Ahora mismo estoy pensando que a lo mejor un desliz con uno de esos guapos gánsteres del fondo me hacía un apaño. Mirad cómo comen con las manos, el aceite al ajo de las gambas goteando por sus sexys barbillas. Eso es pasión, un sentimiento que el soso de Ed no reconocería ni aunque le fuera la vida en ello. Podría tirarme a uno de ésos para vengarme, ¿sabes? Eso, o podría comer patatas fritas con sabor a queso y donuts, volverme bulímica hasta que el blanco de los ojos se me pusiera rojo, como si fuera a estallarme el corazón. O podría retirarme a mi pequeño apartamento y beber demasiados «destornilladores» caseros, esconderme bajo el edredón de plumas de ganso y llorar mientras esa potente cantante mexicana, Ana Gabriel -¿la de la madre china?- vierte sobre mi equipo Bose su amor por la guitarra.
Eh, necesito pasar una noche con mis temerarias. ¿Dónde estarán las chicas?
Esta noche también es especial, porque (redoble de tambor, por favor) es el décimo aniversario de la primerísima vez que las temerarias nos reunimos. Todas nos estrenábamos como estudiantes de Periodismo y Comunicación en la Universidad de Boston, borrachas de infantiles cervezas de melocotón y arándanos compradas con carnets de conducir falsos; jugábamos al billar en un club oscuro y lleno de humo llamado Gillians al que iba todo el mundo a bailar el palpitante ritmo del remix del Luca de Suzanne Vega, hasta que unos gorilas nos sacaron de allí de una patada en nuestros arrepentidos e ingenuos culitos. Triunfamos aquella noche, y si no, al menos, hicimos pandilla. Ah, y también vomitamos. Casi se me olvida esa parte.
Nuestro profesor de periodismo de primero, el medio calvo con las canas teñidas, nos dijo que era la primera vez que se matriculaban tantas latinas simultáneamente en Comunicación. Dejaba al descubierto sus amarillentos colmillos al decirlo, sonreía, pero temblaba dentro de su estrecha chaqueta de tweed. Le asustábamos, a él y a la gente que como él, especialmente en Boston, teme a las «minorías». (Vuelvo a esto en un minuto.) En cualquier caso, nuestro poder colectivo de intimidación en esta ciudad cada vez más «spanglish», que cada día consume más latas de judías marca Goya, fue suficiente para convertirnos instantánea y definitivamente en las mejores amigas. Todavía lo es.
Los que no hablan español probablemente no sepan qué demonios es una «sucia» [2]. Está bien. No, en serio. Tampoco todas las sucias, las temerarias, hablamos español, pero no se lo contéis a mis editores del Boston Gazette, donde, cada vez estoy más segura, me contrataron sólo para cubrir el cupo red-hot-chili-pepper latino entre Charo y Lois Lane, y, donde, gracias a Dios, todavía no han descubierto que soy un fraude.
Soy una periodista bastante buena. Sin embargo, no soy una «latina» en toda regla, por lo menos no como ellos creen. Esta tarde un editor se detuvo ante mi escritorio y me preguntó dónde podía comprar frijoles saltarines mexicanos para la fiesta de cumpleaños de su hijo. Incluso si fuera mexicoamericana (pista: me dan ganas de depilar con cera la ceja de oruga peluda de Frida Kahlo, y soy completamente indiferente a cualquier cosa que incluya las palabras «boxeo» y «East L. A.»), no habría sabido algo tan tonto.
A estas alturas ya te habrás imaginado -gracias a la tele y a Hollywood- que una sucia es algo atractivo, con curvas y extranjero, algo súper latino, como el nombre misterioso de un santo católico de pelo ensangrentado y aspecto torturado, o como una preciada receta de una abuelita baja, gorda y arrugada, que hace magia erótica con el chocolate y todas sus hierbas y especias secretas mientras los mariachis aullan, Salma Hayek toca las castañuelas y Antonio Banderas cabalga entre cactus sobre un relinchante caballo blanco, o yo qué sé, como un cerdo con alas o una estupidez de ésas, todo ello dirigido por Gregory Nava y producido por Edward James Olmos. Supéralo de una vez. Es como, no es.
La idea original fue de Usnavys. «Sucia» es una expresión bastante ofensiva para la mayoría de los hispanohablantes, casi equivale al «hot» en inglés. Así que el «club social de las chicas sucias» [3] suena, podría decirse, irrespetuoso. ¿Verdad? Y detestable. También es un juego de palabras tomado del nombre de aquellos viejísimos músicos cubanos que grabaron con Ry Cooder y protagonizaron un documental alemán que, según todos los no latinos que conozco, tiene que encantarme por predisposición genética. (Pues no me gusta.) Las sucias, las temerarias, por usar una expresión más amable, somos listas y estamos al día en cultura pop. De acuerdo: quizá es una estupidez. Quizá seamos estúpidas. Pero nos divertimos, ¿vale? Bueno, menos Rebecca, pero ella es tan graciosa como las hemorroides de Hitler. (Yo no he dicho esto.)
Miro la hora en mi reloj Movado, un regalo de hace tres novios. El reloj tiene la esfera blanca, como mi cara cuando el hombre que me lo dio me dijo que volvía con su ex. Ed cree que no debería ponérmelo más, dice que le molesta. Pero yo le salgo con: «Mira, si tú me compraras algo la mitad de decente lo tiraría». Es un buen reloj. Fiable. Predecible. No como Ed. Aún es pronto, según el reloj. No tengo por qué ponerme tan nerviosa. Lo único que necesito es otra cerveza para calmarme. ¿Dónde está esa camarera?
Llegarán en unos minutos. Yo siempre llego pronto. Gajes del oficio de periodista: si llegas tarde, pierdes la historia. Pierdes la historia y te arriesgas a que algún blanco envidioso y mediocre de la redacción te acuse de no merecerte el puesto. «Es latina, lo único que tiene que hacer es mover el culo para conseguir lo que quiera.» Uno de ellos dijo eso una vez lo suficientemente alto para que yo lo oyera. Era el encargado de la programación televisiva y no había escrito una sola frase original en unos cincuenta y siete años. Estaba convencido de que su mala racha se debía al programa de acción afirmativa, sobre todo después de que el director del periódico me pidiera a mí y a otras cuatro representantes de «minorías» (léase: de color) que nos levantáramos durante una presentación en el auditorio, sólo para poder decir: «Observen detenidamente las caras del futuro del Gazette». Creo que en aquel momento él se sintió políticamente correcto, mientras montones de ojos azules y verdes se volvían hacia mí con expresión de -¿cómo era?-, de horror.
Así es como transcurrió mi entrevista de trabajo: «¿Es usted latina? Oh… vale. Entonces sabrá hablar español, ¿no?». ¿Qué puedes responder a una pregunta así, incluso cuando la respuesta es no, si sólo tienes 15,32 dólares en tu cuenta y un crédito de estudiante por pagar al mes siguiente? ¿Dices: «Eh, su apellido es Gadreau, ¿sabrá usted hablar francés, no?»? Qué va. Te lo montas. Necesitaba tanto ese trabajo que si hubiera hecho falta hablaría mandarín. Con un nombre como Lauren Fernández creyeron que el español formaba parte del paquete. Un síntoma más de la enfermedad americana: la tendencia a simplificar, a estereotipar lo ilógico. América sería distinta sin él.
Reconozco que no les dije que procedo en parte de lo que llamamos «basura blanca», nacida y criada en Nueva Orleans. Los parientes de mamá son monstruos de pantano con manchas de aceite bajo las uñas y una lavadora verde oxidada delante de la caravana, son la clase de gente que ves en cualquier capítulo de «Cops»: un tipo flaco como un gato muerto desde hace una semana, recubierto de tatuajes con esvásticas, que llora porque la policía voló su laboratorio clandestino.
Ésa es mi gente. Ésa, y los cubanos con relucientes zapatos blancos de Nueva Jersey.
Por todo esto y mucho más con lo que no voy a aburrirte ahora, me he convertido en una luchadora nata, y he centrado toda mi existencia hacia un solo objetivo: triunfar en la vida -entendiendo por ésta trabajo, amigos y familia- a toda costa. Siempre que puedo me visto como si mis circunstancias fueran diferentes y mucho más normales. Nada me emociona tanto como que la gente que no me conozca crea que procedo de una típica familia cubana adinerada de Miami.