Capítulo 7. USNAVYS
El año pasado, Juan me llevó a San Diego en San Valentín. Conseguimos visitar a Amber en Los Ángeles y vimos la lúgubre cuevita en la que vive con ese extraño hombre rata mexicano, pero ése fue el mejor momento del viaje. Insinué entonces que esperaba que me llevara a un sitio mejor la próxima vez, así que este año ha montado un viaje por Europa. Me dijo que quería llevarme a Roma, el lugar en el que se inventó el día de San Valentín. Nos vamos hoy. Cuando recojo a Juan en su apartamento, parece impresionado al ver mis maletas. No tiene mucho cerebro. Ay, mi'ja, me vuelve loca. En serio. Sólo llevo dos maletas grandes -Vuitton-, una maleta pequeña con bolsos, guantes, pañuelos y zapatos, una caja con maquillaje, un maletín de mano, mi bolso de viaje y una cesta de paja Kate Spade con espacio suficiente para la botella de agua, revistas, discos compactos y chucherías.
– Sólo es un fin de semana largo -dice-. ¿Tienes que llevar todo eso?
Sí, quise decirle, pero es un fin de semana largo en Roma. Se supone que es el regalo de San Valentín, pero era demasiado caro ir justo el día de San Valentín, según dice. Además, quiere estar por aquí para el baile de San Valentín del centro de rehabilitación. Así que lo estamos celebrando a principios de enero. Vulgar, ¿no? Pero así es siempre todo con Juan. Puse los ojos en blanco detrás de mis gafas de sol de Oliver Peoples y no dije nada, porque me prometí a mí misma (y a Lauren) que esta vez me portaría bien con Juan. Lauren me ha recordado que Juan ha estado ahorrando mucho tiempo para ofrecerme esto y que debería apreciarlo, dijo, en su justa medida. El porcentaje de los ingresos de Juan que hace falta para poder irnos a Roma cuatro días es enorme. Lo entiendo. Lo entiendo. Entiendo que está arruinado. ¡Es broma! Dios, a veces te tomas todo demasiado a pecho, mi'ja. Si de verdad me importara lo que gana Juan, no estaría aquí. Para serte sincera, le quiero. Más de lo que he querido a nadie. Y eso me asusta.
No quiero ni contarles lo que llevaba Juan. Una pequeña Samsonite de plástico verde rajada en un lateral. Estaba horrorizada. Horrorizada. Quería pasar a buscarme en su ruidoso Volkswagen Polo, el que no tiene calefacción, el de los limpiaparabrisas que ensucian, el que tiene el suelo tapizado de vasos de café de papel. Oh, oh, ni hablar. Puedo portarme como una barriobajera, pero a tanto no llego.
Le fui a recoger en mi BMW, aunque no me pareciera lo más apropiado, dadas las circunstancias. Pero estoy portándome bien, ¿se acuerdan? Y allí estaba él, esperando en la calle, con su triste y diminuto equipaje, la raya al medio y esos zapatos de J. C. Penny que está convencido de que «molan». ¡Ay! Dios-mí-o.
Juan tiene buen aspecto hasta que intenta tener buen aspecto, si es que esto tiene sentido. El pelo, cuando lo deja tranquilo, se le riza y eso le da un atractivo aire de científico despistado. La barba le queda bien, si se la deja crecer un par de días. Casi se parece a su héroe, el Che Guevara. Las gafas de cristal ahumado -que escogí yo, muchas gracias- le dan un aire inteligente e interesante. Pero cuando cree que tiene que hacer un esfuerzo por parecer presentable, lo echa todo a perder. Se alisa el pelo como un estudiante de tercero, se afeita dejando al descubierto una raquítica barbilla. ¿Y los cortes de la navaja de afeitar? El nene nunca aprendió a afeitarse. Lleva unas lentillas que le irritan los ojos y al final parece que ha estado llorando o bebiendo todo el día. Se pone pantalones de poliéster convencido de que son mejores, en lugar de cómodos vaqueros y camisetas. No les cuento nada que no le haya dicho a él. Pero ¿me escucha? No. No me malinterpreten. Creo que es increíblemente guapo, mi'ja. Me pone. Sólo querría que tuviera más dinero. ¿Es un crimen?
Cuando me llamó y me dijo que podíamos volar de Boston a Roma pasando por el aeropuerto de Heathrow, en Londres, o por el de Dublín, en Irlanda, escogí Londres, por supuesto. Los irlandeses no son nada sofisticados, mi'ja, ya lo sabes. Ojalá hubiera un vuelo directo de Boston a Roma, pero no hay. Seguramente podríamos haber cogido un vuelo directo desde Nueva York, habría sido lo más fácil, pero no lo planteé. Juan no repara en las cosas prácticas. Vive obsesionado con el trabajo, intentando inventar la manera de mejorar la eficacia de sus programas. A veces tienes que sacudirlo para conseguir que te haga caso.
Así que aquí estamos, en la última etapa del viaje, de Londres a Roma. He estado metida en aviones las últimas doce horas. Doce, mi'ja, un uno y un dos. Doce horas intentando acomodarme en estos asientos diminutos porque Juan no pudo conseguir primera clase. Doce horas con los pies dormidos dentro de estos zapatos rojos de punta de Saint John's; tengo el pie ancho, pero no soporto los zapatos anchos, sobre todo si son rojos. Doce horas sin un verdadero baño o una verdadera comida. Doce horas escuchando historias sobre los hombres a los que Juan ayuda en el centro de rehabilitación. David, que estuvo enganchado durante casi veinte años y que ahora trabaja en Wendy's y lleva limpio un año entero. Luis, que quemó la casa por fumar crack en la cama y casi muere abrasado y que ahora trabaja en el departamento de limpieza y ha encontrado una buena novia. Y más y más. Muchos finales felices. Ésos son los que más le gustan. Pero también los hay tristes. No me importa escucharle. Sé que siempre digo que quise salir del «barrio», y es cierto. No regresaría allí ni por todo el oro del mundo.
Admiro a Juan por lo que hace. Se graduó en ingeniería en Northeastern y podría haber hecho infinidad de cosas para mejorar su posición social, sin embargo tomó la difícil decisión de renunciar a un nivel de vida muy alto para ayudar a nuestra comunidad. Me lo ha explicado, y lo entiendo. A mí me pasa lo mismo. He tenido ofertas de trabajo de empresas privadas que hacen lo mismo que yo en The United Way, créanme. Pagan casi el doble de lo que gano. Pero probablemente me parezco más a Juan de lo que la gente cree; necesito sentir que lo que hago importa. Pero aun así, gano cuatro veces más que él. Qué triste.
Le cuento esa locura que cuentan los medios sobre el lesbianismo de Elizabeth. Está preocupada por el puestazo nacional que tiene entre manos porque Rupert Mandrake, el director de la empresa dueña de la cadena de televisión, encabeza la cruzada de los «valores familiares»: es decir, odia a las lesbianas. La gente es tan tonta. La llamé y le dije que a mí me daba igual. No me importa. No me importa con quién se acuesten mis temerarias, con tal de que las traten bien. Le pregunté si esa los-niños-no-lloran poetisa suya la cuidaba. Me dijo que sí, y le contesté que eso era lo fundamental. Me lo agradeció, se echó a llorar y dijo que Sara no le hablaba.
– Eso es una estupidez -dice Juan-. Sara es una estúpida.
– Eran muy buenas amigas. Qué extraño.
– Le hace a uno preguntarse si alguna vez fueron más que buenas amigas, ¿no? -dice Juan.
No lo había visto así.
– Lo dudo. Sara es súper conservadora.
Elizabeth dijo que Lauren la estaba apoyando, y Amber también. Aún no había hablado con Rebecca, pero estoy segura de que no la censurará; aunque no lo apruebe, no es severa con nadie. Una vez publicó un artículo en Ella sobre latinas lesbianas.
Lauren es la más severa. Hasta yo me pongo enferma cada vez que se pasa bebiendo y nos da lecciones, como si no nos supiéramos nuestra propia película. Es la gringa que hay en ella, creo, lo que la hace ser así, una gran sabelotodo que produce dolor de cabeza en cuanto estás un rato con ella. Juan y yo hablamos sobre la vida, el arte, la política, nuestras familias, sobre cualquier cosa. Es lo mejor, hablamos. Si fuera mujer, sería mi mejor amiga. Hasta lloraría delante de él si fuera chica.
Por fin aterrizamos en Roma. Acaba de amanecer. Estoy tan cansada que lo único que quiero es coger un taxi, ir al lujoso hotel, y dormir. Juan tiene otros planes. Ha decidido alquilar un coche y apañárselas solo por Roma. Nunca ha estado aquí, mi'ja. Joder, los coches aquí son diminutos. Además, lleva un día sin dormir y tiene los ojos tan irritados por las lentillas que parece que le hayan echado ácido de batería. Se ha dejado la solución salina y no quiere quitárselas y ponerse las gafas, porque son las únicas que ha traído. Triste como el infierno.