Cambio de canal buscando una buena película romántica. Tiene que haber algo, alguna mentira cinematográfica en la que se vean hombres buenos y decentes.
Al médico se le sigue olvidando acudir a nuestras citas. Ha sido así durante dos semanas. Llama para disculparse, me envía flores para arreglarlo, y una noche, después del trabajo, cuando estoy comprando queso en esa tienda al lado de Symphony Hall, ¿adivina quién aparece acompañado de una mujer con peluca roja, igual que la vieja Celia Cruz? ¡Él! Iba todo arreglado como los que acababan de salir del Symphony, ¿sabes? Abrigo de lana largo y negro y una bonita bufanda de cachemir. Empujé mi carrito de la compra, me puse detrás de ellos en la cola -estaban comprando huevos orgánicos, pan integral y zumo de naranja natural-, tropecé con él y me aclaré la garganta escandalosamente. Se volvió para mirarme y por la nariz le resbalaban enormes gotas de sudor, como champiñones después de la lluvia.
– ¿La conozco? -me pregunta, con ese acento tan argentino suyo.
¿Me conoce?
La mujer sonríe educadamente y le pone la mano en el hombro. Tiene garras como Cruella DeVille y un brillante enorme en el dedo anular. Es su maldita mujer, mi'ja. Resulta que estaba casado.
– No -le dije-. Usted no me conoce. Debe de haberme confundido con una puta barata.
Tuvo el valor de llamarme al trabajo al día siguiente con el cuento de que ya no quiere a su esposa. Se está muriendo de cáncer, dice, y tiene que quedarse con ella hasta que fallezca. Dice que está con ella por pena. Y le digo que cualquier hombre que usa la palabra «pena» para describir lo que siente por su esposa moribunda merece que lo tiren de un avión sin paracaídas. Me salió el gueto que llevo dentro. Podría haber sido La India. «¿Quién tú te crees que eres, eh? ¿Tú te crees muy hombre, eh, muy macho, eh, pero no sirves pa' na', eres un sinvergüenza, un guarro, no tienes corazón, no tienes na', y no creo na' de lo que me dices' ahora, oi'te? No te creo na'.» Colgué. No volvió a llamar.
Suena el teléfono, y lo dejo sonar una, dos, tres veces. Salta el contestador.
– Usnavys. -Es Juan otra vez-. Mira. Sólo cógelo, ¿vale? He pasado por tu casa y he visto el coche y las luces encendidas. Sé que estás en casa. Habla conmigo. Tenemos que hablar sobre esto. No podemos seguir fingiendo que no tenemos un problema. Te quiero.
Ignoro el teléfono e intento concentrarme en la película. Mi inquilino está dando golpes. Sé lo que hace. Ojalá no lo supiera. ¿Cómo coño se lo monta? Es feo y bizco, y encima lo hace más que yo. La próxima vez que consiga una casa y la reforme, voy a acondicionar la planta baja, para no tener que oír cómo lo hacen los demás durante toda la noche.
El agente del FBI quiere que me mude a Texas, ¿verdad? Odio Texas, chica. ¿Lo conoces? Es como si alguien hubiera cogido un cuchillo de mantequilla y hubiera extendido el lugar. Huele a petróleo por todas partes, a petróleo y a basura. He ido allí exactamente tres veces para verle, y no hay nada para una mujer como yo en Texas. No quiero discriminar o generalizar, mi'ja, pero cuando me dijo que había latinos por todas partes, pensé que quizá podría vivir en Texas, después de todo, pero necesito estar cerca de los caribeños. Esos mexicanos de allá abajo son tan callados, sobre todo las mujeres. Es otro mundo. Cada vez que abro la boca me miran como si estuviera loca, y los hombres creen que soy jamaicana. Allí no hay cultura. Puedes comprarte mucha casa por poco dinero, eso es verdad. Dijo que quería comprarme una enorme casa de ladrillo amarillo fuera de Houston, en un sitio llamado Sugarland. A eso me refiero. No quiero vivir en un sitio que se llama Sugarland. Me envió folletos con dibujos de las casas que están construyendo. Eran preciosas, mi'ja, con enormes escaleras, candelabros y tres chimeneas. ¿Sabes cuánto cuesta eso? Menos de lo que pagué por esta mierda en pleno gueto, ¿ves? Me dijo que estaba a punto de comprar una de esas casas grandes de muñecas y que quería ponerla a mi nombre para demostrarme cuánto me quería, y lo loco que estaba por mí. Ese tío también es un poco raro. Le gustan las mujeres grandes. Le gusta mi cuerpo. Fue el primero que me compró ropa interior sexy. Le gusta mirarme. ¡Está loco! Es un americano raquítico, medio italiano en realidad, blanco, y aunque lo intenta, no entiende lo importante que es mi cultura para mí. No tiene nada de malo, pero no es lo que de verdad necesito, mi'ja, que es un hombre latino, y mejor aún, un hombre puertorriqueño. Incluso me conformaría con un cubano. Un hombre con sabor. No hay forma de que convenzas a una puertorriqueña de que se marche a Texas con un americano como ése, a una casa enorme en las afueras de Sugarland. Me moriría. Necesito frijoles con arroz, tú sabes. Necesito metros y museos y vida urbana, ya me entiendes. Sin embargo, es un buen tipo y demás, tiene dinero y hasta me ha dicho que quiere estudiar medicina forense, ¿te lo imaginas? ¿Yo, esposa de un médico del FBI, viviendo en Texas? Oh. Oh, no creo. Así que se acabó.
Tan, tan decepcionada. Todos me decepcionan. Lauren me ha decepcionado saliendo con ese camello. ¿En que está pensando? Se va a buscar la ruina. No tengo ni idea de por qué. Es bastante lista, y no está mal. Pero lo suyo es dársela una y otra vez. Me estoy hartando de levantarla. Cualquier día de éstos me la encuentro en el hospital, cosida a balazos por un ajuste de cuentas. A veces me da pena, una mujer tan preparada que cree que tiene que ponerse a la altura de ese matón para demostrar que es tan latina como nosotras, sólo porque su piel es blanca y su español lamentable. Tiene ese complejo. Es una pena. Ese tío no es bueno. Amaury tenía tantas mujeres en mi barrio que le llamábamos el Árabe: parecía que tenía un harén.Y también está Sara. Pobrecita.
Y Elizabeth. ¿Qué le pasa a la gente? Si no te gusta con quién se acuestan los demás, no lo pienses. No es tu cama. No es asunto tuyo.
Vuelve a sonar el maldito teléfono.
– Navi, soy yo, Juan, estoy en la estación del metro, en una cabina. Voy a verte y más vale que me abras la puerta.
Ay, Dios mío. Lo que me faltaba. Tengo el pelo hecho un asco. No me he maquillado. Estoy en bata y zapatillas. Me huele el aliento a arroz amarillo con pollo. ¿Por qué me hace estas cosas? No quiero escenas. Lo único que quiero es tumbarme con mi arroz con pollo y mis pasteles y mi café con leche. Necesito a alguien que me dé un masaje en los pies, sabes, pero no a Juan. Necesito un hombre hombre, mi'ja. ¿Tan difícil es? No voy a abrirle la puerta cuando venga. Y punto.
Por fin encuentro una película en blanco y negro en el canal de cine romántico, una de Ingrid Bergman. Pongo el mando en la mesita de cristal; una base blanca esculpida imitando columnas romanas. Hasta la mesita me recuerda a Juan. Su madre tiene una exacta en su casa en Spanish Harlem. ¿Por qué será que todo lo que he hecho hoy me recuerda a él? Fui a la peluquería y había un hombre con gafas y perilla parecido a Juan esperando para cortarse el pelo. En el restaurante de comida para llevar sonaba Michael Stuart, su cantante de salsa preferido. Cada detalle. Hoy todo me recuerda al hombre más pobre del universo.
Llaman a la puerta. Todavía no he cambiado el timbre, que suena como una gacela moribunda y me pone los pelos de punta. No llama una vez, además, sino como mil veces seguidas. Y otra vez, y otra vez, y otra vez. Lo malo de esta casa es que el timbre suena en mi parte y en la de mi inquilino. Así que al cabo de un momento han dejado de llamar y se oye a mi inquilino bajar la escalera estruendosamente para ver quién está en la entrada.
Me ato bien la bata, abro la puerta y salgo al rellano de la escalera, donde me encuentro a mi inquilino como Dios lo trajo al mundo, excepto por una vieja toalla blanca que lleva en la cintura, de pie, con la puerta abierta, maldiciendo a Juan.