Pienso en la pobre Vilma, en cómo esta asistenta social pobremente vestida ha pronunciado su nombre, en cuánto la quiero. Pienso en cómo volvió a llamarme Sarita; en que es como una madre para mí. Tiene que haber un límite; un punto a partir del que no puedes perdonar, sin importar cuánto se quiera o cuánto haga que se conoce a alguien. Éste, creo, es ese punto. Si no por mí, por Sethy, por Jonah, y por Vilma.
Me encuentro mal, y el cuarto empieza a nublarse. Estoy tan cansada. Cierro los ojos y me duermo.
Cuando me despierto de nuevo, estoy sola. Es de noche, y ya no tengo tubos ni en la nariz ni en la garganta. El aparato de la cabeza también ha desaparecido. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? Puedo levantar un poco la cabeza, y veo que no estoy sola, que mi padre está cerca de la ventana, en la oscuridad. Gruño para llamar su atención. Se acerca y se pone al lado de la cama. Lleva su uniforme habitual: pantalones verdes, un polo Ralph Lauren, y mocasines marrones. Miro el informe médico de la pared que está enfrente de la cama y me doy cuenta de que han pasado tres días desde la última vez que me desperté. Tres días. Todavía estoy cansada, extenuada de la cabeza a los pies.
– Ay, Dios, Sarita -me dice. Tiene los ojos rojos de llorar, y me dice en español-: ¿Por qué no nos lo dijiste? ¿Por qué no me lo dijiste?
– Lo siento, papá -digo.
Tengo la voz ronca y me duele la garganta.
– No, soy yo quien lo siente. Es culpa nuestra, de mamá y mía, por habernos pegado siempre. Tú pensarías que aquello era normal.
Está llorando.
– No -digo-. Lo siento. Fue culpa mía.
– ¿Tú? ¿Lo sientes? ¿Por qué? Él es el hijo de puta que casi te mata. Él es el cabrón que mató a mi nieta.
Nieta.
– ¿Era niña? -pregunto.
Mi padre asiente.
– ¿Han podido verlo?
– Han podido verlo.
Empiezo a sollozar. Las convulsiones me hacen tanto daño en las costillas que casi me desmayo.
– No -lloro-. No, papá. Por favor. No, Dios mío.
– Tranquilízate -dice.
Está de pie a mi lado y me acaricia el pelo, algo que no ha hecho desde que era muy pequeña. Chasquea la lengua para consolarme.
– Descansa. No tendrás que volver a verlo jamás.
– Busca a esa asistente social. Voy a presentar cargos.
Parece desconcertado por un momento.
– ¡Ah!, no lo sabes, ¿no?
– ¿Qué?
– No encuentran a Roberto, mi vida.
– ¿Qué? ¿Cómo que no?
Papá suspira.
– Ha matado a Vilma, Sarita, murió ayer. Cuando la policía fue a detenerlo por asesinato, no abrió la puerta. Tiraron la puerta abajo y había desaparecido. Se llevó ropa y algunos papeles. Encontraron su coche aparcado en el aeropuerto, con las llaves en el asiento.
– ¿Qué?
– Salió corriendo, el muy cobarde.
– ¡No! -lloro.
Me observa incrédulo.
– ¡Es imposible que sigas queriéndolo después de lo que te ha hecho!
No digo nada, y me toma la mano, me planta un pequeño beso tembloroso en ella.
– Yo siempre me pregunté si era él quien te hacía esos moretones. Tu madre me dijo que empezaron cuando lo conociste, pero pensó que tenía que ver con el hecho de que te habías convertido en una señorita y aún no te sentías cómoda en tu cuerpo. Como un potrillo, decía, eras como un potro aprendiendo a usar sus largas patitas.
– Me pegaba, papá -lloro-. Siempre. Durante años. Quise decírtelo, pero no quería que pensaras que era una estúpida. Yo también le golpeaba a veces.
– Ya, ya, ya ha terminado. Aquí está papá. Jamás pensaría eso de ti.
– Necesito preguntarle cómo pudo hacerlo. ¿Adonde habrá ido?
Papá me suelta la mano:
– Mató a Vilma, Sara.
Está contando las víctimas con los dedos, uno por uno, tranquilo y sereno.
– Mató a tu hija. Casi te mata a ti.
Miro a mi padre, esperando. Papá continúa:
– Ahora está escondido para no enfrentarse a la justicia por lo que ha hecho. No debes volver a hablar con él. Es un cobarde. Tienes que seguir y ser fuerte, por los chicos. Él te hubiera matado si Vilma no le hubiera detenido. Eso lo sabes, ¿no?
– ¿Por qué las cosas son así, papá? No quiero que pase esto. Quiero que todo sea como antes.
– Ay, mi'jita -dice derrumbándose en la silla que hay junto a la cama-. ¿Qué voy a hacer contigo?
Es demasiado. Lo he perdido todo. A Vilma, a mi hija, a mi marido, casi la vida. Quiero ver a Liz. Necesito hablar con ella. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido todavía? ¿Se ha marchado también?
– Quiero ver a Elizabeth -le digo a mi padre.
– Ha venido temprano, mientras estabas durmiendo.
– Por favor, llámala. Hazla venir de nuevo.
– Está bien. Ya voy. Ahora, tranquila. Cierra los ojos, mi vida, trata de descansar.
Cuando vuelvo a despertarme, está allí, Elizabeth, radiante en una sudadera turquesa y vaqueros oscuros. Siempre he envidiado eso de ella, su facilidad con la ropa, no le cuesta trabajo estar guapa.
La desagradable asistente social, Allison, está aquí también, y parece que han estado hablando entre ellas. Por la sonrisa hipócrita de Liz, puedo ver que Allison le parece tan molesta como a mí. Quiero reírme a carcajadas, pero me contengo. Debe de ser una buena señal.
Me encuentro lo suficientemente bien para sentarme. Elizabeth se disculpa por haber ido a mi casa, y dice que tenía que verme, para pedirme perdón.
– Todo ha sido culpa mía -dice-. Nunca debería haber ido a verte. Lo siento.
Allison la interrumpe.
– Liz estaba contándome lo que pasó. No es culpa suya. Ni tuya. Nadie es culpable de esto salvo el hombre que te pegó. Quiero que ambas lo comprendáis.
«Sí, vale, pero ¿quién te ha preguntado?»
Elizabeth sostiene un manojo de globos, con el mensaje «Ponte buena pronto». Me mira y me sonríe tímidamente:
– Bastante ridículo, ¿eh? -me pregunta-. He visto las flores que Amber te ha enviado, y sabía que no podía superarlas. Así que he comprado esto.
Me río un poco.
– Gracias -digo-. Hablando de Amber, ¿de dónde habrá sacado el dinero?
– ¿No lo sabes?
– No sé nada.
– Su disco es número uno en las listas nacionales.
– ¿Bromeas?
– No estoy bromeando. Pensaba que lo sabías. Es la próxima Janis Joplin en español.
– No lo sabía. Vaya. Me alegro por ella.
– Supongo que no habláis mucho.
– No fuera de las reuniones de las temerarias. No tengo mucho en común con los vampiros aztecas, ya sabes.
Nos reímos. Es perverso. Por eso somos amigas Liz y yo. Tenemos el mismo sentido del humor.
– Está a punto de ser la vampiro más famosa -dice Liz-. Cuidado con lo que dices.
– Anda, vete por ahí. ¿Amber? ¿Famosa?
– ¿Te mentiría yo en un momento así?
– No, probablemente no.
– Yo siempre te dije que lo conseguiría. No te lo creías.
– Sí, es verdad. Tú siempre has sido mejor que yo, Liz. Siempre has buscado el lado bueno de las personas. No como yo.
Nos miramos un momento, y Liz es la primera en bajar la mirada a los pies. Entonces le hago la pregunta clave, en español para que Allison no comprenda lo que estamos diciendo.
– ¿Liz?
– ¿Sí, Sarita?
– Roberto me dijo algo la otra noche, la noche que nos peleamos. Necesito saber si es verdad.
Se la ve nerviosa.
– Claro, ¿qué es?
– Él… me dijo que vosotros dos os acostasteis en Cancún.
– ¿Qué? No, nunca.
Parece que estuviera a punto de escupir.
– ¿Me lo juras?
– Sólo me he acostado con tres hombres en mi vida, y él no fue uno de ellos. Yo no disfruto precisamente con los hombres.
– Pero estaba enamorado de ti. Lo sé.
– Quizá. Si lo estaba, es un imbécil.
Me río.
– ¿Qué tipo de mujeres tiene una conversación así en un hospital, en un momento como éste?
Me río a mi pesar. No estoy enfadada, no exactamente. No lo sé. Estoy aturdida. Sonríe instantáneamente. Es como en esas películas en las que todo se convierte en una gran pesadilla. Estoy esperando despertarme y que todo sea diferente.