Miro por la ventana durante unos minutos. Pienso algunas cosas, me pregunto si es sincera conmigo. Después de todo, me ocultó lo de su lesbianismo todos estos años; miente muy bien. Ya no me importa. La verdad es que hubiera preferido que se acostara con ella antes que con cualquier otra mujer. ¿Le está bien empleado, no, enamorarse de una lesbiana? Es casi cómico. ¿No es de locos? Y no estoy tan enfadada como sería previsible. Quizá son los medicamentos contra el dolor, pero lo encuentro bastante gracioso.
– ¿Sabes qué? -le pregunto, intentando relajar el ambiente, para volver a una conversación normal.-¿Qué?
– ¿Sabes lo que más duele de todo?
– ¿Qué?
Sonrío.
– Que tú nunca, ni siquiera remotamente, te has sentido atraída por mí. Quiero decir, ¿qué me falta? Mírame. Soy perfecta. Dijiste que nunca me has encontrado atractiva.
– ¿Qué?
Me río.
– ¿No es estúpido? Es como me siento ahora mismo. Completamente rechazada.
– Jamás dije eso -dice Liz con una sonrisa cautelosa-. Hubo… veces. Algunas veces, realmente.
– ¿Cuándo?
– Unas veces. Algunas veces.
– ¿Como cuándo? Dímelo.
– En la discoteca Gillians, la primera noche.
– ¿En Gillians?
– Sí. Recuerdo observarte bajo la luz naranja. Llevabas un largo abrigo negro de piel y uno de esos lazos de niña tonta en el pelo. Parecías un desecho de Brat Pack. Te hubiera besado entonces.
– ¿Por qué no lo hiciste?
– ¿Estás loca?
– ¿Por qué no lo hiciste?
– Sabía que eras heterosexual. No quería que a Rebecca le diera un ataque.
– ¿Cuándo más?
– La noche de la graduación. Cuando tuvimos esa fiesta en el apartamento de la madre de Usnavys, con toda esa comida frita repugnante. Cuando nos sentamos afuera, en la escalera de incendios, huyendo de la grasa y del humo, para tomar el aire, ¿te acuerdas de eso?
– Sí.
– También puedo decirte lo que llevabas puesto esa noche. Pantalones cortos a cuadros y un conjunto rosa de punto, con tus perlas. Te quitaste el suéter porque hacía mucho calor esa noche, y me encantaron tus hombros suaves y blancos.
– Ah, sí. Recuerdo esa noche.
– Tenía unas ganas tremendas de besarte.
– ¿Por qué no lo hiciste?
– Estabas prometida a Roberto. Eras hetero. Yo no quería ser lesbiana, quería ser normal. Luchaba contra ello todo el tiempo. Fui a casa y me puse a llorar.
– ¿Por qué no me dijiste nada de esto?
– Por miedo. No quería perderte.
– Bueno, soy una chica normal, curiosa. No me hubiera importado, ya sabes, probarlo. Es lo que hace todo el mundo.
– No. -Liz sacude la cabeza-. Ésas son las palabras más duras que puedes decirle a alguien como yo. Estoy harta de las hetero curiosas, Sara. Nadie te hace más daño que una mujer heterosexual curiosa.
– ¿Y ahora qué?
– ¿Ahora?
– ¿Te sientes atraída por mí ahora? Tengo el aspecto de haber sido atropellada por un camión, y nadie me ha traído el maquillaje. Pero aun así, no soy horrorosa ni nada por el estilo, ¿no? Creo que no estoy mal para ser una mujer con mellizos que acaba de perder a su bebé y a su marido, ¿no crees?
– Sara, por favor, necesitas dormir.
– ¿Crees que soy sexy?
Liz me mira con lástima.
– Te quiero -me dice-. Eres mi mejor amiga. Y estás totalmente drogada o totalmente agotada, o ambas cosas.
– Pero ¿lo harías conmigo? Quiero saberlo.
Sonríe de forma sarcástica. Ahora se da cuenta de que estoy hablando en broma.
– Eres una cubana loca, ¿lo sabías? -me pregunta.
– Dímelo. ¿Ahora mismo, me lo harías? Con todos estos tubos dentro de mí, y los cardenales, y con la estúpida asistente social mirando. Podría ser toda una experiencia.
– No -dice-. Ahora estás horrible, Sara. Prefiero que mis mujeres sean masculinas. No hay nada masculino en una mujer a la que un hombre acaba de dar una paliza, ¿vale? Y necesitas lavarte los dientes.
Nos reímos.
Allison nos ve reír, e interrumpe:
– Os dejo que habléis -dice-. Me alegro de que tengas quien te anime. Para eso están las amigas.
– Perfecto -digo-. Hasta luego, Allison.
Después en español, digo:
– ¡Fuera de aquí, zorra mal vestida!
Liz me mira incrédula. Casi nunca digo tacos. Se sube a la cama. Está tan delgada que casi no se hunde. Se sienta a mi lado durante el resto de la noche, y no hay nada remotamente sexual en la manera en que nos abrazamos, nos contamos chistes y vemos programas basura en la tele, aunque tengo que admitir que me apetece besarla un par de veces durante el Tonight Show de Jay Leno, sólo para ver qué se siente. Debe de ser la morfina.
Liz se queda conmigo hasta el amanecer.
¿Debería preocuparme que a mi novio le guste el catálogo de verano de Victoria's Secret más que a mí? Lo encontré en el baño el otro día, todo arrugado y manoseado, ¡y estamos en mayo! ¿Por qué los hombres y las mujeres están tan condicionados por el cuerpo femenino? Estoy harta de tetas y culos.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 18. REBECCA
André me recoge en la casa nueva. Me he pasado el fin de semana de mudanza, y en el último minuto cojo tres días libres en el trabajo para irme de viaje con él. Ha sido algo impulsivo, algo que no habría hecho hace un año. Me habría puesto histérica porque habría pensado que nadie podría dirigir la revista en mi ausencia. Pero André me convenció de que Ella podría sobrevivir unas horas sin mí. Me aseguró que él no.
Lleva un Lexus SUV, blanco y beige esta vez. Lleva vaqueros. Nunca lo había visto en vaqueros. Le quedan muy bien, tan bien que casi se me para el corazón. Lleva mocasines negros elegantes, un ligero suéter beige, y una chaqueta de cuero negra. El atuendo apropiado para un viaje a Maine. Yo llevo pantalones khakis con zapatos planos negros, un suéter rosa pálido y un blazer negro de lana. Como verse reflejada en el espejo. Otra vez. He metido en la maleta varios camisones largos de franela, y algo de lencería sexy que nunca me he puesto; todavía no he decidido qué tipo de viaje va a ser, aunque tengo mis esperanzas.
– Estás impresionante -me dice.
Me abraza, me da un beso amistoso en la mejilla. ¿Chicle de canela? ¡Qué bien huele! ¡Y esa sonrisa! Me encantaría meterlo en casa, cerrar la puerta, y arrancarle la ropa. Pero no lo hago. Le doy un educado estrujón, y le tomo del brazo que me ofrece para ayudarme a bajar los empinados escalones de la entrada. Me lleva la maleta. Abre la puerta del pasajero, me ayuda a entrar, y coloca mi equipaje en el maletero. El interior del coche huele como André, a especias y a limpio. No he sentido esta ilusión desde que era niña y llegaba la Navidad.
Por ser entre semana y temprano por la tarde, no hay mucho tráfico. Al cabo de poco tiempo, estamos en la 95, rumbo al norte en el suave confort del Lexus, escuchando música sensual y rítmica. La letra está en un idioma que no entiendo.
– ¿Qué es esto? -le pregunto.
– Es una cantante nigeriana llamada Onyeka Onwenu -dice.
– Canta muy bien.
– Sí. Y tiene mucho valor. Se puso en huelga de hambre para protestar porque no cobraba derechos.
– Eso es admirable. ¿Entiendes la letra?
– Claro que sí.
– ¿Es yoruba? -pregunto.
– Sí -sonríe, complacido-. Estás llena de preguntas hoy.
He estado investigando sobre Nigeria, avergonzada por lo poco que sabía en nuestra última cita, pero no tiene por qué saberlo.
– ¿Qué otros idiomas se hablan allí? -pregunto-. ¿Ibo y hausa?
Se ríe y corrige mi pronunciación de ambos.
– Has hecho los deberes, ¿no?
– Un poco.
El paisaje pasa rápido, verde y exuberante. Hablamos con fluidez, sobre varias cosas, y pasamos Salem y Topsfield. Hablamos hasta Amesbury, y sólo paramos un momento al cruzar un gran puente, para admirar la belleza del lugar. Parece como si el tiempo no hubiera pasado, y de repente estamos en la carretera 495, a pocos minutos del hotelito Red Maple Inn en Freeport, propiedad de unos ingleses amigos de André.