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En general es un gran padre, ése es el principal motivo por el que me he quedado. Tiene sentido del humor y, aunque resulte extraño, la mayoría del tiempo es tranquilo y considerado. La semana pasada se dio cuenta de que estaba triste y apareció en casa con una bolsa llena de almohaditas de felpilla de Crate amp; Barrel que comenté que me gustaban cuando pasamos por delante de la tienda camino del cine. Ni siquiera pensé que estuviera prestando atención cuando lo dije, pero supo escuchar. Suele hacer ese tipo de cosas. Tengo ideas muy conservadoras respecto a la familia y al matrimonio, y honestamente creo que lo bueno que tenemos supera a lo malo. Él siempre se siente fatal después de perder los estribos y hace las cosas más maravillosas para compensarlo. ¿Cómo crees que conseguí el Range Rover?

Sé que no quiere hacerlo, pero así es como le criaron. Su papá era (y todavía lo es) un borracho, y cuando bebía perdía el control. Solía pegar al pobre Roberto, quiero decir de verdad, chica, con bates de hierro y cosas por el estilo, hasta que le rompió los huesos y tuvo que decir a los médicos que se había caído en bici. Soy la única que lo sabe. Ni mis padres lo saben, y conocen a los suyos desde hace años.

Tampoco es que seamos una familia acogida a subsidio en la que el tipo vaguea por la casa en camiseta pegando a su mujercita, ¿vale? Por favor. Él nunca me ha dejado señales en el cuerpo que puedan ver los demás, aunque tuve que quedarme en casa un par de días cuando me partió el labio. Ah, y una vez me dejó los dedos marcados en el brazo porque pensaba que coqueteaba con uno de los jardineros (no era cierto, claro), pero se me quitaron al cabo de una hora. Una vez le pegué yo y tuvo el ojo morado una semana. Le dijo a la gente que se había dado un golpe con una raqueta.

Roberto y yo nos queremos. Sabemos cómo funciona nuestra relación. ¿Es ideal? No. Pero es amor. El amor nunca es ideal. Si yo pudiera controlar mi temperamento, creo que él haría lo mismo. Yo tengo tanta culpa como él. Puede cambiar. Sé que puede. Estás pensando que soy una estúpida. No me importa. Él es mi alma gemela y mi mejor amigo. No puedo recordar mi vida sin Roberto. Siempre ha estado ahí, como un hermano. Nuestra disfunción, si así lo quieres llamar, es muy profunda.

Los abuelos de Roberto y los míos tenían en Cuba una empresa de ron, y ambas familias procedían originariamente de Austria y Alemania. Nuestros padres se mantuvieron en contacto cuando huimos todos a Miami en 1961. Le tiré del pelo castaño rizado durante la fiesta de su quinto cumpleaños, y forcejeamos por todo el patio el día de su bar mitzvah. Desde que puedo recordar hemos tenido un contacto físico duro y fraternal. En mi fiesta «quinceañera» (he sido de las primeras chicas judías en Miami en tener una) me tiró a la piscina del hotel con el vestido de seda puesto. Le agarré del tobillo y le tiré también. Nos hicimos aguadillas durante diez minutos, y terminamos dándonos el primer beso en el agua mientras mi madre gritaba en la orilla.

No les he contado las cosas más fuertes a las temerarias. A Elizabeth, mi mejor amiga, le he hablado de nuestras peleas y de alguna bofetada ocasional, pero eso es todo. No puedo contárselo a las demás. Conociéndolas, llamarían a la policía inmediatamente y lo meterían en la cárcel. Piensan que todo es abuso, que todos los hombres son malos. Las temerarias querrían que lo dejara, pero todas tienen carrera. Después de ocho años como ama de casa, la idea de estar sola me aterra. ¿Cómo podría sacar adelante a dos -ay, chica, quiero decir tres- niños? No tengo experiencia profesional, y estoy acostumbrada a un nivel de vida que requiere cierta financiación; una cantidad de dinero que jamás podría ganar por mí misma.

Mis padres ya no son ricos, a pesar de las apariencias. Todavía tienen la casa en Palm Island y un Mercedes de diez años. Pero es todo lo que tienen, excepto las tarjetas de crédito y el uno al otro. Mi madre me llamó la semana pasada para pedirme un préstamo. Sus vecinos no lo saben, pero mi padre tuvo que declararse en bancarrota hace cinco años.

Mis abuelos, descansen en paz, eran dueños de pueblos enteros en las laderas de Cuba. Trajeron mucho dinero a Miami e intentaron emprender nuevos negocios: lavanderías, farmacias, restaurantes, emisoras de radio, algunos dirigidos por papi. Pero a mi padre se le dan mejor las fiestas que los negocios. Como a mamá, que aún es preciosa. Y ahora, con la muerte del padre de papi hace casi diez años, no ha quedado nadie para ocuparse de las cosas.

Mami sigue comprándose ropa todas las semanas, un hábito que adquirió cuando era una diminuta niña mimada con vestidos almidonados que vivía en la Quinta Avenida de Miramar. Nunca aprendió a controlar sus gastos, ¿por qué debería hacerlo? Quiero a papi, pero chica, nunca ha sido una lumbrera. Archiva los extractos del banco sin molestarse en abrir los sobres que los contienen.

Cuando cumplí los dieciséis y pedí un descapotable, papi me compró un Mustang blanco. Mami me llevó a comprar el vestido del baile de fin de curso a Rodeo Drive, en Beverly Hills. No lo sabía entonces, pero ahora comprendo que se estaban arruinando poco a poco. Podían contratar a quince personas para servir las bebidas en las fiestas que organizaban en el enorme jardín, y yo me deslizaba entre las piernas de los adultos hasta la orilla del canal para tirar monedas de diez y cinco centavos al agua. No peniques. Nuestras vacaciones duraban un mes entero. Hubo cruceros, festivales de jazz en Europa. Un año fuimos al carnaval de Río de Janeiro y otro al Festival de Cine de Cannes, con otras familias de mi colegio. Mami nos llevaba a Nueva York en primavera y a Buenos Aires en otoño, para comprar zapatos y bolsos.

Ninguno de mis padres fue a la universidad. Se mudaron a Miami a punto de cumplir los dieciocho y tuvieron que espabilar rápidamente. Como muchos de sus amigos, nunca se molestaron en aprender inglés. Había bastantes cubanos alrededor, no era necesario. Todos pensaban (y aún lo piensan) que volverían algún día, en cuanto los marines llegaran y derrocaran al hijo de puta. (Está prohibido decir la palabra «Castro» en casa de mis padres.)

Incluso arruinados, continúan dando fiestas para sus amigos, y ofreciendo a quien se deja caer por casa una buena botella de vino y una copiosa comida preparada por un cocinero fijo que no pueden permitirse. Todavía mantienen el termostato del aire acondicionado a doce grados, que es mucho frío; todos los cubanos ricos están en casa en camiseta y zapatillas de felpa para demostrar lo ricos que son. Les digo que lo apaguen y utilicen ventiladores, o que compren aparatos pequeños, de ventana, para las habitaciones que más usan, pero no quieren saber nada. Sería algo insultante para mis padres, que están deseando tener invitados sorpresa (los cubanos se dejan caer en cualquier momento, y en cualquier lugar, como canta Shakira) para conectar el frío. Así son mis padres, y no saben ser de otra forma. Les avergüenza ser de otra forma. Tuvieron que pedir un préstamo para afrontar los inmensos costes de pasear a demasiados invitados en ese yate resquebrajado y viejo. Le dije a mamá que vendiera el yate, y empezó a llamarme como a la gente que le defrauda: buena cuero, cochina, estúpida, imbécil, sinvergüenza.

Roberto lo sabe. Les dio el préstamo, pero se aseguró de que entendiera que si no se lo devolvían sería yo quien sufriría las consecuencias. Él sabe en qué situación me encuentro. No heredaré ni un centavo. Esto le da aún más poder sobre mí. Ahora también puede amenazarme con echarme. Y lo hace, constantemente. Su juego favorito es coger una maleta y empezar a llenarla con mis cosas, echarme de la casa mientras los niños lloran por su mami y arañan el cristal de la puerta principal.

Roberto ya está abajo, hablando con Vilma de algo. Sharon, la niñera suiza que vive en la casita de huéspedes de atrás y estudia por correspondencia en su tiempo libre, llevó a los niños al colegio esta mañana porque yo me encontraba demasiado mal, así que ya se han ido. La buena y vieja Vilma. Cuando mis padres no pudieron permitirse emplearla en la casa de Palm Island, vino a trabajar para nosotros. Nunca ha conocido a otra familia que no sea la mía. Tiene casi sesenta años, y es como una madre para mí. Le ofrecimos alojarse en la casa de huéspedes, claro, pero prefirió quedarse en el pequeño dormitorio que hay detrás de la cocina. Lo único que tiene allí es su viejo televisor -no me permitiría que le comprara uno nuevo o que lo conectara al cable, ni siendo gratis-, su Biblia en la mesilla, un rosario colgado en la pared, unas postales de su hija en El Salvador y unas sencillas mudas de ropa dobladas en la cómoda. También se alegrará por nosotros cuando nazca la niña. No le importa que seamos judíos, nos quiere. Creo que ya sabe lo del embarazo; es la que saca la basura del baño y hace meses que no hay ni un Tampax en ella. Vilma es observadora. Últimamente me dice que no me fatigue e intenta que beba esa sopa que dice que es tan buena para las mujeres embarazadas, con maicena, agua y canela. La huelo y me echo a temblar.

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