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A estas alturas ya viviríamos juntas, si yo pudiera reconocer lo que soy. Selwyn es paciente. No me presiona. Dice que hay que darle tiempo a un brote para que se convierta en árbol. Es amable y generosa, y no me llama al trabajo a menos que la avise primero. Tiene cuidado y nunca me mira de forma comprometida en público. Así expresa de forma visible e invisible su amor por mí. Éstos son los aros por los que la hago pasar. Así la hiero todos y cada uno de los días, pero ella siempre regresa a por más, siempre pide más. Así son las cosas para Elizabeth Cruz y Selwyn Womyngold. Así es el amor visto desde el filo de la navaja.

El trío de jazz empieza a tocar. Selwyn firma algún autógrafo, sonríe a algún fotógrafo y me busca con la mirada. Me hace la señal -rascarse la ceja izquierda- que significa que nos vemos en la camioneta. La veo salir primero, andando como una pantera, espero un minuto interminable y me deslizo por la parte de atrás hacia la escalera que conduce a la fría noche. Bajo por la avenida Massachusetts, tuerzo en la esquina y siento clavarse en mí la mirada de todo bicho raro que deambula de noche por Central Square. Es sólo una sensación, por supuesto. Con mi bufanda, gafas de sol y abrigo largo soy una excéntrica más en uno de los lugares excéntricos más densamente poblados del mundo. He aparcado a unas manzanas, en una calle pequeña cerca del Centro de la Mujer, el lugar donde escuché leer a Selwyn por primera vez. Camino y soy vagamente consciente del sonido de pasos detrás de mí. Hay mucha gente, no me resulta raro.

Cuando llego a la camioneta, la calle está vacía. Selwyn está apoyada en una farola y me ve llegar. Sonríe, mujer pantera de papel de cristal. Está preciosa. Le devuelvo la sonrisa. Quiero abalanzarme, tomarla entre mis manos, amasarla como pan y devorarla. Quiero besarla. Lo deseo. Miro alrededor y no veo a nadie. Su poesía me ha emocionado, me ha hecho sentir viva. Invencible. Decido dejarme llevar por un instante, saltar desde el precipicio y ver qué pasa. Corro hacia ella, la abrazo y la beso en la boca. Se sorprende. No está incómoda, porque no es ella quien tiene el problema. Si dependiera de ella, iríamos por los centros comerciales cogidas de la mano, ignorando a los escandalizados padres y madres que apartan a sus hijos a nuestro paso. Iríamos al cine como la gente normal.

– ¿Por qué has hecho eso? -pregunta frotándome el hombro.

– Por ser tú. Por ser mía.

Me siento como una jovencita de nuevo, risueña e inconsciente, a punto de bailar en plena calle. Pero hace demasiado frío aquí en Cambridge, en Boston. Frío metido en los huesos. Selwyn me acerca a ella y me besa otra vez, caliente, suave, mía, mujer. Pero antes de terminar, oigo una voz. No la mía. Ni la de Selwyn. Sin embargo, me es familiar.

– ¿Liz Cruz?

Paro, suelto a Selwyn y me vuelvo en dirección a la voz. Es Eileen O'Donnell, columnista de cotilleos del Boston Herald e invitada habitual del programa de televisión matutino que presento.

– Pensé que eras tú -dice, con una sonrisa demasiado grande para su pequeña y puntiaguda cabeza-. Escucha, estaba en el recital, recibí un soplo sobre Selwyn Womyngold… Te llamas así, ¿verdad? ¿«Womyn», con «y»? La lectura ha estado genial, Selwyn. Muy… conmovedora.

Las palabras salen de su boca entre feas bocanadas de vapor blanco; ha corrido y el aire frío le hace toser.

– Eileen -digo-. Te lo ruego -le suplico con la mirada.

– Me alegro de verte, Liz. ¿Cómo estás?

No contesto.

– ¿Dónde podría encontrar uno de tus libros, Selwyn? -pregunta.

La loba que hay en Selwyn la observa con la tensión de una luchadora entrenada.

– Tengo que ser honesta con vosotras, chicas -continúa Eileen-, también estuve aquí la semana pasada. Y os seguí hasta Needham. Tienes una bonita casa por allí, Sel. Vives muy bien para ser poeta. Una poeta de veinticuatro años recién graduada en Wellesley. Vi en internet que enseñas en Simmons College. ¿Es una universidad sólo para chicas o algo así?

– Que te jodan -dice Selwyn furiosa.

– Eso no me suena a poesía. ¿Qué es, un haiku?

Selwyn me quita las llaves de la camioneta y abre la puerta del copiloto. Me empuja dentro:

– Vamonos.

Estoy aturdida, fría, rígida, aterrada ante lo que Eileen va a hacer. Selwyn ocupa el asiento del conductor y acelera. Hacemos casi todo el camino de regreso a su casa en silencio.

– No te preocupes -dice finalmente, en un vano intento por parecer alegre.

La miro y veo lágrimas en sus ojos.

– Por favor, Elizabeth -dice. Veo a la niña que fue-. Tienes que olvidarlo.

Asiento. Me ayuda a entrar en casa, me hace una taza de chocolate, me trae el camisón largo de Snoopy y las zapatillas peludas. Me da un masaje, me canta nanas americanas con letras tan tristes que me cuesta imaginar que se las canten a los niños, y me acaricia el pelo. Entonces me acuesta, me arropa como una madre y me besa suavemente en la frente.

– Duerme un poco, mio amore -me dice en su pobre español-. Todavía tengo que escribir un rato.

Asiento y cierro los ojos. Pero no puedo dormir, porque sé que Selwyn no es la única que tiene algo que escribir esta noche.

En algún lugar de su infernal guarida con olor a cebolla, Eileen O'Donnell también está escribiendo.

…Sólo quedan cuatro días para Navidad, y me complace informaros al fin de que anoche hice la mayoría de mis compras. Pero tengo una amiga a la que no sé qué comprarle. Todos conocemos a alguien así, ¿no? Es casi un cliché: la mujer que lo tiene todo, incluso el hombre perfecto. Pero en el caso de mi colega, Sara, es cien por cien verdad. Estoy pensando en un Chía Pet o en uno de esos enormes aparatos de masaje, pero seguro que ya tiene varios…

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 4. SARA

Coño. Chica, anoche apenas pude dormir. Y no por el sexo, que estoy segura Roberto pensó que fue genial. Me encontraba fatal. Él ni idea. Hice lo de siempre, los gemidos, las caras y la lencería ridicula, todo mientras contenía las ganas de vomitar. Y de colofón, una imitación perfecta de Meg Ryan que a Roberto, como de costumbre, le encantó (hasta que terminó). Después decidió que había actuado como una puta y me soltó «el discurso», que es algo así: «Eres una mujer cubana, una mujer decente. No eres una puta americana. Está bien que disfrutes pero ¿por qué tienes que actuar así? Eres la madre de mis hijos. ¿Dónde está tu dignidad?».

Lleva diciendo este tipo de cosas desde la primera vez que lo hicimos, cuando yo tenía dieciséis años. No soy tímida. Y Roberto es el único con quien he estado, pero está convencido de que ha tenido que haber otros, de tanto como disfruto.

– Ninguna mujer nace con tu gusto por el sexo -me dice-. Alguien te enseñó esta guarrada. Cuando averigüe quién ha sido, más vale que le digas que se esconda.

Intento explicarle que es cuestión de química, que amo su cuerpo, su olor. Pero sospecha. Siempre me acusa de engañarle, aunque le soy completamente fiel.

Fíjate, chica. Si hubieras nacido en este país, pensarías que Roberto tiene ochenta años por su forma de actuar. Y no. Tiene mi edad, veintiocho. Es como la mayoría de los hombres criados en Latinoamérica -o en Miami-, es decir, que cree que sólo hay dos tipos de mujeres: las decentes y las indecentes. Las decentes son asexuadas y te casas con ellas, las llenas de niños y se supone que no disfrutan del sexo. Las indecentes adoran el sexo y las buscas por placer. Así que una esposa que es demasiado atractiva, demasiado sexy en público, demasiado exigente en la cama, es algo negativo para hombres como Roberto. Al principio sus críticas me afectaban, pero después, cuando fui a la Universidad de Boston, Elizabeth me convenció de que asistiera a clases de teoría feminista y allí nos dimos cuenta de que eran chorradas.

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