Como yo, Roberto lleva muchos años en Estados Unidos y sabe que eso es ridículo. Ya lo hemos hablado. Le he enseñado dibujos del cuerpo femenino y le he explicado que todas las mujeres están constituidas igual y tienen el mismo tipo de respuesta sexual, que hasta su madre tiene clítoris y que funciona de forma parecida a un pene; cosas que aprendí en la universidad y que mi madre jamás se molestó en enseñarme. Me dio una bofetada y se marchó de casa furioso durante unas horas. Fue tan divertida la expresión de su cara cuando se imaginó a su madre teniendo un orgasmo, que mereció la pena.
Por fin reconoció que era natural que una mujer disfrute del sexo:
– … pero no debe gustarle tanto como a un hombre -insistió-. Sólo a las mujeres perturbadas psicológicamente les gusta tanto como a ti.
Oye, chica. ¿Puedes creerlo?
Sigo en ello. Cambiará de opinión.
Pero últimamente, con el embarazo, no disfruto tanto del sexo. Lo hago por guardar las apariencias. Cuando terminamos y Roberto se puso a roncar a mi lado, tuve que salir corriendo al baño a vomitar. No quería que me oyera y se imaginara lo que estaba pasando, ¿entiendes a lo que me refiero? No quiero que lo sepa todavía.
Tengo dos hijos, mellizos, de cinco años, que corren escandalosamente por todas partes y que hacen miles de preguntas por minuto. ¿Qué es esto? ¿Cómo funciona esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Uno pensaría que son periodistas especializados, yo no. Dicen que los varones y las hembras son iguales, a menos que uno los críe diferentes, pero no creo que sea cierto en absoluto. Mis enanos eran varones desde el principio; buscan porquerías para meterse en los bolsillos, claman por sus camiones de juguete, corretean por la casa con esas zapatillas de deporte que rechinan en el parquet como loros.
Quiero una niña. Cuando fui a comprar toallas para el baño de abajo el otro día, no pude evitar fijarme en la ropa y juguetes para niñas en los grandes almacenes. Estoy cansada de vaqueros diminutos y coches de carreras. Estoy lista para trajecitos de terciopelo y muñecas.
Que no se me malinterprete. Quiero a mis hijos. Chica, ellos son mi mundo. Todo mi día gira alrededor de ellos: llevarles a la escuela, recogerles, acompañarles a las clases de música y de natación en el gimnasio, peinarles los remolinos antes de ir a la iglesia, bañarlos por la noche, leerles cuentos antes de dormir, confortarlos cuando se despiertan de una pesadilla, cantarles nanas cubanas y hablarles de Miami y cuánto la echo de menos.
Recuerdo que cuando Jonah tenía tres años, le hablé de Miami, como siempre, y un día me dijo:
– Mami, yo quiero ir a tu-ami también.
Me parte el corazón. Es más sensible que Sethy que, siento decirlo, se parece a su padre.
Uno trata de no tener favoritos, y con dos mellizos con idéntico pelo rizado que nadie distingue excepto Roberto y yo, uno se esfuerza aún más por tratarlos exactamente igual. Pero siempre tienes un favorito, aunque no quieras. Mi Ami. Qué niño más dulce. Te lo podrías comer con esos ojazos verdes.
No, te lo juro, chica, sería feliz con tener sólo a estos dos maravillosos y traviesos hombrecillos. Pero una niña me completaría, ¿sabes lo que quiero decir? Una niña nos convertiría en una verdadera familia. Sería alguien con quien podría ir de compras, llevarla en verano a escuchar los conciertos en la Explanada sin que se pasara todo el tiempo buscando un árbol al que trepar para escupir a todo el mundo. Los niños te avergüenzan con su mal comportamiento.
Llevamos tiempo intentándolo, pero quiero esperar a decírselo a Roberto hasta nuestro aniversario en marzo, cuando hagamos nuestro viaje anual a Buenos Aires. Quiero que sea especial. Ha notado que he empezado a engordar, aunque sólo sean unos kilos. Insiste en que coma menos. Siempre me dice que coma menos. Y siempre lo ignoro. ¡Ja!
También se alegrará. Siempre se queja de que nuestra casa es demasiado grande. Vivimos en una casa estilo Tudor de seis dormitorios y tres baños, cerca de la Reserva de Chestnut Hill, en dos acres de terreno con un trocito de bosque propio. Me crié en una casa más grande que ésta en Palm Island, con suelos de mármol, piscina, docenas de palmeras y una entrada porticada. Pero éramos cuatro niños, y hacíamos muchas fiestas, fiestas con motivo de todo lo que se pueda imaginar, con los amigos de Cuba de mami y papi bebiendo mojitos y comiendo pequeños sandwiches con mantequilla y pimientos, comportándose como si no se hubieran marchado de la isla. Nuestra casa en Miami nunca parecía vacía, porque nunca lo estuvo.
Esta casa parece vacía, porque Roberto no tiene ningún amigo de verdad en Boston, sólo conocidos, y no le gusta ver a mis amigas por aquí. Si nos reímos, siempre cree que estamos hablando de él. No hablamos de él en absoluto, pero es difícil explicárselo. Me dejó un labio ensangrentado cuando se marcharon las temerarias de casa la última vez, y he decidido que no merece la pena volver a invitar a mis amigas. Me encanta dar fiestas, planearlas y prepararlas. Pero me gusta más no sangrar.
Todos los amigos de Roberto están en Miami. Allí nuestro matrimonio probablemente sería diferente. La violencia doméstica es rara en la Miami cubana, porque siempre se está de visita. Siempre hay alguien guardándote las espaldas. Mis propios padres se hubieran tratado peor -y a mí- si no hubiera habido siempre amistades y parientes cerca, saqueando la despensa. Somos una familia apasionada, y unos pocos gritos, insultos y golpes nunca han matado a nadie. Van con la familia. Ojalá viviéramos en otro sitio. La agresividad de Roberto empieza a asustarme. Aquí estamos solos. Pero tiene un buen trabajo.
Quiero llenar esta casa de piececitos. Pies de niñas pequeñas, bailando con sus zapatos de charol. Estoy de dos meses y medio. Le dije a la doctora Fisk que no quiero saber el sexo hasta que nazca el bebé, pero sé que es una niña. He tenido tantas náuseas matinales, día y noche. No sé por qué las llaman náuseas matinales si todas las mujeres que conozco lo pasan peor por la noche. A mi madre le pasó conmigo, pero no con mis hermanos. Es una niña. Lo siento. Si me equivoco, seguiré intentándolo hasta que venga la niña.
Yo sé que Roberto quiere un bebé, porque habla de limpiar y nivelar una esquina del patio para volver a poner un parque infantil. Cree que tendremos otro niño, pero él es así, ya sabes. Ya ni le presto atención. No merece la pena. De verdad que no. Te lo juro, chica.
Él juró que pediría ayuda después de la última pelea horrible que tuvimos en un hotel de New Hampshire. Volvíamos de pasar un día esquiando cuando me fracturó la clavícula. Él estaba convencido de que me había quedado por la tarde en la cafetería para ligar con el adolescente que nos sirvió a Lauren y a mí un chocolate caliente.
– He visto cómo le mirabas -dijo.
Era una locura. Ni siquiera recuerdo el aspecto del chaval. Roberto pensó que las marcas rojas que tenía en el cuello eran chupetones que me había hecho el tipo en el baño, y me plantó el pie en el pecho hasta que me partió el hueso. Le dije a Lauren que me lo había fracturado esquiando, y gracias a Dios me creyó.
Yo no estoy libre de culpa. A veces también me enfado y le pego. Es mucho más grande que yo, pero puedo volverme loca, de verdad. Aquella última vez hizo lo habitual, me empujó y me insultó delante de los niños y me dijo que recogiera mis cosas; nunca se ha pasado tanto como para pegarme en presencia de los pequeños, ya sabes, abofetearme. Hace eso y más, pero cuando estamos a solas. No lo entiendo. La sociedad siempre culpa a los hombres en los matrimonios que llegan a las manos. Pero mi mamá zurraba a mi padre, y siento reconocer que yo heredé esa tendencia. A veces, cuando me pega, el pobre Roberto sólo se defiende. No espero que «lo entiendas». Por eso nadie lo sabe. Normalmente somos muy felices, y eso es lo que cuenta.