra.
– ¡Así! -André grita por encima de la música-. Déjate llevar.
Siento la cabeza ligera. Estoy disfrutando. ¿Es eso un pecado? Cuando te casas con un hombre, ante Dios y tu familia, se supone que amputas de tu corazón la capacidad de sentir lo que estoy sintiendo ahora mismo. Se supone que no debes perder el aliento al lado de otro hombre. Se supone que no debes preguntarte cómo sería estar con él en lugar de con tu propio marido, no debes soñar con pasear juntos por la orilla del río Charles en primavera.
Cambia la música a una canción más lenta. André se acerca más a mí y retrocedo. Me deja guardar la distancia, pero seguimos bailando. La canción es melancólica y empiezo a ponerme un poco triste a mi pesar. Me acerco a su oído.
– ¿Crees que soy simple? -susurro.
Inclina su cabeza de lado como un pájaro para aparentar una extrañeza divertida.
– ¿Simple? No, no es lo primero que me viene a la mente cuando pienso en ti. ¿Por qué?
– Bien. ¿Cómo me describirías? Tengo curiosidad.
Sonríe abiertamente, me acerca más a él, me agarra firmemente y nos movemos juntos. La gente nos observa, lo sé.
André empieza a hablarme muy bajito al oído:
– Rebecca Baca, en mi opinión, es inteligente y lo sabe. Es culta y lo sabe. Es espectacularmente guapa, pero no lo sabe, y está muy sola, pero no lo confiesa.