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Capítulo 13. USNAVYS

– Navi, sé que estás ahí. Cógelo. Por favor. Tenemos que hablar.

No, umm, umm. No creo. Por lo menos hasta que se disculpe por lo de Roma. Me tapo con la manta y le dejo que hable al contestador.

Tres meses y no ha tenido el valor de llamar. Y de repente, la semana pasada, empieza a llamar otra vez como si nada hubiera pasado. Pero esta vez no caigo, mi'ja. ¿Qué se cree, que soy masoquista?

Además, he pasado por el hospital esta tarde, después de que Rebecca llamara para contarme lo de Sara. Me he quedado mirando esa cara amoratada rodeada de tubos por dentro y por fuera, y no podía creer lo que el médico me dijo: «Puede que no vuelva a despertar». Su marido la ha dejado así. Rebecca estaba tan sorprendida como yo. Piensas que conoces a la gente, de repente ocurre algo así, y es obvio, mi'ja, que no los conoces en absoluto. ¿Quién quiere casarse después de ver eso? Estoy decepcionada de los hombres.

Los odio a todos.

Me tumbo en el sofá de piel verde y cojo el mando para cambiar el canal en el televisor panorámico que tengo enfrente. El radiador se enciende con un reconfortante silbido, y veo por el visillo entreabierto que ha empezado a llover otra vez. Aunque ya hace un poco más de calor, mi'ja, algunas noches aún apetece dejar el radiador encendido, ya sabes. Comodidad. Necesitas comodidad. Coloco los recipientes de comida que he encargado en mi regazo, y empiezo. Sopa de pollo, arroz, frijoles rojos, ensalada. Comida cómoda. Dos raciones de cada plato. Cuando pides para llevar nunca te ponen suficiente.

Necesito una alfombra más grande para este cuarto. Con este frío húmedo, ésta no basta. Esta noche necesito calor. Es una de esas noches, mi'ja, en que sólo quieres abrazarte a alguien grande y fuerte, a menos que como yo, no encuentres a nadie grande y fuerte que valga la pena abrazar. Toda mi vida igual. En este momento, me compadezco tanto de mí misma que podría llorar. Necesito llorar. Puedo llorar sola, y puedo llorar con mis amigas. Pero no puedo llorar delante de un hombre.

Los hombres apestan.

Todo empezó con ese hombre de Baní que dejó embarazada a mi madre en Puerto Rico hace veintinueve años. Cuatro años más tarde, en Boston, decidió que ser padre era demasiado trabajo. Regresó a la República Dominicana y nos dejó aquí con una mano delante y otra detrás. Podrías pensar que no me acuerdo de él, tan pequeña era cuando se fue, pero sí me acuerdo. Me acuerdo de él perfectamente. Era un hombre grande y moreno. Grande en el sentido de pesado, no de alto. Era bajo, fuerte, negro, con un marcado acento español. Solía levantarse con una vuelta el bajo de los pantalones. Eso debe de haberle resultado duro. No creo que Boston fuera buena con él. Trabajó mucho mientras estuvo aquí, pero nunca prosperó. Y eso le molestaba. Recuerdo que me sentaba a sus pies y le miraba mientras me hablaba imitando voces de dibujos animados para hacerme reír. Me hacía reír. Era tan rechoncho y me sostenía con unos brazos tan fuertes…

Podríais pensar que no recuerdo su aroma, pero lo recuerdo, olía a madera. Solía trabajar en un camión de mudanzas, se pasaba el día subiendo pianos por las escaleras, y cuando llegaba a casa olía a madera y a sudor. Lo recuerdo como si fuera ayer. Es verdad. Mi madre dice que no hay forma de que me acuerde de todo eso, pero lo recuerdo.

También me acuerdo de mi hermano Carlos. Se parecía a papá, y empezó a trabajar con él en la empresa de mudanzas para traer dinero a casa. Se aseguraba de que hiciera los deberes y me cantaba hasta que me quedaba dormida. Recuerdo que no caía bien a unos chicos de su edad, porque le dijo a la policía que habían robado en una tienda. A la primera ocasión le pegaron un tiro. Esa primera ocasión ocurrió delante de mí, cuando me acompañaba a casa desde el autobús que cogía para ir al colegio de blancos del otro lado de la ciudad. Lo mataron delante de mí. Recuerdo cómo sonó, cómo fue y olió, pero no quiero contarlo ahora. No quiero pensar en ello. He tenido que escapar demasiadas veces de ese sueño en el que todo pasa de nuevo, y del que siempre despierto gritando.

Ésos han sido los dos hombres que me han querido y los perdí a los dos, no creo que mi corazón pueda soportarlo otra vez. Me miras y piensas que soy feliz y siempre estoy alegre, pero no tienes ni idea. Nadie sabe como yo lo que es perder, ya me entiendes. Al final se lo conté a las temerarias y no lo podían creer. Tardé ocho años en contarles lo de mi padre y mi hermano, y se quedaron heladas, mi'ja, totalmente heladas. Creían que me conocían, es lo que pasa conmigo. La gente cree que me conoce. Pero no es cierto.

Por lo que sé de mi vida, a los hombres pobres los matan o te abandonan. A los ricos se les ve felices con sus esposas e hijos. No es fácil encontrar un hombre en los suburbios, ¿sabes? Allí de donde yo vengo, encuentras un chico, y al cabo de un tiempo o está muerto o en la cárcel, o ha vuelto a Puerto Rico o a la República Dominicana, y nunca más lo vuelves a ver. Allí de donde vengo, los hombres te rompen el corazón.

A veces, cuando le doy demasiadas vueltas, siento que no puedo continuar. Aunque parezca una locura, en días como hoy -cuando los retoños empiezan a florecer en las ramas de los árboles, alegres y esperanzados, preparándose para la primavera y el amor-, me siento tan deprimida que no creo que pueda superarlo. Pero tengo que intentarlo, aunque sólo sea porque soy una propietaria con responsabilidades.

Mi inquilino está haciendo ruido arriba otra vez. Alquilar el piso de arriba ha sido la cosa más inteligente que he hecho en mi vida. El alquiler cubre la hipoteca menos cien dólares. Pero tengo que oírle. Oigo cuando mueve los muebles, cuando tira de la cadena, cuando se lava los dientes, cuando lava la ropa. Hasta escucho cuando se le cae un vaso y se rompe.

Pero merece la pena por el dinero que ahorro. Es una casa antigua de estilo Victoriano de tres pisos que todavía estoy arreglando. Falta un escalón en la escalera de atrás y todavía me queda por arreglar esa gotera del baño de arriba. Pero soy propietaria, y puedo deducirme impuestos.

He decorado mi zona a mi gusto, con espejos de marcos dorados y jarrones art déco en colores pastel por el suelo con plumones y juncos. He puesto esculturas de esbeltos gatos negros en los quicios de las puertas de algunas habitaciones, y una cama con dosel en mi cuarto. Tengo una mesa de comedor de cristal con sillas negras. El apartamento está completo, y el próximo fin de semana voy a comprar un dormitorio para la habitación de invitados, aunque mi madre diga que no vale la pena hacer semejante gasto en la casa hasta que encuentre un buen hombre. ¿Y si nunca lo encuentro? Le pregunto. Ni siquiera me contesta. Intento explicarle que soy feliz así, totalmente feliz de vivir en esta casa enteramente mía, llenando las habitaciones de cosas que me gustan, aunque sospecho que sabe que es mentira.

No soy feliz estando sola. Necesito un hombre. Un buen puertorriqueño.

Pero no se lo digas a Lauren. Pondrá esa fastidiosa mirada suya y empezará a largarme el discurso de que tengo el tipo ideal aquí y ahora, pero no puedo afrontar que sea pobre. Lo sé, vale. Lo sé. Pero ya he sido pobre. No quiero volver a serlo. ¡Joder! Lauren no tiene ni idea de lo que es ser pobre. No me refiero a lo que ella entiende por pobre, no poder ir a un colegio privado o algo así. Me refiero a cuando tu madre ha tenido que hurgar entre los cojines del sofá buscando monedas para comprar leche para la semana después de haber agotado los bonos de comida, hambrienta e irritable por el hambre. Así de pobre. No quiero pensar en aquella época. Quiero pensar en hoy.

Este edificio está bien, pero estoy demasiado cerca de Jackson Square y me preocupa el coche. Los únicos BMW que ves por aquí son los de los desguaces. Por la noche se oyen disparos, y no puedo decirte la cantidad de noches que no he podido dormir por la alarma de algún coche. También se oye a los chavales vagando en grupos por los alrededores, aullando como buhos y gritando a sus amigos. Hay una nueva cafetería una manzana más abajo, y un café francés con sombrillas en las mesas de fuera en verano. Estamos cambiando el barrio, yo y los demás yupis latinos. Y casi lo suficientemente rápido.

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